Después del discurso del 28 de abril, Michelle Bachelet es otra. Pasamos de una candidata y Presidenta que se esconde tras la conveniencia del silencio, a una que busca reforzar el poder tutelar del Ejecutivo. Su discurso fue una especie de declaración de principios, una intención discursiva de refundar el país. Nos recuerda a ratos -pero con siderales diferencias- a un Arturo Alessandri que planteó aquello que a Balmaceda le costó la vida: el principio de autoridad presidencial.

Hoy en día, la rapidez del acontecer político mueve a los medios a concentrarse en el anuncio del proceso constituyente. Todos los planteamientos de cambio institucional pasaron desapercibidos para la opinión pública, lo que además refrenda que nadie se haya fijado en el tono. En su discurso, Bachelet mencionó solo una vez al poder coactivo del Estado y la importancia de la Constitución y las leyes para protegernos de él. Aún así, el grueso de sus palabras exudaba personalismo y reiteraba la lógica oligárquica de funcionamiento de los partidos. No deja de ser escandaloso que haya hablado de hacer más estrictas las regulaciones al nepotismo y al clientelismo, al mismo tiempo que deja en su puesto al director del SII y a todos los familiares de sus ministros que trabajan en el gobierno. Lo que hay ahí es una clara intención de crear un “año cero” para la refundación ética, pero sacando ventaja de él.

El esfuerzo por reforzar la autoridad presidencial puede ser fruto de la ignorancia o el error. Creer que el liderazgo se establece con anuncios “severos” y no con ejemplos, es clara muestra de confusión. Los ciudadanos no le piden al presidente que haga alarde de su enojo y poder, le piden que actúe en conformidad a lo que supuestamente cree. Si cree en la igualdad, querrán que sea sincera sobre el caso Caval y no decir que se “enteró por la prensa”. Si cree en el fin del clientelismo, querrán que el director del SII sea reemplazado por alguien sin conflictos de interés. En cambio, lo que hace es anunciar castigos que ponen en desventaja a la oposición y que la dejan libre de continuar las prácticas clientelistas al interior del aparato estatal.

Estos esfuerzos discursivos del poder presidencial no son nuevos. En nuestra historia hemos podido ver cómo el ideal de poder “impersonal” se ha vuelto más y más personalista. Fue así durante gran parte del siglo XIX y también lo fue casi todo el XX, donde se creyó que el gobierno presidencialista era la verdadera solución a la lógica oligárquica de los partidos. No cometamos hoy el mismo error. Que la Presidenta Bachelet quiera supervisar personalmente el reforzamiento de las instituciones ya es alarmante, pero que quiera utilizar el “poder del dinero” que tanto critica para presionar a los partidos a funcionar “éticamente”, podría ser hasta peligroso. Con el discurso de la Presidenta, sin duda alguna, estamos siendo testigos de un debilitamiento del poder soberano de las instituciones y volviendo a una época de liderazgos construidos a partir del carisma personal. Obviamente, esto conflictuará a una Bachelet acostumbrada a desapegarse del ejercicio de la autoridad y esperemos que no sea un preludio de un escenario peor.

 

Francisco Belmar Orrego, investigador Fundación para el Progreso.

 

FOTO: PEDRO CERDA/AGENCIAUNO

Deja un comentario