A mediados de los años 80, un vasto conjunto de partidos políticos, movimientos independientes y organizaciones sociales de base, decidieron iniciar un inusual diálogo cuyo objetivo era definir e implementar un proyecto común para recuperar la democracia poniendo término a una ya muy larga dictadura militar. La base que todos aceptaban como común era el anhelo de restaurar el régimen político que todos consideraban consustancial con Chile y hacerlo evitando una confrontación que ciertamente provocaría destrucción y muerte en nuestra querida patria. En otras palabras, todos estábamos de acuerdo en que había llegado la hora de elegir alguno de los dos caminos que existen para cambiar de régimen de gobierno: transición o revolución. Categóricamente elegimos el primero y lo asumimos con todos los riesgos e inconvenientes que conlleva, entre los cuales el mayor es que necesariamente implicaba cierto compromiso de gradualidad.
En la elección del camino transicional pesó fundamentalmente la convicción de que la monolítica unidad de las Fuerzas Armadas hacía que la subversión fortaleciera al régimen en lugar de debilitarlo. Y teníamos las pruebas al canto: todas las acciones violentistas que implementaba la extrema izquierda liderada por el Partido Comunista se traducían siempre en un recrudecimiento de la represión. Fue en esas condiciones y bajo esas convicciones que se echó a andar la azarosa cruzada de lo que se llamó Concertación de Partidos por la Democracia. Ese ponerse en marcha se hizo con dos intentos paralelos, que fueron el de lograr que el PC no lo estorbara con sus acciones confrontacionales y el de buscar en el propio régimen personas sensatas que compartieran la necesidad de regresar el sistema democrático. Mis circunstancias personales en ese periodo me capacitaron para participar modestamente en ambos intentos y creo que lo hice con éxito. Por eso es que yo puedo hoy afirmar, con toda la autoridad del testigo presencial, que el PC nunca abdicó de su línea subversiva y que en el propio gobierno de Pinochet hubo quienes colaboraron en hacer posible la marcha hacia la transición incruenta.
Por cierto que la democracia que emergió del éxito de ese camino transicional fue inicialmente débil, muy controlada y forzada a una prudencia bastante extrema. Pero detrás de todo eso siempre hubo una voluntad de gradualidad cuyo objetivo no era otro que el de la plena democracia y el de un estado con honda vocación social. Fue esa gradualidad, prudente pero implacable, la que trasformó la constitución autoritaria en una que no avergonzaría al más democrático de los gobiernos del mundo. Fue esa gradualidad la que permitió llevar a Chile a la vanguardia del desarrollo con tanta vocación social como para arrancar de la extrema pobreza a más de la mitad de sus víctimas en un corto periodo de años virtuales. El conducir exitosamente esa transición y el hacerla posible fue la obra genial de un conjunto de próceres chilenos que algún día la historia justipreciará como no lo hace la actual generación.
Por todo esto es que predicar que la Concertación fue una sociedad con la dictadura para perpetuar un sistema político neoliberal y opresivo para los más humildes no solo es una mentira, sino que es una infamia.
Para quienes hemos tenido la dudosa fortuna de vivir lo suficiente como para experimentar todo ese largo proceso, nos da coraje el escuchar a jovenzuelos tan atrevidos como ignorantes que acusan a los gobiernos de la Concertación de no haber apretado el acelerador para entregarles con la mamadera el acabado Reino de Jauja al que se accede por derecho propio y sin trabajo para construirlo. Parece que no tuvieron colegio en que les enseñaran lo que costó construir la libertad, la seguridad y la dignidad del hogar burgués que escuchó sus primeros berridos. El Sr. Gabriel Boric es un típico ejemplo de esa especie.
En algunas reflexiones anteriores hice notar lo escaso del número de transiciones políticas logradas sin desastres nacionales y detallé las muchas razones para rendirle culto a la chilena. Hice notar también que para lograr una transición como esa es imprescindible que exista una mínima comunidad de ideas tanto dentro como fuera del régimen que se pretende abolir. Chile tuvo la suerte de tener estadistas en ambos lados que hicieron eso posible y sus nombres todos los conocemos, o deberíamos conocerlos y respetarlos.
En la difusión de la tesis de que la transición fue un fracaso y una componenda para salvar un régimen económico no solo hay infamia, sino que también abuso. Abuso de la feroz ignorancia que afecta a gran parte de nuestro pueblo y que le impide conocer la enorme grandeza que tuvo la construcción de su patria. Si esa ignorancia no existiera, no habría trásfugas que demuestran su hombría derribando estatuas de próceres con la mano libre que deja la sujeción de la máscara con que ocultan su vergonzante cobardía. Tampoco habría saqueadores de pobres comerciantes que roban lo que no ganan. Tampoco habría chusma que convirtió a Plaza Italia en Plaza de la Indignidad.
Pero más coraje que el que producen los Boric es la actitud de quienes no solo no defienden la grandiosa obra que un día protagonizaron, sino que corren presurosos a apoyar las ambiciones de quienes la enlodan con su artera estulticia. Con su actitud degradan a sus propios dirigentes históricos y le faltan el respeto a sus propias convicciones.
Cuando yo era poco más que un niño escuchaba regularmente un programa de radio que evocaba a figuras notables de la historia de Chile. Ese programa siempre comenzaba con la frase que dice: “Los hombre que han escrito sus nombres en las brillantes páginas de la historia merecen el respeto de sus conciudadanos. Beneméritas sus obras o nefastas sus acciones, han quedado allí, guardados en el cofre de la tradición como ejemplo noble y brillante o como advertencia para no errar el camino”. Chile va a volver a ser el país que mi generación heredó cuando todos nuestros niños aprendan la verdad de esa frase.
Nota: Esta reflexión está escrita antes del 19 de diciembre de 2021.