El 31 de agosto de 2016, hace exactamente un año, se produjo la destitución de la Presidenta de Brasil Dilma Rousseff, tras un largo juicio político que tuvo al país en vilo durante varios meses, marcados por las acusaciones recíprocas entre los partidarios de acusar a la gobernante y sus defensores. Como resultado, asumió su antiguo aliado, convertido en detractor, Michel Temer.
Éste, lejos de querer ser un Presidente de transición o meramente administrador del estado de cosas, ha decidido realizar algunas transformaciones importantes en la gastada economía del gigante latinoamericano. La tarea no ha sido fácil, por cuanto la situación política y social de Brasil sigue siendo compleja y, en muchos aspectos, incluso dramática. En la actualidad Río de Janeiro, ciudad turística por excelencia, está viviendo una ola de violencia con la toma de numerosas favelas por parte del crimen organizado, lo que ha significado la presencia de 10 mil militares en las calles para intentar combatirlo: “El agravamiento de la seguridad pública está en el centro de nuestras preocupaciones”, señaló Temer a fines de julio, cuando decidió combatir al crimen organizado.
Un segundo problema importante que ha afectado a la administración brasileña ha sido la disputa permanente por la legitimidad del gobierno, que ha sufrido amenazas de destitución, con anuncios de juicios y una situación que deja a Brasil en una constante incertidumbre, bajo las recurrentes referencias a la corrupción de empresas públicas y privadas, que incluso ha involucrado a algunas de las figuras políticas más importantes del país, como el ex Presidente Luis Inacio Lula da Silva.
El tercer factor que afecta a Brasil es la corrupción, que parece atravesar el conjunto del sistema político, a través de compra de favores, concesiones de autoridades previo pago de dinero, y la existencia de áreas completas de distintas empresas dedicadas precisamente a destinar fondos a políticos para obtener determinados bienes que de otra manera, en estricta justicia, no obtendrían. Esto ha terminado por horadar al conjunto del sistema político.
Es importante tener esos antecedentes como telón de fondo para una de las medidas más importantes que ha decidido asumir el gobierno de Temer: iniciar la privatización de un conjunto importante de empresas estatales. Ciertamente, esto se da en una situación económica difícil, determinada por una crisis económica sostenida por años, con un gasto fiscal creciente y la imposibilidad de asumirlo, dificultad que se irá acrecentando con el tiempo, fruto de un esquema institucional mal concebido. Es importante considerar, además, que Brasil es una de las diez economías más grandes del mundo, por lo que su situación no pasa inadvertida para la comunidad internacional, además de tener efectos sobre otras economías de la región.
La propuesta de Temer de privatizar 57 empresas es ambiciosa y arriesgada. Representa un cambio importante en la forma de concebir las tareas del Estado, así como refuerza el papel de la empresa privada como motor del desarrollo, tendencia que se abrió paso con fuerza en la última década del siglo XX, pero que retrocedió en forma importante en toda la región tras el triunfo de los socialismos del siglo XXI. Hoy existe una nueva oportunidad para recuperar el dinamismo de la economía, evitar la politización de las empresas estatales y utilizar los recursos para promover un mayor desarrollo social de la población. Por lo mismo, las privatizaciones —que en principio representan una buena noticia— deben hacer algunas consideraciones previas.
La primera se refiere a la necesidad de que exista legitimidad en el proceso, tanto en relación a las acciones del gobierno de Michel Temer como en el proceso mismo de cada privatización. Esto exige que haya transparencia en la forma de llevar adelante esta decisión, de manera de generar el mayor ingreso económico para el Estado, con el menor costo político y social. Para ello debe existir también una información muy clara sobre el uso de los recursos que generarán las ventas.
El segundo elemento es la eventual gradualidad con la cual se podrían efectuar las distintas privatizaciones, que podría incluir la venta parcial de algunas o todas las empresas. Esto tiene una lógica que debería estudiarse: en los procesos de privatización —en América Latina y en otros lugares— habitualmente las empresas se vendían en su totalidad y en unos pocos años multiplicaban su valor, lo que podría llevar a pensar en que fueron “regaladas”, o no tuvieron toda la rentabilidad que correspondía. Es probable que en esos casos las empresas hayan adquirido mayor valor precisamente por las características propias de la empresa privada, con mejor administración o mayores inversiones. Con un modelo gradual, la segunda venta de una parte de la propiedad estatal permitiría eventualmente un mayor ingreso para las arcas fiscales.
Por último, es necesario que Brasil realice un análisis muy riguroso de su estructura económica y del gasto social, además de las interferencias políticas en la actividad productiva: el resultado debería ser promover las modificaciones que correspondan, sean estas legales o administrativas. Con esto Brasil podría volver a generar condiciones que le permitan el crecimiento económico y una recuperación de la calidad de la política, dos temas centrales para seguir una ruta de progreso que sea estable en el tiempo. Después de todo, como hemos visto en las últimas décadas, las sociedades que se desarrollan efectivamente son las que tienen instituciones sólidas, valoran el crecimiento económico y promueven el progreso social.
Alejandro San Francisco, historiador, académico de la Pontificia Universidad Católica de Chile y de la Universidad San Sebastián, director de Formación del Instituto Res Publica (columna publicada en El Imparcial, de España)