Tanto la irrupción de Hugo Chávez en la política latinoamericana, como su muerte, acaecida hace diez años, fueron acontecimientos de gran magnitud en el amplio espectro de partidos y movimientos izquierdistas de la región. La lucha por el poder en cada país se volvió más tornasol, pues hasta ese momento, aquel sector actuaba desde el abatimiento y la melancolía por el derrumbe soviético. La cosa pública se veía en tonos grises oscuros. Con Chávez, las izquierdas empezaron a crear un mundillo nuevo.
Desde entonces, los nuevos sujetos sociales coparon la imaginación. El versículo leninista sobre las condiciones objetivas y subjetivas para la revolución y los simbolismos señeros, como tomarse el palacio de invierno o revivir la epopeya de la Sierra Maestra, se esfumaron.
Su gran vástago fue el Foro de Sao Paulo, el cual remozó por completo. Y su nieto predilecto, el Grupo de Puebla. Ambos se fueron dotando de un pathos diferente a todo lo anterior. A la par de interconectarse con sindicatos, movimientos indigenistas y colectivos de diversidad sexual, el chavismo capturó las mentalidades feudales a lo largo y ancho de la región, a la vez que estimuló la estridencia. Rápidamente anidó en el populismo y la demagogia. Hizo del fraude y la manipulación una cotidianeidad. Los líderes del Foro y del Grupo actuaron con osadía y flexibilidad para llegar al poder y, una vez conquistado, obsesionarse con la reelección. Ad infinitum.
A diferencia de los movimientos revolucionarios previos, del tipo castrista u orteguista, los hijos y nietos de Chávez dejaron de aplastar como hormigas a la oposición. Su pulsión creativa se orientó a crear narrativas adversariales. También ad infinitum.
Llevar la democracia a estados agónicos y hacer uso perverso de sus mecanismos, se transformaron en sus grandes objetivos. Sorprendieron al no anular el mercado, sino tratar de domesticarlo y ponerlo a su servicio. Por eso surgieron castas más flexibles que la rígida nomenklatura, al estilo soviético. Su símbolo, la boliburguesía.
La prole chavista también ha marcado a fuego el plano multilateral. Pese a sus altibajos, la Unasur y la Celac dejaron en los libros de historia a esos órganos militantes, tipo OLAS y OSPAAAL, de los años sesenta y setenta. Eran estructuras demasiado rígidas. El propósito multilateral pasó a ser entonces la promoción de articulaciones y alianzas, sin olvidar la lógica adversarial.
Como resultado, las izquierdas chavistas se transformaron en actor político relevante en la región. Han alcanzado el poder varias veces y abandonaron las múltiples experiencias guevaristas y maoístas en el rincón de los recuerdos románticos. No hablaron más de las derrotas en el campo de batalla ni de las luchas fratricidas, tan típicas en las décadas pasadas.
Aparte de una flexibilidad asombrosa, desarrollaron también una gran capacidad para adaptarse a convivencias nada fáciles. Y es que casi todos provienen de familias muy diversas.
Por un lado, están los huérfanos soviéticos, dedicados a sobrevivir, removiendo escombros. Cuba y Nicaragua actúan como el eslabón perdido en el tiempo. Por otro lado, están los sumergidos en prácticas populistas, ocultadas bajo pincelazos leninistas. Algunos lo hacen de manera acotada, como ese sagaz ecuatoriano Rafael Correa, quien, pese a los estropicios generales, mantuvo la dolarización del país. Otros han optado por prácticas populistas soterradas, como la Bolivia de Morales y Arce, quienes hasta poco se ufanaban de una engañosa estabilidad macroeconómica. También están los eternamente dominados por el desenfreno total, como Maduro en Venezuela. Y, en algún lugar de esa galaxia, aquellos extraños y erráticos asteroides, como AMLO en México o el matrimonio Zelaya en Honduras.
Sin embargo, lo interesante es la voluntad pasmosa por entrelazarse unas con otras, sintiéndose, curiosamente, atraídas mediante una especie de “homofilia”. Los estudios de redes definen la inclinación por iguales como “asortatividad”.
Esto explica el engranaje de solidaridades e indiferencias cruzadas observables en estas familias, muy celosas de no caer en anatemizaciones, como era tan frecuente en la época de los Castro. Por eso, mientras la mayoría toma tranquila distancia de Pedro Castillo y de Evo, AMLO solidariza con ambos de manera expresiva sin provocar espantos ni críticas. Por eso, también, algunos esquivan a Díaz-Canel, mientras Maduro y AMLO, lo asisten con intensidades diversas. Además, se ruborizan sólo a ratos con el troglodita Ortega. Lo abrazaron con efusividad durante los funerales de Chávez.
En suma, el irrefrenable demagogo venezolano, con su hybris tan característica, terminó generando un dinamismo real, pero, paralelamente, bien difícil de discernir. Cuesta distinguir las máscaras arriba de ese escenario doble llamado Foro de Sao Paulo o Grupo de Puebla, donde todos comparten floridos discursos anti-neoliberales.
Pese a ello, se pueden identificar algunas pulsiones básicas.
Gabor Steingart ha desarrollado un modelo caracterizador de grandes fuerzas políticas, inspirándose en la forma de ver el mundo que tuvieron intelectuales alemanes del siglo 19, como Goethe, los hermanos von Humboldt y varios otros. Estos dividían el campo deliberativo intelectual general entre plutonianos (o vulcanistas) y neptunianos.
El modelo refiere cómo los plutonianos buscaban encontrar las grandes explicaciones en las profundidades de la Tierra. La fuerza expansiva del calor interior debía ser el causante de todos los fenómenos en la superficie; desde los geológicos hasta los políticos y culturales. Es el choque de fuerzas violentas, colisionadoras, erosionadoras.
En cambio, los neptunianos (como el propio Goethe, especialmente en la segunda parte de su Fausto) ven los procesos deliberativos de manera más líquida y gaseosa. Para ellos, todo fluye con suavidad. La vida, desde que comenzó en los océanos, no sería otra cosa que una lenta e interminable evolución. La política y las artes, seguirían el mismo decurso. Imperturbable. Siempre asumiendo el brotar continuo de las fuerzas, en un ciclo sin fin.
Tomando a Steingart, podría asumirse que el mundillo chavista está dejando de lado su naturaleza volcánica, heredada de Fidel Castro, para ir combinándola con conductas cada vez más neptunianas. ¿No es eso en definitiva lo que pretenden cuando se reeligen una y otra vez?, ¿no es eso lo que persiguen al instalarse en el poder y tratar de usufructuar del mismo?
Es su tránsito de lo plutoniano a lo neptuniano lo que explica la escenificación de elecciones. En su fuero interno pasan a considerar grotesco adjudicarse el 99% de los votos, como solían hacerlo los hermanos Castro, Nicolae Ceauscescu y todos los arquetipos previos. Inmersos en la era de las redes sociales, saben los grandes costos de las medidas totalitarias. Aprendieron a ceder espacios a la oposición o disidencia. Minúsculos, por cierto. Pero algo más anchos que los soportados por Sajarov, Bierman o Cabrera Infante, cuando el totalitarismo vivía en su esplendor, rodeado de gulags y muros.
Nada de esto significa, por cierto, que las izquierdas chavistas se hayan vuelto benévolas. A diez años de su muerte, el balance de Chávez y su legado es prácticamente el mismo.
Más allá de sus momentos neptunianos o plutonianos, sus herederos y admiradores seguirán representando una pesadilla para las democracias. Sus despilfarros presupuestarios, su opción por el pobrismo y sus narrativas adversariales, la convierten en modelos, esencialmente, inviables.