Expresarse libremente es un atributo (valiosísimo) de la democracia. Cuando se pierde la oportunidad de hacerlo es cuando más se valora, por lo que resulta significativo destacar que, después de un mes de bamboleos y difícil coordinación, la Convención siga sobresaliendo más por lo que no ha logrado que por lo que realmente importa: su contenido.

Gracias a las voces de algunos analistas y líderes de opinión (obviamente más optimistas que yo) se ha alzado una especie de lugar común para referirse a la Convención, a través de la expresión “la debemos cuidar entre todos”. No entiendo muy bien a qué apunta una frase tan amplia y mucho menos cómo lo lograremos (entre todos); más me suena a ingenuidad disfrazada de paternalismo, pero del tipo empalagoso, como aquellos padres que sobreprotegen a sus hijos, sin darse cuenta que, de tanto mimarlos, éstos se volverán caprichosos, irrespetuosos de las reglas y poco predecibles. Si hubiese alguna señal que diese a entender que la “remodelación está en marcha”, tal como señaló un columnista (reitero, más optimista que yo) en El Mercurio, el enunciado estaría perfecto. Sin embargo, se hace difícil “cuidar algo” que no se cuida a sí misma, ya que es cada vez más evidente que varios de sus miembros no se encuentran remodelando, sino más bien aprovechando su plataforma y exposición para proyectarse políticamente, obstaculizando la principal razón de porqué existe la Convención; por lo que, “entre todos” habría que comenzar por traspasar el mensaje (comenzando por los mismos analistas y líderes de opinión preocupados de cuidarla) de que un convencional que demuestra mayor inquietud por su futuro que la del país deslegitima no sólo al proceso, sino también su credibilidad. Es lo mínimo, el “desde”, para enrielar a quienes dicen que redactarán normas de la más alta jerarquía para los próximos 30 ó 40 años (sí, eso dicen…).

Otro elemento que ayudaría a cuidarla es lo que expongo al comienzo: que nos preocupemos todos de cómo se utiliza el lenguaje, que sí, “crea realidades” (atención: las realidades no sólo se construyen con palabras) y también estructura el pensamiento en un largo plazo. Esto último es donde radica su esencia y poder de transformación. Es así, entonces, que dentro de la Convención para quienes están poco acostumbrados a interactuar con el vocabulario “inclusivo” de sus “compañeres” (como la mayoría del país) esto les ha implicado un doble desafío que, por una parte, me imagino les exige mayor esfuerzo pulmonar para insuflar mayor oxígeno cada vez que se dirigen al pleno y, por otro, el tener que aprender a decodificar una forma de comunicar muy distinta que, además, encierra una complejidad simbólica y subjetiva importante. Entender su engranaje con disciplinas como la filología puede resultar árido, pero una nueva constitución no es cualquier texto, por lo que ningún grupo específico puede arrogarse el derecho exclusivo de manipular o complejizar el lenguaje en beneficio propio.

Por último, no hay que confundir el cuidado de la Convención con la permisividad o la justificación hacia ciertos grupos, como lo harían esos padres complacientes que no miden las consecuencias hasta que es demasiado tarde. Como ciudadanos, así como debemos cuidar entre todos el proceso con respeto y comprensión, también debemos exigirle a nuestros convencionales que se adecúen a las circunstancias y nos demuestren que no necesitan ser mimados para valorar su importante labor.

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