I

Problemas de agenda han perseguido al gobierno desde el primer día. Ya adentrados dos años de la administración Bachelet, resulta difícil entender qué impide a la Presidenta y a su equipo definir adecuadamente los problemas a ser abordados, analizar la viabilidad de hacerlo y agendarlos de manera de organizar y coordinar eficazmente la labor del gobierno.

Lo que parece evidente es que hasta aquí el gobierno y la Nueva Mayoría (NM) no han tenido éxito en realizar esas operaciones que son una parte esencial de la gobernanza. En general, los proyectos enunciados en el Programa y anunciados como promesas ante la opinión pública presentan fallas de diagnóstico; carecen de un análisis correcto de factibilidad económica, política, institucional y de implementación, y no logran ser ordenados dentro de una agenda de prioridades y comunicados de manera tal de obtener apoyo de las partes interesadas y la opinión pública encuestada.

Los ejemplos abundan. La reforma tributaria fue discutida en un ambiente desordenado, tuvo que negociarse bajo presión y produjo una ley que, a menos de un año de ser aprobada, ha debido ser revisada en aspectos de forma y fondo, todo esto tras un tupido velo de tecnicismos y lenguajes esotéricos. La reforma educacional, en tanto, ha sido un verdadero modelo de mala gestión política, en particular en lo tocante a la educación superior. También la ley que puso fin al lucro, el copago y la selección académica en el nivel escolar quedó llena de huecos que ahora deben ser rellenados con unos 15 reglamentos, casi todos ellos pendientes y elaborados sin deliberación. Y qué decir de la reforma de la Constitución, la cual tras un primer año de confusiones y contradicciones, ha quedado entregada ahora a una suerte de preludio, es decir, “aquella parte que se toca o canta para ensayar la voz, probar los instrumentos o fijar el tono, antes de comenzar la ejecución de una obra musical”.

Semejantes desarreglos en los procesos de fijación o establecimiento de agenda (agenda setting) -procesos originalmente estudiados por la ciencia política anglosajona- han plagado también otras áreas de la acción gubernamental. Sucede así con la reforma laboral, la lista de hospitales por construir y equipar, la política de ciencia y tecnología, el manejo (“frenesí” dicen algunos) de las iniciativas legislativas, la gestión de las comunicaciones de la Presidenta y La Moneda, el vínculo con los partidos de la NM, la respuesta frente a los problemas de violencia en La Araucanía. El listano de desarreglos podría prolongarse un buen rato.

II

El gobierno alega en su favor, o esgrime como justificación, el hecho de que el Programa respaldado mayoritariamente por el electorado hace dos años es extraordinariamente ambicioso y conlleva transformaciones estructurales de gran magnitud, además de un cambio de paradigma o inspiración de las orientaciones de dichas políticas. De modo tal que no sólo la gestión de ese Programa se habría complicado sobremanera, sino que, además, las reacciones de los grupos e intereses amenazados por los cambios buscados serían más variadas y, combinadamente, más poderosas.

No es una buena excusa, sin embargo. Primero que todo, porque el Programa no le fue impuesto a la Presidenta Bachelet y a su equipo inicial (equipo Peñailillo/Arenas). Al contrario, cabe suponer que fue concienzudamente preparado por ese equipo, estudiado y analizado en cuanto a su factibilidad y sopesado en relación a los riesgos de su adopción e implementación.

En esa fase preliminar hubo un amplio grupo de dirigentes políticos, technopols, tecnócratas y futuros burócratas envueltos en la preparación del Programa, con financiamiento para estudios y consultorías, que construyó las bases de conocimiento e información del Programa de gobierno. Sus miembros trabajaron sin mayor presión y con el pleno respaldo de la Presidenta, entonces precandidata y candidata presidencial, contando con la ventaja -para ella y su equipo programático- de saber que el triunfo electoral se hallaba prácticamente asegurado.

Por lo mismo, todo conducía a redoblar y profundizar el esfuerzo programático. También cabe suponer que la Presidenta y su equipo tuvieron presente la brevedad del periodo presidencial, las señales internacionales de un enfriamiento de la economía global, la evidencia disponible sobre el tipo de medidas que estaban diseñando y las posibles (e inevitables) resistencias que los cambios traerían consigo, especialmente si se los anunciaba con altoparlante y con el evidente deseo de crear elevadas expectativas entre los votantes.

Adicionalmente, a lo largo de la primera mitad de la administración Bachelet, el gobierno y la NM casi no tuvieron oposición política que pueda seriamente caracterizarse como una gran resistencia. De hecho, puede decirse sin exageración que la administración ha encontrado mayor resistencia dentro de su propia coalición que fuera de ella. Y ha sido más dañada por los escándalos de la política y los negocios que en reacción a su voluntad transformadora.

Basta recordar que la medida supuestamente más mordiente del Programa bacheletista, esto es, el alza de impuestos a los ricos, logró un amplio acuerdo, sobre todo en cuanto a la necesidad de generar mayores recursos para el gasto social. Así, pues, el gobierno tuvo al frente a una élite empresarial y de los negocios dispuesta a conceder tres puntos porcentuales del PIB a cambio de paz política y de la promesa gubernamental de usar dichos recursos para mejorar la calidad de la educación y por esa vía las capacidades productivas (¡en sentido amplio!) de las personas.

III

En verdad, los males de agenda que han perseguido al gobierno desde el primer día son de su propia factura y responsabilidad.

Tienen que ver, ante todo, con una débil traducción del Programa en agenda y, enseguida, con la conformación y gestión de esta última. Ahí se encuentra la raíz del problema: diagnósticos endebles con frecuentes errores en la definición de los problemas; escaso análisis de factibilidad y de restricciones, sobre todo económicas; desorden en cuanto a la fijación de prioridades y, por ende, dificultad para confeccionar una agenda y para comunicarla al público; insuficiente capacidad de gestión política y, encima de todo esto, falta de conducción dentro del propio gobierno por parte de la Presidenta y su equipo más cercano.

Estos males fueron detectados tempranamente por varios de nosotros (me incluyo con la debida modestia) y publicitados con ánimo de ayudar al gobierno a autoevaluarse y corregir; a fin de cuenta es el gobierno que contribuí a elegir y cuya suerte y destino me importan. De modo, pues, que los primeros análisis críticos del desempeño gubernamental provinieron desde dentro de la propia casa política y no del lado opuesto de la vereda, de la oposición.

El cambio de gabinete de mayo de 2015, incluyendo las figuras principales del mismo -las más cercanas e identificadas con la Presidenta-, no sirvió, sin embargo, para corregir el rumbo ni para acotar con realismo el Programa convirtiéndolo en una agenda de reformas posibles. Al contrario, la Presidenta eligió no-elegir; esto es, optó por mantener el Programa como una ilusión al mismo tiempo que renunció a tener una agenda que ordenara las expectativas, le devolviera a ella la conducción del proceso y sirviera para orientar la comunicación gubernamental con la opinión pública.

Se pensó entonces que la nueva dupla encargada del gabinete -los ministros Burgos y Valdés- podría cumplir esa función que la Presidenta parecía no estar dispuesta o en condiciones de asumir. Tal esperanza duró poco; luego fue evaporándose en el aire.

Está a la vista que la cabeza del nuevo equipo ministerial -el ministro del Interior- no logró persuadir a la Presidenta de la necesidad de una agenda realista. Y que el equipo de La Moneda no pudo ensamblarse ni unificó el timón de la gestión política gubernamental. Por su lado, el ministro de Hacienda se transformó en un portero que busca evitar males mayores debido a la falta de agenda, pero no en el conductor que, en tiempos de estrechez económica, eleva la calidad de la dirección y de la gestión de los proyectos gubernamentales.

IV

Mientras tanto, las tensiones dentro de la NM iban aumentando de cónclave en cónclave, en vez de disminuir. Cada nueva reunión en las alturas -en San Jorge de Las Condes o en el Cerro Castillo- servía como trampolín para escalar las diferencias y de a poco aumentar su publicidad.

El PC busca tensar al máximo el compromiso con el Programa, sin reparar en detalles, mediaciones o potenciales efectos adversos. Su filosofía táctica parece ser: una vez que los cambios sean legislados, instituidos en leyes y aparatos, se vuelve difícil removerlos, revertirlos o modificarlos, incluso si les falta coherencia o ingeniería de precisión. A veces parece que la Presidenta coincide con este criterio táctico, sobre todo en materias educacionales. Quienes se identifican con la metáfora de la retroexcavadora están en la misma disposición: hay que echar para adelante y cambiar la topografía del terreno. Más adelante se verá cómo remover los escombros.

La DC, en tanto, ha ido recuperando una voz más autónoma al interior de la NM y perdiendo el complejo de inferioridad que la mantenía amarrada y amurrada frente al denominado polo progresista. Sin embargo, su influencia dentro del gobierno no ha logrado encarnar ese nuevo espíritu y éste continúa vacilante e inestable.

La hegemonía táctica sobre la conducción de las políticas la ejerce todavía el bloque rupturista, encabezado por el PC y por caciques del PPD que usan el Programa como un arma arrojadiza para separar a los comprometidos de los reaccionarios. Un lenguaje crispado amenaza con dividir las fuerzas dentro de la NM.

Hasta aquí, el PS aparece como fiel de la balanza, recurriendo a su pasado, a ser el partido de Allende y Bachelet y a su bien ganado prestigio de realismo, moderación y equilibrio. Busca mantener un orden mínimo dentro de la NM y su cohesión en torno al gobierno, al cual llama insistentemente a dirimir los conflictos y a conducir.

¿Qué puede esperarse de tan abigarrado cuadro político?

Probablemente un nuevo intento de la Presidenta -antes del próximo Mensaje del 21 de mayo o, más temprano, al regreso de vacaciones- por recuperar la conducción del gobierno mediante un nuevo cambio de gabinete, incluyendo a su jefe, el ministro del Interior, pero sin acompañarlo esta vez con el ministro de Hacienda, transformado en una pieza insustituible a la luz del deterioro de la economía global y de las mezquinas proyecciones de crecimiento de la economía nacional.

¿Será un cambio que afectará también a los demás ministros de La Moneda? ¿Habrá nuevas caras o más bien enroques? ¿Seguirán las reformas -educacional, laboral y constitucional- en manos de los mismos ministros encargados hasta hoy? ¿Podría el ministro de RREE ser trasladado a La Moneda y abrirse así un nuevo espacio importante para un ministro DC? ¿Recurrirá la Presidenta a parlamentarios en ejercicio, a figuras con experiencia o a nuevos rostros de la política o de la tecnocracia?

Todas esas son incógnitas cuya respuesta no se puede anticipar. El verano, además del calor y las marejadas, y de la activa onda de los escándalos políticos y empresariales, nos deparará seguramente más preguntas y los consabidos rumores que ahora circulan con velocidad digital por las redes sociales.

V

La interrogante de fondo, claro está, es si el gobierno logrará plasmar finalmente, al comenzar el segundo tiempo, una agenda que de verdad produzca externalidades positivas de conducción y de orden y evite la estampida de la próxima carrera presidencial, ya puesta en escena desde hace varias semanas.

Aún hay tiempo para un giro tan necesario. Por ejemplo, uno podría imaginar que el próximo 21 de mayo, en vez de un mensaje lleno de entusiasmos, ofertas, promesas, expectativas e ilusiones, escuchásemos uno de tono más moderado, más realista, más invocador de responsabilidades que de beneficios, con énfasis en el necesario cuidado del empleo y la postergación de los apetitos de consumo, y un llamado a más trabajo, más inversión, más acuerdos y más esfuerzo en estos tiempos difíciles.

Personalmente, no abrigo esa esperanza. Como he dicho en columnas anteriores, me parece que el gobierno seguirá avanzando «a como dé lugar» (muddling through), convencido que quizá ya no pueda recuperar el favor de la opinión pública encuestada, pero con el corazón puesto en el juicio de la historia, en el reconocimiento futuro de la obra que los contemporáneos no fuimos capaces de reconocer y apreciar.

Me temo que tal es la inclinación de la Presidenta y su núcleo más próximo en el segundo piso. La de aferrarse al futuro ahora que el presente se ha vuelto hostil. La de creer más en el destino que en el frío cálculo racional de posibilidades y restricciones.

Me parece, además, que la suerte está echada, pues la curva de aprendizaje de la tecnoburocracia de la administración parece ser bastante plana y por lo mismo no está en condiciones de dar un salto cualitativo en el diseño y gestión de las políticas gubernamentales.

Es decir, a la falla de conducción superior se une una falla de los cuerpos académico-técnicos-burocráticos intermedios que en toda gestión moderna de las políticas públicas juegan un rol fundamental. Son, en términos de Max Weber, los impulsores de la intelectualización y racionalización de la conducción y gestión gubernamentales; los encargados del análisis, planeamiento, diseño y movilización de la información y el conocimiento que permiten identificar bien los problemas, proponer alternativas de solución justas y costo-eficientes, diseñar la agenda para la decisión de la Presidenta y hacer viable su adopción por la NM, el Parlamento y las principales partes interesadas.

Hay suficientes antecedentes recientes que impiden ser optimista a este respecto.

El cuadro tecnoburocrático y de experticia oficiales ha transitado del año 2015 al año 2016 sin mayor ganancia en la calidad y eficiencia de su desempeño. Por ejemplo, no ha logrado crear una base mínima de consenso para el caso de la reforma laboral. Ha dado muestras de grave ineptitud en cuanto a la elaboración del proyecto de reforma de la educación superior.

Asimismo, mientras las proyecciones económicas van estrechándose gradualmente -sin dramatismo pero consistentemente-, el gobierno no parece estar en condiciones de reaccionar con una serie coherente de medidas. Más bien se limita a un discurso vago sobre la necesidad de mejorar la productividad y llamados a la colaboración público-privada.

Es hora, pues, de tomarse en serio aquello que la literatura especializada hace tiempo viene subrayando. Según expresa uno de los mayores estudiosos de la configuración de agendas, el profesor italiano de política pública Giandomenico Majone, no sólo es imprescindible definir una agenda e incluir en ella los asuntos sobre los que se desea decidir, sino que aquellos deben ser ordenados con un criterio de priorización. La limitación de recursos, dice él, sea de tiempo, dinero, personal o experticia, obliga a priorizar. Es algo, nos recuerda, que enseña además el sentido común.

El gobierno ha actuado hasta ahora como si esta regla no existiera ni fuese necesario seguirla. Ha pagado un costo elevado por esta falta de sentido común.

 

José Joaquín Brunner, Foro Líbero.

 

 

FOTO:RAUL ZAMORA/AGENCIAUNO.

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