La Convención termina en pocos días más. Y lo hace profundamente dividida y ofreciendo como resultado una propuesta de Constitución que no suscita mayor entusiasmo y sí una fuerte crítica, incluso, en sectores y personas que reconociendo haber votado en su momento en favor de la Convención Constituyente, hoy postulan el rechazo del texto que ella ha elaborado.
No me extraña el fracaso de la Convención. En una de las primeras columnas que escribí para El Líbero, señalé: “La nueva Carta Fundamental, temo, no será la Constitución de todos, sino de algunos, razón por la cual es ilusorio esperar que la inmensa mayoría de los ciudadanos la sientan como algo propio”. Así ha ocurrido.
Un buen signo de que la propuesta constitucional no es un texto compartido son los discursos de cierre de los convencionales. Violentos, algunos de los que han concurrido con sus votos a la aprobación del proyecto; desilusionados, aquellos que vieron rechazadas una y otra vez sus propuestas. Faltan por completo los discursos que habríamos escuchado al término de una Convención que hubiese elaborado una Constitución ampliamente compartida.
Si miramos ahora el texto aprobado, la convicción de fracaso es inevitable. Desde la forma al fondo la mala calidad de la propuesta es manifiesta. El lenguaje inclusivo, reiterado, nada preciso, pero minucioso y lleno de calificativos, se extiende a detalles impropios de una Constitución, a la par que deja vacíos en puntos importantes en que no hubo acuerdo. Así, no aparece el derecho a la honra entre los derechos fundamentales aunque sí el derecho al ocio, y tampoco se menciona a Carabineros, pero sí a los bomberos, benemérita institución cuya labor todos apreciamos aunque nunca la he visto en una Constitución.
La propuesta destruye instituciones fundamentales, sea que desaparezcan como el Senado, reemplazada por una anodina Cámara de las Regiones, o del Poder Judicial a cuya cabeza ha estado la Corte Suprema dos siglos, insertándose ahora los tribunales de justicia con las autoridades de los pueblos y naciones indígenas en un capítulo denominado “Sistemas de Justicia”, reflejo el mismo de un pluralismo jurídico de incierto contenido e impredecibles consecuencias.
El sistema político diseñado pone en riesgo, a su vez, la unidad del Estado y la estabilidad de la democracia.
El peligro que enfrenta la unidad del Estado surge de su carácter plurinacional y regional que lleva a la creación de entidades territoriales autónomas, entre las que destacan las autonomías territoriales indígenas y las regiones autónomas, dotadas de autonomía política, administrativa y financiera. Su existencia, atendidas sus atribuciones y recursos, no es difícil predecir que serán fuente de problemas y conflictos continuos que debilitarán la unidad del Estado de Chile.
El Poder Legislativo, en un bicameralismo asimétrico en que un fortalecido Congreso de Diputadas y Diputados predomina sobre la debilitada Cámara de las Regiones, tendrá a su frente al Presidente de la República en un sistema presidencial de gobierno. Tal escenario llevará a una alternativa cuál de las dos más peligrosa para el normal funcionamiento de la democracia: un enfrentamiento permanente entre el Presidente y el Congreso si en ellos predominan posiciones políticas divergentes, o si comparten ideas, a un autoritarismo de difícil contención por una segunda Cámara débil o por una Corte Constitucional carente de facultades eficaces de control.
El fracaso de la Convención en elaborar un texto constitucional que regule la convivencia política tiene, sin embargo, remedio. Pero este depende ahora de los ciudadanos y extranjeros residentes que votarán en el plebiscito del próximo 4 de septiembre. Ellos son quienes están llamados a decidir si aprueban o rechazan el proyecto de Constitución que los convencionales les han presentado.