Bastan varias décadas de progreso sostenido para que olvidemos una serie de riesgos y amenazas que siempre han acompañado a la humanidad. Si bien por un lado está claro que nunca como ahora los seres humanos habíamos contado con tantos adelantos técnicos –e incluso, morales– para proporcionarnos una vida más segura y confortable, por otra parte también es verdad que dichos adelantos con frecuencia generan no sólo una falsa sensación de invulnerabilidad, sino también de injustificada confianza en la facilidad con la que aparentemente se pueden resolver las dificultades.
Al igual que sucede hoy con la idea de que grandes guerras o revoluciones tengan nuevamente lugar, o de que la democracia pueda dejar de ser el régimen predominante de nuestro tiempo, también la posibilidad de que una gran pandemia azotara a todo el planeta se encontraba ausente en las mentes de muchos. Sólo quienes desde el cine y la literatura se dedican a la elaboración de distopías –así como también algunos científicos, usualmente poco conocidos, que desde diversas disciplinas examinan hipótesis aparentemente improbables– han seguido estimulando nuestra imaginación con la recreación de estas posibilidades catastróficas.
La actual pandemia ocasionada por el Covid-19 no sólo refresca contundentemente la necesidad de analizar este tipo de realidades recurrentes en la historia de la humanidad, sino que nos obliga también a afrontar el futuro cercano con una flexibilidad de la que a menudo carecemos cuando nos hemos acostumbrado a ciertas certezas aparentes. A menudo, la inercia y la rigidez mental son nuestro peor enemigo cuando de hacer frente a una realidad inusitada se trata; de ahí que la imaginación, la reflexión y el examen de la historia sean ejercicios útiles que nos ayudan a pensar mejor en la naturaleza de los retos emergentes.
De momento, y en primera instancia, está claro que ningún sistema sanitario en el planeta estaba realmente listo para afrontar una emergencia como ésta, independientemente de la relación existente en cada caso entre los sectores público y privado. Probablemente sea irreal e injusto suponer que los servicios de salud podrían estar preparados para una crisis como ésta, dado que la planificación de las políticas públicas ha de atender en primera instancia a las necesidades más regulares y frecuentes. La gestión de emergencias es siempre un ámbito incierto que, por regla general, contará con menos recursos de los necesarios en cuanto la emergencia aparezca. De hecho, mientras más excepcional sea dicha emergencia, mayor tenderá a ser el déficit en la respuesta.
Por desgracia, y tal como han señalado ya diversos especialistas y jefes de Estado, esta crisis tendrá un alto costo en vidas humanas. La pérdida de tantos seres queridos y la sensación de impotencia que genera su marcha por causa de una amenaza silente como es un virus tienen un impacto psicológico, sociológico y cultural de proporciones difíciles de imaginar. Por citar un solo ejemplo, se considera que el brutal impacto de la peste bubónica en la Europa de mediados del siglo XIV, vivida como un incomprensible castigo divino, fue decisivo para desencadenar reflexiones y cuestionamientos que –aparte de legarnos obras como el Decamerón de Boccaccio– mucho tendrían que ver con el posterior desarrollo del Renacimiento y la Reforma protestante.
Por otro lado, también comienza a ser evidente que los costos económicos de la pandemia serán colosales. A diferencia de la crisis global del 2008, que fue una crisis de liquidez, la crisis del 2020 comienza a desarrollarse como una crisis de consumo. La caída repentina de la demanda que ha propiciado la reclusión masiva y simultánea de la ciudadanía en decenas de países constituye un golpe inesperado que conducirá a la quiebra de múltiples compañías de todo tamaño. El impacto negativo sobre el empleo y el poder adquisitivo de amplias capas de la población no se hará esperar.
El problema no será la capacidad del mercado y de la economía capitalista para readaptarse –algo que puede darse por descontado–, sino el altísimo costo que la crisis reportará a las personas antes de poderse alcanzar un nuevo equilibrio. De ahí que los diversos Estados se vean obligados a intervenir mediante acciones enérgicas, tales como la inyección de recursos para mantener la estabilidad financiera y la legislación de emergencia para reducir el impacto nocivo sobre las PYME y los trabajadores con empleos más precarios.
Como consecuencia de lo anterior, es posible que el gran perjudicado de toda esta crisis sea el paradigma de la globalización liberal que ha predominado en el mundo durante las últimas tres décadas, el cual pasa por fronteras más abiertas, la defensa de las libertades individuales y la prédica del multilateralismo en el plano internacional. A la ya registrada proliferación de mandatarios populistas, corrientes xenófobas y regímenes híbridos e iliberales, podría sumarse ahora una demanda generalizada de mayor control estatal y gasto público. Lo anterior no sólo constituye un cóctel perfecto para propiciar grandes endeudamientos públicos y disparar inflaciones que –salvo casos verdaderamente anómalos– parecían ya controladas en nuestro tiempo; es también una oportunidad ideal para la irrupción y fortalecimiento de nuevos despotismos. Una muestra de lo anterior es que muchos vean en China, origen de la pandemia, un modelo a seguir de cara a la misma.
La década de los años 30 del siglo XX nos recuerda cómo, en diversos países, las secuelas de la Primera Guerra Mundial, las grandes inflaciones y la Gran Depresión, así como la demanda masiva de protección estatal y el descrédito de las ideas liberales, propiciaron el ascenso de movimientos y líderes populistas, autoritarios o totalitarios. Nos corresponde a todos impedir un curso semejante en nuestro tiempo.