Posiblemente a pocas personas dejó indiferente el discurso con el que hace unas semanas, en Chicago,  Barack Obama puso fin a sus ochos años de gobierno. En su relato planteaba  una visión del mundo con la cual conectar, emocionar e involucrar a todos los ciudadanos, sin importar su raza –durante su administración el racismo fue una gran “piedra en el zapato”–, condición social o lugar de residencia.

Entre ovaciones y aplausos, un emocionado Obama se despidió de la Casa Blanca defendiendo su legado: el comienzo de una nueva etapa en las relaciones con Cuba, la entrada en vigor del acuerdo nuclear con Irán, la legalización del matrimonio entre dos personas del mismo sexo en los 50 estados del país y la reforma de salud. Pero quizás donde más hizo hincapié el Presidente saliente fue en su llamado a los estadounidenses a luchar por la democracia y defenderla de amenazas como el racismo y la post-verdad.

Precisamente  la post-verdad  -esto es, aceptar como veraz una información que se ajuste a nuestras opiniones y no a hechos objetivos- se ha vuelto parte de la política estadounidense desde  la irrupción de Donald Trump. Ya desde que era candidato, e incluso antes, negó el fenómeno del cambio climático y aseguró que el certificado de nacimiento de Obama era falso y que no era estadounidense nativo, entre otras afirmaciones que, aunque parezcan delirantes, tuvieron influencia en la opinión pública. Pero que los políticos mientan no es novedad, o novedoso es la forma en que algunos lo hacen hoy en día, torciendo los relatos para desacreditar a sus adversarios.

Un artículo publicado hace algunos meses por el semanario The Economist analizaba este fenómeno, señalando que  la actitud de Trump marcaba un hito importante en el surgimiento de lo que se ha llamado la “política  post-verdad”, donde  lo que importa son las sensaciones y no los hechos. Esto ha sido posible, plantea la revista, debido  a la pérdida de confianza en las instituciones y a los profundos cambios en las formas de informarse sobre lo público. Sobre esto último, Internet y las redes sociales -especialmente Facebook y Twitter- se han convertido en fuentes de información donde la poca regulación, la inmediatez, las ansias por hacer algo viral y la segmentación de las audiencias  atentan contra la veracidad. Algo relevante, considerando que, según el Pew Research Center, el 60% de los estadounidenses utilizó Facebook  para informarse durante la campaña.

A pesar de Donald Trump,  de quien se podría decir que es el “más mediático” de la política post-verdad y su creación de realidades,  este fenómeno no es exclusivo de EE.UU. Reino Unido con el Brexit  y Colombia con el acuerdo de paz con las Farc son otros ejemplos. “Post-verdad”, incluso, fue escogida por el Diccionario Oxford como la palabra de 2016.

¿Significa esto que dejó de importar la verdad en la política? No del todo, pero estamos en una nueva era en que las “no verdades” influyen mucho -sobre todo cuando hay algún evento político relevante-, sustentadas por las redes sociales y la pérdida de poder de los medios para distribuir sus noticias. La política post-verdad está instalada y, como bien advertía Obama en su discurso de despedida,  es una amenaza para la democracia.

 

Paula Montebruno, periodista, magister en Relaciones Internacionales y Comunicación, Universidad Complutense de Madrid

 

 

 

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