Cada vez que tuve la oportunidad de sostener una conversación seria, no antagónica y profunda con un comunista, traté de llevarlo a dos temas que siempre me han obsesionado: ¿por qué sus regímenes siempre sufrieron un fracaso económico? y ¿por qué sus gobiernos siempre terminan en un estado policial represivo y violador de los derechos humanos de sus opositores? Nunca, salvo en dos ocasiones, obtuve respuestas que se apartaban de los “clichés” convencionales y populacheros. Esas dos ocasiones las atesoro como de lo más honrosas para mí, porque las respuestas suponían el reconocimiento de un respeto intelectual que solo nace del convencimiento de que se está frente a un interlocutor con el que son inútiles las excusas convencionales.
La primera de estas repuestas se produjo en algún momento de esa memorable conversación de toda una noche con Fidel Castro (está aludida en mi libro “Testigo Privilegiado”) y, frente al tema del fracaso económico reiterado de los regímenes comunistas, su respuesta fue: “Habría que analizar cada caso para comprobar hasta donde fueron fracasos, pero no te puedes olvidar nunca de que el progreso económico no es ni el objetivo ni el propósito de un régimen marxista”. Cuando, lleno de asombro, le pregunté cuál sería entonces el objetivo y el propósito de un tal régimen, su respuesta fue tajante: “Lo que un buen régimen marxista se propone, es la creación de una sociedad sin clases de la que es protagonista un hombre nuevo, austero, disciplinado, carente de afán competitivo, ajeno a la acumulación de bienes y que se realiza a través del estado, entendido como expresión de la colectividad”. Luego me explicó, detalladamente, cómo de ese objetivo se desprenden todas las características del régimen: largo plazo de gobierno, implacable eliminación del antagonismo, sistemático y constante adoctrinamiento.
En aquella ocasión, yo no estaba tan preparado como estoy hoy para hacer presente que esa meta es contra natura, a lo menos en el ámbito de nuestra cultura occidental. El sello del hombre perteneciente a esta cultura es individualista, competitivo, siempre enfocado a ir más allá, siempre con una parte de sí mismo viviendo más allá del horizonte. Por eso ese hombre escala el espacio y el fondo de los océanos y por eso sueña en algún día capturar al propio Dios. Y este es el hombre que emerge después de ochenta años de marxismo en la Unión Soviética y será el que emerja después de otros tantos años de revolución cubana. En la ocasión que estoy rememorando, Fidel opuso muy sabias objeciones a mi escepticismo sobre la creación del hombre nuevo, recordándome que ya tenía precedentes, como podrían ser San Francisco de Asís y sus discípulos franciscanos. En esa ocasión, yo no estuve a la altura de las circunstancias como para señalarle que, tras la aparente falta de ambición de esos hombres se escondía, en realidad, la más alta de las ambiciones como es la santidad.
Esa conversación con Fidel Castro, masticada a lo largo de muchas décadas, me ha hecho comprender, como ninguna otra, la doctrina y la praxis política del comunismo y es la que me convierte en decidido antagonista. Nuestra cultura, de que es parte indispensable el cristianismo, es profundamente individualista. Tal como dijo san Ignacio de Loyola, el negocio de la vida es la salvación del alma, del alma individual y para nada colectiva, porque el juicio final no es para una patota. El marxismo, en cambio, es eminentemente colectivista y hunde sus raíces en la “República” de Platón y en el Nirvana sin deseos del budismo. Es en esas consideraciones donde recibe la absoluta imposibilidad de confluencias entre marxismo y cristianismo, concepto que parece fácil de olvidar para quienes buscan su ideario político en el humanismo del “Rerum Novarum”. Definitivamente, no pueden construir una sociedad en conjunto quienes ven al ser humano como un producto intermedio de una eterna evolución de materia bajo leyes físico–químicas inmutables y eternas en un universo sin “deux ex machina”, y quienes lo vemos como el producto final de una creación divina y destinado a devolver, al final de la existencia física, un alma inmortal a ese lugar “ex machina” donde esta Dios.
La segunda conversación trascendental la tuve, hacia fines de 1975, con el entonces embajador de China en Chile. Las circunstancias que me llevaron a trabar una profunda relación con ese embajador y algunos de sus colaboradores directos también las relaté en mi libro “Testigo Privilegiado”. De ellas provino la invitación a visitar China en 1976, cuando todavía vivía Mao. Cuando yo dejé de colaborar con el gobierno militar y me fui convirtiendo en un crítico de él, muy curiosamente la relación con la embajada china no solo no cesó, si no que se prolongó y profundizó, al punto de hasta gastarnos bromas y visitarnos mutuamente en nuestras casas. Una vez, le dije al embajador, en broma, que me parecía que se le había agotado la suscripción a “El Mercurio”, porque no se había enterado que yo había dejado el gobierno a mediados de 1974. Todavía recuerdo su risita al contestarme que “no necesito diario para reconocer a mis amigos”.
En la ocasión que quiero recordar, le propuse el asunto de los derechos humanos de la siguiente manera: “Usted y su gobierno saben tan bien como yo mismo que el gobierno de Pinochet viola los derechos humanos de sus opositores, de manera que suena extraño que China mantenga sus relaciones cuando todos los países socialistas las han suspendido. ¿Es que esa represión de los comunistas locales no les importa a ustedes?”. Su respuesta fue asombrosa y reveladora: “Mire Orlando, todo estado es el instrumento de opresión de una clase sobre otra. Y la única diferencia entre su gobierno y el mío es que el de aquí es el instrumento de la burguesía para oprimir y someter al proletariado, mientras que el nuestro es el instrumento con que el proletariado oprime y somete a la burguesía. Cuando se llega a la sociedad sin clases, el estado es superfluo y va a dejar de existir”.
Me dejó atónito una respuesta tan bizarra y franca, en que reconocí resabios de anarquismo y acratismo que nunca había pensado que podían yacer en el fondo de un régimen marxista. Meditando sobre esa respuesta, me di cuenta de por qué el comunismo se acomoda mucho mejor en la mentalidad de los pueblos orientales, donde el individualismo es un pecado, que entre nosotros los hijos de una cultura eminentemente individualista.
Con este recuerdo de dos conversaciones pretendo explicar la rotunda convicción de por qué un régimen marxista en Chile no puede dejar de conducirnos a un destino trágico para el país. El problema está en saber cuántos son los chilenos que compartimos esa convicción.
Nota: Los diálogos entre comillas son, por supuesto, seguramente inexactos, tal como se recuerdan, pero puedo asegurar a los lectores que son conceptualmente muy exactos.
Francisco de Asís podría ser el santo patrón del comunismo – como opinó el entomólogo EO Wilson con respecto al comunismo, «Buena teoría, pero con la especie incorrecta». Acabo de leer Testigo Privilegiado. Un excelente libro – eres el Procopio de Chile, Don Orlando.