En una primera entrega planteamos la duda en torno al modo reiterado en el que se ha venido desarrollando en Venezuela una serie de diálogos parainstitucionales con mediación foránea, entre el grupo de poder presidido por Nicolás Maduro y la oposición política. Luego de comentar el tránsito de Venezuela desde un régimen híbrido a uno propiamente autoritario, señalamos lo inusual que resulta la puesta en práctica de estos mecanismos en regímenes autoritarios, dado que usualmente se implementan en países que atraviesan conflictos armados, así como la preferencia que, curiosamente, el propio Maduro parece haber desarrollado por estos diálogos facilitados por instancias foráneas. Nuestra primera entrega se cerraba planteando de modo muy sucinto el modo en que convencionalmente se asume la cuestión venezolana.

En esta oportunidad profundizaremos en la caracterización de ese “encuadre general” desde el que, tanto dentro como fuera de Venezuela, suele abordarse su grave situación actual. En este sentido, priva la idea de que existe un “conflicto entre gobierno y oposición”, generado por razones que quizás conviene ir dejando atrás (no sin asumir cuotas de impunidad que se consideran inevitables) para pasar a enfocarse en la posibilidad de una transición gradual. Dicha transición tendría que producirse muy sutilmente, mediante la progresiva reinstitucionalización del país, rechazando así la violencia “venga de donde venga” y apostando por la “acumulación de fuerzas” de los partidos políticos de la oposición. Se parte del supuesto de que el rescate del chavismo para la democracia es tan deseable como posible, y que sólo desde un régimen de poder compartido —al menos durante un cierto tiempo— será posible atender la grave crisis humanitaria que azota al país. Una crisis sobre cuyas causas, según aseveran algunos, quizás no convendría discutir porque ello entorpecería las posibilidades del acuerdo deseado sobre las posibles soluciones.

De este modo, además, la participación foránea en la canalización del conflicto contaría con la ventaja de producirse desde un absoluto respeto a la soberanía nacional de Venezuela y una total ausencia de medios de fuerza, lo cual pasaría, a su vez, por el paulatino desmontaje de las sanciones norteamericanas y europeas a cambio del restablecimiento del orden constitucional en el país caribeño. Y aunque desde este encuadre general del problema no se ignora la influencia ejercida por potencias y actores externos, tales como los gobiernos de Cuba, Rusia, China o Irán, o de grupos delictivos como las disidencias de las FARC (“Nueva Marquetalia”) o el ELN colombianos, por lo general se le intenta bajar el volumen a estos hechos con la finalidad de facilitar las posibilidades de una salida negociada y presentar un cuadro más optimista y orientado a la acción.

A menudo se asume que este es el único enfoque constructivo desde el que se puede encuadrar el problema, el que evita males mayores y el único genuinamente realista. Entre los promotores de esta posición se encuentran políticos, investigadores, activistas sociales y actores económicos, tanto dentro como fuera de Venezuela. Muchos, obviamente, están movidos por una voluntad sincera de recuperación del país y consideran imperiosa la exploración de posibilidades de cooperación entre el chavismo y la oposición. Otros (entre los que se cuentan los tenedores de bonos de la empresa petrolera estatal PDVSA, repartidos por todo el planeta) sólo parecen interesados en que sus activos particulares, emitidos por un régimen autoritario, no pierdan valor. Tampoco faltan quienes parecen movidos por ambas razones al mismo tiempo.

Un punto en común entre todos los que apuestan por la negociación en los términos que se viene planteando actualmente es que las sanciones foráneas deben ser desmontadas para llegar a algún tipo de acuerdo. A cambio de ello, el chavismo accedería a permitir unas elecciones (sólo regionales, sin adelantar presidenciales) con las mínimas garantías aceptables para quienes acepten participar en ellas, así como para algunos de los gobiernos extranjeros que hoy en día no reconocen a Nicolás Maduro como el presidente legítimo del país. El propio Maduro, así como Jorge Rodríguez (designado actualmente como presidente de la Asamblea Nacional instalada tras las elecciones parlamentarias de diciembre de 2020, absoluta e ilegalmente controladas por el chavismo), han expresado sin sonrojo en diversas ocasiones que sin levantar dichas sanciones no habrá condiciones para unas elecciones limpias y transparentes.

A la tarea de cuestionar las sanciones no sólo se han dedicado los propios chavistas, sino toda una variedad de activistas, periodistas e incluso políticos de la oposición. Algunos militaron originalmente en el chavismo. Otros han optado por una línea de reconocimiento de la legitimidad del gobierno de Nicolás Maduro, asumiendo que lo contrario les acarrearía la irrelevancia política, la cárcel o el exilio. Entre todos han ayudado a promover la idea absolutamente falsa de que las sanciones son la causa de la crisis humanitaria en Venezuela, y de que existe una cierta equivalencia de medios y propósitos entre el chavismo y la oposición, equivalencia que justificaría una negociación eminentemente simétrica.

En realidad, las sanciones foráneas se iniciaron con Barack Obama en diciembre de 2014, y hasta 2019 fueron exclusivamente aplicadas a individuos que formaban parte del régimen de Nicolás Maduro. Sólo a partir de 2019, cuando la crisis humanitaria era una realidad consumada y el país llevaba ya más de dos años en hiperinflación, se extendieron las sanciones a otros ámbitos más generales. Por otro lado, la ausencia efectiva de medios de fuerza y de organización para su uso de parte de la oposición ha sido siempre absolutamente patente, mientras que los crímenes de lesa humanidad cometidos por el régimen que preside Maduro —que incluyen miles de ajusticiamientos, entre una amplia variedad de tipos criminales— han quedado reflejados en dos informes de la Comisión de Derechos Humanos de la ONU que preside Michelle Bachelet.

Todo esto debería tener severas implicaciones de cara al diseño e implementación de los procesos de negociación con mediación externa en Venezuela. No obstante, de momento, la negociación parece mantenerse centrada principalmente en alcanzar “elecciones aceptables a cambio de desmontar sanciones”. Maduro está particularmente interesado en este enfoque, por el que el problema del cambio de régimen se traslada al de una coexistencia y eventual cooperación económica entre democracias y autocracias. Entre los riesgos que entraña esta línea de acción, se cuentan la desatención de las razones profundas de la crisis humanitaria y del complejo juego geopolítico que hay detrás de un régimen revolucionario-gangsteril en la región, la impunidad con respeto a sus verdaderos causantes en Venezuela, y la pérdida —por parte de los demócratas— de mecanismos de presión para exigir el cumplimiento de los acuerdos. En otras palabras, la negociación podría dejar intactas las razones profundas de la problemática actual.

¿Se hace entonces necesario un “reencuadre” del proceso actual en Venezuela? A ello dedicaremos nuestra tercera entrega sobre este tema en particular.

Deja un comentario