El estado quiere prohibirnos los saleros en los restoranes, no permite que nuestros hijos compren Superocho en el colegio, estudia impedir la venta de ampolletas de más de 25 watts, pero no nos protege de la posibilidad que una bomba nos estalle en la cara en el Metro de Santiago.

Flacos pero reventados, como me dijo una amiga cuando le hice este mismo comentario.

Y es que el crecimiento de la presencia de los gobiernos en nuestras vidas se hace asfixiante y molesta en muchos ámbitos en que no lo queremos, y brilla por su ausencia, en cambio, donde realmente lo necesitamos.

Si hay algo que el estado tiene que hacer es resguardar el orden público, protegernos de la delincuencia y el terrorismo. Y no lo hace o lo hace muy mal.

El origen del estado, de hecho, es la necesidad que tiene toda sociedad de protegerse de amenazas internas y externas que las personas, por sí solas, no pueden abordar. Los hombres, desde tiempos inmemoriales, se las han arreglado para procurarse bienes a través de su producción e intercambio, organizándose espontáneamente sin necesidad de que alguna autoridad central o el estado los dirija en ese afán. Pero lo que no pueden hacer es resolver individualmente y sin una autoridad central las controversias entre ellos y la convivencia pacífica. Los estados civilizados entregan entonces el monopolio del uso de la fuerza a los gobiernos, que los protegen de la violencia y el crimen.

Con el paso del tiempo, los políticos han decidido que el gobierno debe usarse para muchas cosas más, entre ellas y cada vez con mayor frecuencia, para decidir cómo se distribuyen las recompensas en la sociedad. Así, el peso de éste ha crecido desmesuradamente, llegando a los extremos planteados por los partidarios del estado social de derechos en el cual los ciudadanos sentimos cómo el gobierno nos mete una mano en el bolsillo para sacarnos dinero y luego, a su arbitrio, decide devolvernos una parte de lo que nos sacó poniéndolo en nuestro otro bolsillo.

La acción del estado se ha extendido también a la regulación de nuestras vidas, a veces con una justificación impecable, como cuando nos fija las reglas del tránsito u otras leyes que nos permiten convivir civilizadamente, pero  en otras ocasiones de manera impertinente e invasiva, cuando nos dice qué podemos comer o tomar.

Pero en ese afán de distribuir las recompensas y reglamentar nuestras vidas, los gobiernos han dejado de hacer bien lo que es esencial a su naturaleza. Aquello que nadie más puede realizar, vale decir preservar el orden público. La principal atención del gobierno no está enfocada en ese problema, que a todo esto sí constituye el tema de mayor preocupación de la gente, según reiteradamente lo señalan las encuestas. Las prioridades de las más altas autoridades de la administración que nos gobierna no están puestas en su principal tarea y esto se está notando con toda claridad.

Los políticos están demasiado ocupados repartiendo el dinero de nuestros impuestos para transformar a los votantes en clientes, y éstos, por una extraña ilusión, llegan muchas veces  a creer que los regalos y dádivas que reciben del estado son fruto de la generosidad de los políticos. En lugar de ello, debieran exigirle a éstos que cumplan la función principal que tienen quienes administran el estado: proveernos de bienes públicos.

Entre ellos, el más preciado y valorado por todos nosotros es la seguridad pública.

Cuando el ciudadano se siente desvalido, cuando percibe que el gobierno no lo protege, se extiende una sensación que es muy corrosiva para la sociedad: tienen más que temer del aparato del estado las personas honestas y correctas que los delincuentes y violentistas. Estos últimos se pasean por los vericuetos de la burocracia como peces en el agua, mientras las víctimas de sus tropelías se enfrentan al muro de la desidia e inutilidad de un gobierno cada vez más incapaz de cumplir con el propósito para el cual fue creado.

 

Luis Larraín, Foro Líbero.

 

FOTO:RAUL ZAMORA/AGENCIAUNO

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