Hace poco un convencional de izquierda afirmó ante un medio que apoyará el borrador pues en la convención se ha identificado con cerca de 80% de los 499 artículos.

Me sorprendió que la decisión de apoyar o rechazar el cuerpo legal llamado a regir nuestras vidas se justifique empleando las matemáticas. Según esa lógica, para aprobarla bastaría con estar de acuerdo con 250 artículos, y para rechazarla con objetar no menos de 250. De razonamiento cuantitativo parecido emanó la tesis de que nadie debía opinar mientras no se hubiese presentado el borrador completo, como si no pudiésemos decirle a quien construye nuestra casa que no nos gusta como va quedando.

La decisión no debe adoptarse mediante un conteo de “likes” sino a través de, primero, un examen cualitativo que permita ubicar los artículos en conflicto insoluble con la propia visión de país y, segundo, examinando si existen puertas de emergencia expeditas para poder reformar la Ley Fundamental en caso de que una mayoría sólida lo considere imprescindible.

Temo que a estas alturas el debate en la derecha sobre el borrador constitucional haya derivado en una discusión jurídica para doctos e iniciados, lo que si bien revela responsabilidad ante la materia en disputa, corre el peligro de quedar divorciado del electorado indeciso y ajeno a temas constitucionales, a su lenguaje y sus emociones. 

Esto se tornó peligroso cuando los más radicales redactores del borrador colmaron con derechos, gratuidades y collares de cuentas lo que un día nos prometieron como una promisoria y convocadora “casa de todos”, y que para desgracia nacional ha terminado convertida en un árbol navideño tan deslumbrante como el de la ciudad de Nueva York y tan caro como el presupuesto de la misma. 

Que me disculpen los doctos, pero veo el borrador como un menú super económico que incluye una seguidilla de platos suculentos, pero de consumo obligatorio.

Me preocupa ahora que muchos escépticos del borrador confundan la fase de la disección crítica del enrevesado documento con la urgente fase de explicar al electorado en forma sencilla los riesgos que encierra un texto impuesto por la alianza de frenteamplistas, escaños reservados, comunistas, neoizquierdistas e identitarios. Recordemos que las encuestas de la OCDE del decenio pasado revelaron que “más del 80% de los chilenos no entiende lo que lee”. 

Este aldabonazo barrido en Chile bajo la alfombra debe ser considerado a la hora de intensificar la campaña con vistas al próximo 4 de setiembre. Los datos nos alertan que el soberano va desnudo, y que conviene traducir la materia para los indecisos y los poco versados en derecho constitucional. Se trata de ilustrar en forma comprensible el precipicio hacia el cual nos arrastra el borrador elaborado por una Convención Constitucional desprestigiada. 

Que me disculpen los doctos, pero veo el borrador tal como me lo describió hace poco un avispado albañil mientras yo esperaba el bus en una plaza de Limache: como un menú super económico que incluye una seguidilla de platos suculentos pero de consumo obligatorio. Todos lucen apetitosos, me dijo el albañil, pero algunos contienen ingredientes nocivos para la salud y convierten el menú en comida letal. 

La ingeniosa metáfora me simplificó las cosas y me llevó a buscar los ingredientes letales del menú. Comencé entonces la búsqueda en el plato pueblos originarios, que me seduce pues aspiro a contar con una nueva constitución que permita un Chile más inclusivo, justo, libre y horizontal. 

No pienso en renunciar a una conquista que a la humanidad le costó siglos de lucha, sangre y tormentos alcanzar: el principio de “una persona, un voto”.

Caí en los escaños reservados y el derecho a veto para pueblos originarios (en desmedro del resto de los chilenos). No abrigo nada en contra de pueblo originario alguno, entre otras cosas, porque tras 500 años de mestizaje muy pocos chilenos son “puros” como algunos creen. En fin, rechazo escaños reservados y vetos en manos indígenas porque me niego a aceptar que el voto mío, de mis padres, esposa, hijos o nietos, vaya a valer menos que el de otros chilenos por razones raciales o subjetivas. Además, no pienso en renunciar a una conquista que a la humanidad le costó siglos de lucha, sangre y tormentos alcanzar: el principio de “una persona, un voto”, como exigía Nelson Mandela en la Sudáfrica del deleznable apartheid.

Hay otro ingrediente letal en el menú de consumo obligatorio: instaurar dos sistemas de justicia, uno para los pueblos originarios y otro para “chilenos”. ¿Qué significa esto para uno el día en que enfrente una disputa laboral, civil o criminal con un indígena? ¿Gozaré de plena igualdad ante la ley, o saldré perjudicado como los siervos de la gleba ante los señores feudales? ¿Y en qué códigos están registrados los otros cuerpos legales, o sólo los míos están escritos? ¿Quedan por ejemplo los originarios exentos de defender a la patria en caso de una agresión militar, o sólo yo y mis descendientes están obligados a prestar ese servicio? ¿Saben los que aprobaron esos artículos que la igualdad ante la ley es la esencia de la democracia representativa, liberal y occidental con la que nos identificamos? No acepto que se me ofrezca el pasado como futuro porque me resulta reaccionario y pétreo.

Pero los ingredientes letales no se agotan en lo mencionado. Por ejemplo, tampoco concibo que los pueblos originarios tengan derecho a la autodeterminación, vale decir, a segregarse cuando lo deseen del país con lo que consideran sus tierras ancestrales, sea para vivir en forma independiente o integrado a otro país. Imposible que una nación alcance un mínimo de estabilidad interna y de seguridad fronteriza si vive bajo la incertidumbre permanente de que parte de su territorio pueda desgajarse y unirse otra constelación nacional. De cundir esto internacionalmente, el mundo será un infierno y representará un peligro existencial para países que no son potencias mundiales. 

No somos un país europeo pero tampoco uno originario, sino uno orgullosamente mestizo.

Tampoco me apetece este menú de consumo íntegro y obligatorio sobre la mesa pues hoy constituimos una nación que comprende diversidad en un territorio indivisible, y esa unidad en la diversidad la integran diferentes pueblos, culturas y migraciones, cuya vertiente cultural y espiritual más influyente, qué duda cabe, proviene de España, país por cierto en el cual han dejado enriquecedora impronta, entre otros, fenicios, celtas, romanos, germanos, judíos, árabes y latinoamericanos. 

La lengua, la religión, los valores, nuestros nombres y apellidos, muchos de nuestros rostros, las culturas y la articulación nacional inicial y actual, lo pregonan al viento. Lo sabemos: no somos un país europeo pero tampoco uno originario, sino uno orgullosamente mestizo, fruto original de variados sarmientos humanos que se dieron cita (y siguen dándosela) en este último confín del mundo. Rica es la nación que se nutre de muchas otras y que las incorpora, mezcla y recrea y a la vez conserva un sello permanente que le concede un perfil y un alma única.

También son destacables y enorgullecedores la influencia racial y los aportes espirituales y culturales mapuche y de otros pueblos originarios, pero a nada conduce negar, condenar o tratar de invisibilizar la enriquecedora, maciza y modernizadora influencia de españoles, alemanes, franceses, ingleses, croatas, italianos, árabes, judíos, chinos, coreanos, bolivianos, peruanos, haitianos, venezolanos, cubanos, en fin, la influencia de los que, como todos los que habitan Chile, llegaron de afuera y aportaron y aportan a lo que hemos sido, somos y seremos, fuentes que seguirán contribuyendo a esta nación que no deja de cambiar pero que a la vez conserva un alma común, permanente y soterrada, que sigue siendo, pese a su incesante cambio, específica y original. 

También me opongo al menú que impone desplazar a más de 420 mil chilenos de los campos, pueblos y ciudades en que habitan para restituir tierras que comités de originarios consideran ancestrales. Dantesco e insólito convertir a millares de compatriotas en refugiados en su propia patria. ¿Y quién llevaría a cabo el éxodo forzado? ¿Carabineros, las fuerzas armadas, la CAM y otros grupos declarados terroristas por la Cámara de Diputados? 

En la unidad en la diversidad radica la fortaleza de Chile y la garantía para sobrevivir en un mundo cada vez más complejo, competitivo, peligroso, incierto y a la vez promisorio. Rechazo, por lo mismo, los fantasiosos y delirantes relatos sobre razas puras, propios de racistas, supremacistas y talibanes, que se habrían mantenido impolutas a lo largo del tiempo y ven nuestro futuro en su retrovisor. Tengo una pésima noticia para ellos: cada día la humanidad es más mezclada, más mestiza y más “impura”. Ideas febriles no construyen país, sino que cultivan más odios, resentimientos, divisiones, tensiones y trágicos conflictos. 

El único pasaporte de Chile hacia un futuro mejor, más próspero, inclusivo, justo y horizontal pasa por la premisa de asumir nuestra enriquecedora diversidad en la más sólida unidad. Ese, y no la disgregación territorial ni el fomento de la polarización y división nacional, debe ser el corazón de una nueva constitución política para Chile. 

El albañil del paradero de la plaza de Limache tenía razón. No importa cuán económico y delicioso sea el menú de consumo obligatorio que nos ofrecen. Basta con identificar uno de sus ingredientes letales para rechazarlo por completo. 

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Roberto Ampuero

Escritor, excanciller, ex ministro de Cultura y ex embajador de Chile en España y México. Profesor Visitante de la Universidad Finis Terrae

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