Así se expresaba recientemente Frank-Walter Steinmeier, presidente de la República Federal de Alemania, en una conversación con periodistas a los que recibió en su residencia oficial. El tema era, lógicamente, la guerra de Rusia contra Ucrania. El presidente alemán reconoció con sencillez que se había equivocado en el trato con Vladimir Putin, a pesar de las advertencias recibidas sobre la escasa fiabilidad del gobernante ruso. Steinmeier es un político veterano, estrecho colaborador del ex canciller Schröder y vicecanciller y ministro de Exteriores con Merkel: hay que suponer que conoce bien la escena internacional.

Steinmeier no escatimó en la autocrítica: “Mi apreciación fue que Vladimir Putin no asumiría la completa ruina de su país, económica, política y moral, en aras de su delirio imperial. Aquí me equivoqué, como tantos otros”. Por ejemplo, calificó de error la apuesta alemana en favor del gaseoducto Nord Stream 2, al que hace unos meses había considerado  “puente” en las relaciones entre ambos países. En general, el presidente realizó un “balance amargo” de la política alemana en relación con Rusia: “Hemos fracasado en la construcción de una casa común europea con Rusia incluida. Hemos fracasado en el intento de integrar a Rusia en una arquitectura de seguridad europea”. Steinmeier atribuye a Putin la responsabilidad de la guerra, “pero eso no nos exime de la tarea de reflexionar sobre nuestros errores”. Respecto del futuro inmediato se mostró más bien pesimista: “Estoy convencido de que con una Rusia gobernada por Putin no se volverá al statu quo anterior a la guerra”.

Hay que admirar el talante ético del presidente alemán: no es frecuente ver a alguien investido de autoridad reconocer con sencillez y sin disculpas errores de tanto calado. Durante años he recogido y publicado declaraciones de “famosos” de ámbitos variados, desde la política al deporte pasando por la farándula y la economía, con un título pronunciado literalmente por ellos: “No me arrepiento de nada”. Gente que ha pasado por situaciones lamentables y desastrosas, que se resiste a admitir el menor atisbo de culpa. Supuestos líderes sociales, llamados a dar ejemplo, incapaces de asumir la menor responsabilidad. 

Es humano que haya desajuste entre el ser y el deber ser: casi nadie cumple al cien por cien las metas que se propone. En esa tensión por alcanzar el ideal se prueba la calidad ética de la gente. Lo que caracteriza a las buenas personas es que se esfuerzan por estar a la altura, no desisten aunque los obstáculos externos y la propia fragilidad inviten a rendirse: ¿para qué aspirar al heroísmo si puedo conformarme con la mediocridad generalizada? 

Nadie es infalible, todos cometemos errores. Los motivos pueden ser muy variados: ignorancia, ligereza, debilidad, miedo, maldad. Como es evidente, los que ejercen la autoridad están más expuestos, y también más obligados. Los antiguos romanos decían que las magistraturas eran onus et honor, una carga y un honor. Son personas como las demás, pero su condición les impone especiales obligaciones y están sometidas a un escrutinio permanente. Está bien que se les exija más que al común de los mortales (el nuevo gobierno chileno está sufriendo en su propia carne esta experiencia universal: de la fácil denuncia callejera a la difícil tarea de resolver los problemas nacionales). Deberían darse cuenta de que mostrar su fragilidad y disculparse no socava su autoridad, sino que la refuerza. Nadie espera que su jefe sea perfecto. Afortunadamente, se acabó el tiempo de los líderes infalibles, sin debilidades ni limitaciones, auténticos superhombres. Tal vez podíamos admirarlos, pero en ningún caso imitarlos ni seguirlos. En personas así no cabe confiar. Llega la hora de líderes verdaderamente humanos, cercanos, vulnerables, capaces de reconocer sus errores y de rectificar sin miedo a que los demás se enteren. De este modo la autoridad no solo no se pierde, sino que sale reforzada. Necesitamos políticos y líderes como Walter Steinmeier, con la humildad necesaria para aceptar sus errores y dispuestos a corregirlos.

*Alejandro Navas es profesor de Sociología en la Universidad de Navarra.

Deja un comentario