Si asumimos que lo que constituye al Estado es la delegación de la soberanía que le entrega la ciudadanía, entonces tenemos que aceptar que la pérdida del “imperium” -nombre con que se designa a la misión y al poder para imponer el respeto a la ley y para castigar a sus infractores– implica la muerte del Estado. En palabras simples, un estado que no controla partes de su territorio o no es capaz de mantener el orden público o de castigar la delincuencia, deja de existir como tal.

Por otra parte, la historia nos enseña, con cientos de ejemplos, que la muerte de los estados suele no ser súbita, sino que el resultado de un proceso, a veces muy prolongado, en que la progresiva pérdida de la soberanía parece la crónica de una muerte anunciada. Las caídas de casi todos los grandes imperios son clásicos ejemplos de esta agonía, que siempre tiene melancólicos escenarios terminales, como el de los últimos emperadores romanos languideciendo en Ravenna, el de los últimos pórfidogenetos asediados en Constantinopla,  o el de los últimos Secretarios Generales del PC comiéndose las uñas en el Kremlin. Si tuviéramos que darle un nombre al estado en proceso de muerte, pero que todavía conserva poder de soberanía en algunas partes y para algunas materias, nos parece que el de semi-estado sirve para el caso.

Ahora bien, después de la contundente demostración de incapacidad para controlar todo el territorio nacional y para imponer el orden público y el imperio de la ley dada por el Estado chileno en los últimos tiempos, y particularmente desde el 19 de octubre pasado, a nadie debería quedarle dudas de que el nuestro ha entrado cumplidamente en la categoría de los semi-estados. Sin embargo, y para quitarle dramatismo al hecho, hay que consignar que en ella cuenta con distinguida compañía, como es la de México en nuestra misma región, las de Irak, Siria y Afganistán en Asia, la de Ucrania en Europa y la de una buena media docena de África. Y ello para no mencionar a los importantísimos candidatos para ingresar en ese desdichado club, como España, que no sabe qué hacer con Cataluña, o como el Reino Unido, que no sabe dónde poner a Ulster y a Escocia después del Brexit.

Pero, como nuestras congojas no se generan en esos lejanos lugares, para justipreciar nuestras posibilidades de recuperación, conviene buscar respuestas claras y certeras para varios fundamentales interrogantes: ¿cuándo comenzó nuestro estado a convertirse en semi-estado?, ¿por qué ocurrió eso?, ¿cuándo y cómo ocurrirá el deceso definitivo?, ¿es todavía evitable?

Chile era un estado pleno e inició su marcha al ocaso cuando permitió que, bajo el pretexto romántico de la causa mapuche, entraran en la Araucanía todos los maestros de la subversión que operan en América Latina (Cuba, las FARC, los comunistas y sus satélites operativos como el FPMR, etc.) para convertirla en una actividad guerrillera crónica.

Para responder a la primera de esas trascendentales preguntas el autor de esta reflexión se remite a una conversación de toda una noche que sostuvo con Fidel Castro a fines de los años 80 y que ya narró en un capítulo de su libro “Testigo Privilegiado”. Durante ese profundo intercambio de ideas, el nefasto pero genial líder revolucionario cubano explicitó dos terminantes postulados: en América Latina solo existen dos estados plenos, entendidos como capaces de controlar efectivamente hasta el último metro cuadrado del territorio nacional, y ellos son el de Cuba y el de Chile; “si alguna vez observas que en tu país se instala una crónica actividad subversiva, ten por seguro que es porque el estado chileno la tolera”. Esas dos afirmaciones, por provenir de tan calificada y experimentada fuente, le permiten hoy responder asertivamente a la pregunta de cuándo el estado chileno inició su tránsito a semi-estado. Y esa respuesta es: a fines de los años 80, Chile era un estado pleno e inició su marcha al ocaso cuando permitió que, bajo el pretexto romántico de la causa mapuche, entraran en la Araucanía todos los maestros de la subversión que operan en América Latina (Cuba, las FARC, los comunistas y sus satélites operativos como el FPMR, etc.) para convertirla en una actividad guerrillera crónica que hoy está tan fuera de control como que ha sido capaz de actuar eficazmente, y a escala nacional, en la asonada que puso en jaque al actual gobierno, como consta en informes que, sin duda alguna, le hicieron llegar los servicios de inteligencia.

Habiendo respondido así al primer interrogante, es el momento de hacerse cargo del segundo: ¿por qué comenzó el estado chileno a abdicar de su soberanía? Y la respuesta es fácil y evidente: porque su clase política en masa cayó en la trampa de ser incapaz de precisar la frontera entre respeto a los derechos humanos y la legítima represión de la delincuencia, del narcotráfico, y la subversión violentista organizada. Fueron los políticos que se autodenominan “progresistas” los que le fueron restando al sistema democrático sus legítimos e imprescindibles mecanismos de defensa, con monsergas tales como la extraterritorialidad de colegios y universidades, como la discriminación para otorgar permisos de inmigración, como la intangibilidad de los delincuentes juveniles, etc. Por ese camino el estado chileno ha terminado siendo hasta el ideólogo de la abdicación de dos principios básicos del funcionamiento democrático, como es el de que la ley es para todos y en todas partes, y que “el que rompe, paga” con que funcionan todas las grandes democracias del mundo.

Para completar el cuadro de la indefensión, nuestro estado ha convertido el derecho a la “manifestación” en justificación de todos los desmanes, destrozos y saqueos que hemos visto en los últimos días. Ciertamente que el derecho a manifestarse es esencial a la hora de definir una democracia, pero interpretarlo como es el modo habitual en Chile es no solo ilógico, sino que rayano en la estupidez. En cualquier país civilizado se ordena y reglamenta hasta la más simple forma de manifestación de modo de evitar que vulnere los derechos de otros. El que escribe, por lo demás, sabe que lo que hace es también manifestarse, pero tiene conciencia de que no le causa daño a nadie y de que basta con que lo lean un puñado de gente que piensa para que su forma sea más eficiente y trascendente que la de cien mil aplanadores de calles tras consignas estúpidas.

A los que sí les interesa el cambio constitucional es a los que sueñan con instituir, a través de él, un proceso a la venezolana que es completamente infactible en un país con el volumen de clase media que tiene el nuestro.

Por ese proceso de debilitamiento del estado, se llegó a la situación de octubre pasado, cuando el gobierno actual había dado tales demostraciones de debilidad (como en el Instituto Nacional) que sus enemigos creyeron llegado el momento de que fuera posible abatirlo, y con él toda la institucionalidad republicana, con una enorme y planificada asonada como la que todavía vivimos.

¿Cuánto tiempo de vida le queda al estado chileno? De continuar la situación actual, cuanto más unos pocos meses. El mundo político, al finalmente darse cuenta de que lo que está en juego no es el actual gobierno sino que el actual sistema republicano, ha jugado su última carta de unidad mayoritaria para un control institucional de la situación. Si eso no restaura el orden y la paz social, el colapso sistémico será inevitable y se abrirá el camino para un autoritarismo fuera de ese marco. Se ha cometido el error de abrir la perspectiva de un control dentro de la institucionalidad a través de la expectativa que presuntamente crea un proceso de refundación constitucional. Pero ocurre que a la gran mayoría le interesan soluciones concretas a problemas concretos (ingresos, salud, educación, previsión, vivienda, transporte, etc.) y la simple modificación del organigrama del estado (porque solo eso se puede esperar de un cambio constitucional en el Chile concreto) no les satisface para nada.  Y a los que sí les interesa el cambio constitucional es a los que sueñan con instituir, a través de él, un proceso a la venezolana que es completamente infactible en un país con el volumen de clase media que tiene el nuestro. Y ello para no mencionar el obvio hecho de que pedirle a este gobierno que presida ordenadamente un proceso constitucional masivo y universal de aquí a pocos meses se parece mucho a esperar que gane una maratón un convaleciente de paraplejia.

¿Tiene salvación la democracia chilena? Teóricamente sí, a condición de que fuera capaz de enfrentar una muy profunda transformación luego de haber obtenido una paz social que requiere un liderazgo muy distinto del que hoy tiene. Nos proponemos adelantar algunas ideas a ese respecto, pero advirtiendo de antemano de que somos muy escépticos a la hora de valorar la calidad y altura de miras de nuestras actuales clases dirigentes. Si tuviéramos las necesarias para ello, no habríamos recorrido el camino del estado al semi-estado.