Pongamos nuestra humanidad actual bajo un lente de aumento. Más pareciera estar enredada en una pegajosa y fangosa masa de indefiniciones y odios pueriles, que acosada por una volatilidad que escaparía a nuestro control. Se habla de crisis, de decadencia, también del “precio del desarrollo”. En medio de ese fango damos aletazos en cada terruño que asoma por sobre un mar encabritado cuyo nivel va en constante incremento. Nunca antes hubo tantas posibilidades de entrar en razón, puesto que el arsenal tecno-científico disponible así como las buenas intenciones políticas a todo nivel podrían no sólo curar nuestros males, sino que prevenirlos. ¿Qué es lo que ocurre, realmente? No sería del todo errado culpar al empedrado. Pero ese empedrado lo hemos construido nosotros mismos, con esfuerzo y mala voluntad. Con olvido de las lecciones del pasado.

Hay multitudes que consciente o inconscientemente ansían barrer la historia bajo la alfombra de precisamente ese olvido. Este fenómeno afecta al grueso de las sociedades del planeta. Mientras más se sabe, menos se quiere saber… a no ser que se trate de chismes y fake news. Nuestra miopía nos hace endosar la culpa a las comunicaciones instantáneas, a las redes digitales casi siempre invisibles, a la política y a la economía. Con plenitud de razón nuestros descendientes preguntarán por nuestra estupidez. Y no será sólo por la tumultuosa economía política que les legamos. Será sencillamente por el cariño que profesamos al instinto tanático del género humano, esa pulsión de muerte identificada por el viejo Freud. Es a nuestros hipotéticos descendientes que tocará pagar nuestro funeral, aunque más probablemente sea trocando su costo por algún tubérculo infestado -así de sencillo. Esta no es una postura de velado marxismo, de corrosivo anarquismo, de exageradas posturas verdes o de un socarrón escepticismo… y menos aún del “populismo fascista”. Es sencillamente un análisis del más sano de los conservadurismos, ese que aprende de la historia y profundiza en sus lecciones, asumiendo los errores y heredando valores y experiencia humana, en el sentido de humanidad humanista. Ese que es partidario del progreso, no del “progresismo” –vaya término. Ese que encara la realidad invisibilizada del presente, que no se miente a sí mismo a la hora de batallar en favor de los valores sobre los que se sustenta nuestra sanidad mental, siendo por eso capaz de advertir y describir sin rodeos la caja de explosivos sobre la que dormitamos, que no queremos ver ni preferimos conocer.

La realidad geopolítica del tiempo presente, tan estúpidamente construida por hombres que tropiezan mil veces con los mismos errores, debiera darnos más que una lección; para sólo mencionar algunos de los más garrafales de nuestros últimos cien años: el nefasto Tratado de Versalles, el trazado de fronteras nacionales entre países del Oriente Medio inexistentes antes de 1945, o las espantosas decisiones tomadas en Yalta, o la arbitraria reforma de las nacionalidades balcánicas, o la insensata construcción de entelequias políticas como el socialismo comunista,  o el apoyo ciego a tóxicas ideologías extremistas como la hitleriana, o el entusiasmo con personajes ya asesinos, como el malhadado “Ché”, y a demagogos como los secesionistas catalanes y de otros pelos, o con los dictadorzuelos de acá y de allá, o el fanatismo político con todas sus consecuencias; en fin, tropezones que bien podríamos haber evitado si sólo nos hubiéramos dedicado unos minutos a practicar la clásica sindéresis que recomendaban en tiempos antiguos. En verdad, hemos caminado desde siempre por un pedregal de insensateces que nos tienen como estamos: sentados sobre un container lleno de uranio enriquecido, puesto que la pólvora ya pasó de moda. Del mencionado fango emergen algunas cumbres volcánicas que remecen inexorablemente nuestros suelos.

La limitación que impone el formato periodístico obliga a enfocar sólo algunas de estas cumbres volcánicas, las más sobresalientes en medio de un magma viscoso que no permite ver ni la maravilla que es el ser humano, ni la hermandad genética y mucho menos el ADN histórico y espiritual que nos es común. Así que, ¡vamos por esas cumbres! Son pocas, se imponen en las primeras planas y parecen difíciles de escalar:

La llamada guerra comercial entre los Estados Unidos de Norteamérica y la República Popular China: todo el mundo pone atención a la potencial debacle económica, a las pérdidas en las bolsas mundiales, a exportaciones e importaciones amenazadas, pero no a la lucha soterrada por la hegemonía mundial ni a las amenazas que ella plantea a la humanidad. Una y otra vez resuena la poco feliz frase de Bill Clinton: “¡Es la economía, estúpido!” Si sólo fuese la economía, podríamos vivir en paz. Podríamos ponernos de acuerdo y todo quedaría en manos de convenios comerciales de la especie que prefiramos. Pero, es la historia, ¡hombres tontos!, ese ADN –no sólo biológico sino que especialmente mental- que formado a lo largo de miles de años marca y define nuestras existencias humanas, tanto individuales como sociales. La historia viene a ser la anamnesis del género humano, es decir, el rescate de datos que fueron registrados en el pasado, trayendo la información al presente. ¡La historia nos debe enseñar para que podamos encarar el próximo examen a que nos someterá la vida y la convivencia!

China y Estados Unidos comparten hoy una misma civilización, ideológicamente científica y políticamente tecnocrática. Pero no sus culturas y, por tanto tampoco sus conceptos de lo que es un régimen democrático, ni sus respectivas definiciones de un estado de derecho moderno, ni su comprensión y concepción del mundo (Weltanschauung). Tenemos nuevamente -y que nadie lo pase por alto- un mundo bipolar. Nuestro inconsciente sigue identificando a “Rusia” como la otra gran potencia. Pero la Rusia actual no es la Unión Soviética, que era un continente significativamente despoblado aunque con riquezas sustanciales, gobernado por un bolchevismo dictatorial y más que a menudo asesino. Su caída y desmembración dejó una latencia de unificación y de conquista expansiva (¡Crimea, Ucrania!). La santa Rusia inmensa y única fue el sueño de Iván el Terrible. Como él, los comunistas post 1917 mantuvieron esa unión a sangre y fuego, ya que el “Padrecito Zar”, otrora símbolo de la gran e invencible santa Rusia, había sido asesinado, desapareciendo así el elemento aglutinante de diversas naciones, razas y pueblos, habitantes de también continentes diversos (Europa y Asia). Rusia es hoy un inmenso país en vías de desarrollo, aunque dotado de un arsenal capaz de aniquilar a toda la humanidad. Sus movidas en el tablero geopolítico son arteras, de modo que en ese sentido se trata de una bestia herida. Probablemente pasarán décadas antes de que recupere su posición y los pasos que dará para alcanzarla son imprevisibles. Su desmembramiento tras la “caída del muro” precipitó al gigante en un nuevo capítulo de su historia, una historia a todas luces truncada, siendo éste su verdadero problema contemporáneo. Pero, volvamos sobre el estado del arte de los dos grandes polos actuales y su temible actividad volcánica.

La capacidad técnico-bélica de los Estados Unidos lejos supera a la de China. Pero ésta se siente segura con fuerzas de mar y de aire bien y modernamente equipadas y una infantería de millones y millones de hombres y mujeres en overoles grises blandiendo armas de alcance limitado. Nuestro gigante del hemisferio norte podría “barrerlos en pocas jornadas”. Así se calcula y así se olvida el reconocimiento y respeto entre los humanos. Pero, la República Popular también llegó a la luna y ¡sorpresa!, ¡a su cara oculta! Es difícil, sin embargo, que culturas tan disímiles -una con 5 mil años de historia y la otra con apenas 400, una práctico-confuciana-maoísta, la otra capitalista-cristiana-secularizada- lleguen a lo que anhela el resto del mundo. Hace 2.800 años, la noción de otro-mundo-más-allá-de-las-especulaciones era locura de poetas y emperadores. Hace relativamente escasos siglos el descubridor Marco Polo regresó un día desde el Celeste Imperio a la actual Italia. Elogió la hospitalidad, sabiduría, tecnología y artes chinas; había trabado una relación de enorme confianza mutua con el entonces emperador y retornó alborozado. El resto es historia de desencuentros con lo que llamamos Occidente. La cosa no va por el lado comercial, va por las enormes diferencias que, para poder convivir, tienen que ser superadas. La descalificación que se hace de China en nuestro hemisferio es tan tonta como aquella china de nuestra orientación espiritual y libertaria, si bien nosotros mismos hemos ido reduciéndola a pieza de museo.

Hablando de volcanes menores, pero no por eso apagados: nuestra América Latina, que más que calificar con palabras, deberíamos hacerlo con lágrimas. Casi todos los países que conforman la unidad política y cultural llamada América del Sur caen una y otra vez en aquello que los signa como naciones apenas adolescentes. Los historiadores de variadas corrientes han hablado del eterno retorno de lo mismo. Nuestros países son mortificados tanto por un insidioso acné como por un confuso despertar sexual y también por su manía es buscar soluciones en otra parte y no inventar casi nada. Sumemos esta viscosidad adolescente al cúmulo de ambiciones políticas destructivas y permanentes que nos mantienen presos en un torbellino de flagelaciones y auto-flagelaciones.

El Asia sudoriental se enreda en constantes dramas tribales y en las consecuencias del trazado extranjero de sus fronteras, pero exhibe un desarrollo material que sólo puede ser consecuencia del acopio de experiencias más que tres veces milenarias. India está meditando, pero no dormida. Su desarrollo tecnológico y científico nunca es suficientemente advertido. Pertenece también al vasto grupo de naciones que han adherido a la civilización que surgió entre nosotros. Pero su cultura tiene al menos 5 mil años. Eso no es óbice para calificarla como país en desarrollo. Seguramente otros querrán sumar más volcanes medianos, como el mundo del “mar Pacífico” y el África. Este continente merece de por sí un análisis más extenso.

Los otros dos volcanes mayores son radicalmente diferentes, pero los une el rechazo mutuo. Uno es de erupciones cada vez más violentas y el otro está en plena fase de implosión. Hablamos del mundo islámico y del mundo europeo-cristiano-secularizado y capitalista. Los gravísimos problemas que habitan al primero son tanto endógenos y sectario-religiosos como causados por las desatinadas decisiones geopolíticas de las potencias occidentales y también de la reconvertida Rusia multiétnica y expansionista. Pero su eje, su verdad última, es un dios que por boca de su profeta ordena la guerra como medio de conversión de los infieles. Y ese imperialismo de conversión religiosa redunda en una causa común que forja un poder que se hace sentir peligrosamente.

El otro volcán, aquel en plena implosión con una fumarola que se desvanece, es la cuna de todo lo que llamamos “civilización occidental”. ¿Quién querría cargar con semejante peso? Los europeos están cansados de Europa, por lo cual le abrieron las puertas a su propia destrucción. La política de puertas abiertas y la enajenada promoción de las inmigraciones han llevado al “viejo continente” millones de cuerpos extraños que es incapaz de digerir. En Londres viven algo así como el doble de inmigrantes que londinenses británicos. En París hay zonas enteras vedadas al ingreso de franceses, no sólo a las policías, sino que incluso a las bienintencionadas ONG que nominalmente acuden en su apoyo y socorro, aunque casi siempre acaban atizando aún más el fuego. Las mezquitas hacen multitud en todas las capitales europeas, algo no en sí reprobable, pero es de lamentar que bajo sus minaretes oculten a instructores que promueven el extremismo y siembren el radicalismo islámico. Bástenos con hacer un recuento de las permanentes agresiones –muchas veces mortales- que sufren los suecos en Suecia, los alemanes en Berlín y numerosas ciudades menores, los británicos en Londres, Liverpool y tantas otras ciudades, los periódicos y los turistas en Francia, etc. Se trata de hechos indesmentibles y de ocurrencia constante. Sobran los videos e imágenes que circulan por las redes sociales en que musulmanes de todas partes de ese vasto mundo declaran “vinimos para quedarnos”, profiriendo acto seguido toda suerte de amenazas y agitando el puño contra los “decadentes europeos”. Cuesta imaginar que hoy, hoy mismo, el anti-judaísmo prolifere en toda Europa. Cientos de miles de judíos han debido abandonar Alemania porque sienten que sus vidas corren peligro. Esta situación es prácticamente desconocida para quienes están demasiado mal informados en estas latitudes nuestras. Hay regiones europeas completas en que los judíos son acosados y vilipendiados. Este y otros tantos exabruptos medievales pretenden ser justificados con el argumento de que sería una justificada lucha del Islam contra el estado de Israel. El tema migración es delicado: palos porque bogas y palos porque no lo haces. Hablar en desfavor de las migraciones multitudinarias puede costar caro. Hay demasiados bienpensantes que no perciben que las inmigraciones no son siempre un aporte. En el caso de Europa han resultado devastadoras. Sin embargo, si se levanta la voz al respecto, pronto se es descalificado y caratulado de “fascista” o “populista”.

No se puede tampoco olvidar la terrible persecución que sufren los cristianos a manos de los islamistas tanto en África como en todo el Oriente medio. Ha cobrado miles de víctimas inocentes y casi nada se publica al respecto. Sus “derechos humanos” no interesan al espíritu izquierdista que se ha enseñoreado en los medios de comunicación. El llamado “progresismo” ha usado la siniestra arma de la hipocresía: su ideología, su “deber pensar”, no debe comprenderse más que como la secularización total y completa de todas las sociedades humanas, sin distingos ni diferenciación, es decir, la destrucción de todas las culturas propias de los pueblos del planeta con el fin de una “liberación” que lleva directamente a una dictadura global anclada profundamente en los principios de un materialismo dialéctico que, si bien ahora camuflado, no tiene más proyección que asegurar el poder en manos de una élites conformadas por “los más iguales entre los iguales”, v. gr. los burócratas internacionales enquistados en las esferas superiores del “internacionalismo” de trasfondo socialista. Lo que éstos llaman eufemísticamente “democracia” no es en absoluto el gobierno de hombres libres por hombres libres. Este es, qué duda, el otro flanco catastrófico que promueven los “igualitaristas” para permitirles pescar a lodo revuelto. Se ha protestado hasta el cansancio contra la necesidad de establecer democracias “defendidas”. ¿Consecuencia? La incesante debilitación del sistema que Churchill criticaba, pero aceptaba como el menos malo de los posibles. El notorio fortalecimiento de gobiernos reacios a la dictadura de los burócratas internacionales es atacado sin consideraciones ni distingos. No es difícil adivinar quiénes tiran de los hilos.

El capítulo Europa es complejo y multifacético. Después de la guerra franco-prusiana de 1870-1871 Europa vivió en general un período de sorprendente y relativamente estable paz. Sarajevo marcó el más desastroso punto de inflexión. Muchos habrán visto imágenes –incluso cinematográficas- de vieneses y berlineses corriendo eufóricos por los bulevares tras las primeras escaramuzas bélicas al son de los gritos de “guerra, guerra, al fin guerra”. ¿Qué más se podía entonces esperar? Cayó el mundo de antaño. Las convulsiones de la primera post-gran-guerra son conocidas. El Tratado de Versalles fue de tal modo estúpido que de él nació –y muy pronto- la guerra de Hitler. Esta terminó por liquidar a la cuna de Occidente, permitiendo el surgimiento de las dos superpotencias que nos tuvieron en vilo durante más de cuatro décadas. En lo aparente, los países del viejo continente se recuperaron y “democratizaron”. Pero no construyeron sobre su historia, más bien sobre sus ruinas. La culpabilidad sentida por los antiguos países del “Eje” por las atrocidades cometidas no quedó sin consecuencias. Alemania, centro de esa conspiración contra la humanidad, reconstruyó cada pieza, cada ladrillo, de sus antiguas ciudades “tal como eran”. Pero esa forma de asumir el pasado no pudo arraigar de verdad: hasta el presente se persigue judicialmente a muchos de los esbirros del nazismo –aunque en su mayoría hayan muerto o permanezcan ocultos, los mitos al respecto abundan- pero la culpa colectiva sigue ahí, subconscientemente, al menos. Su política de absoluta apertura de fronteras, tan bien orquestada por la políticamente ya fenecida Canciller Merkel, responde a ese “humanismo” culposo, inspirado por el “progresismo” de izquierda. En Francia ya casi nadie duerme tranquilo por las convulsiones instigadas en su mayoría por inmigrantes islamistas. El moderno eje Francia-Alemania, que permitió forjar la Unión Europea, ha derivado en una entidad política supranacional tan dominante que hay buenas voces europeas que hablan del “califato de Bruselas”. El Brexit, lo apoyemos o no, es un desesperado intento de los británicos por restablecer sus antiguas glorias de nación independiente. Y ya se ha visto cómo van las cosas. Bruselas no amenaza con invadir, pero sí con estrangular. Suma y sigue. Ya analizaremos más en profundidad el drama europeo, que nos concierne profundamente, nos compromete y nos llama. La sintomatología revela a las claras que la enfermedad debe llamarse “decadencia”, precisamente esa tan acertadamente analizada y comprendida por Oswald Spengler en su magistral “Decadencia de Occidente”, escrita a inicios del siglo pasado.

 

Martín Bruggendieck es filósofo de la cultura y escritor.