Con su habitual manejo de escena, el ex presidente Ricardo Lagos irrumpió en el debate de la desaceleración, criticando la falta de decisión política para invertir en infraestructura y la lentitud de las concesiones en los últimos años. Con sus palabras, descolocó a La Moneda, que supongo calculó que era más beneficioso declararse en sintonía que entrar a pelear con el más estadista de los ex mandatarios de la Concertación. Pero el tema va más allá de un roce más entre los socios de la Nueva Mayoría. Las palabras de Lagos motivaron fuertes quejas de sectores más extremos, que ven tras las concesiones un intento de limitar la fuerza con la que el programa de Bachelet instala al Estado como eje en todas las áreas. Llegué a escuchar en la radio a un encendido detractor que acusaba a Lagos y compañía de querer “concesionar el país”.

El tono de la discusión que abrió Lagos parece llevar irremediablemente a la palabra concesión a la misma categoría basureada de otros términos como lucro, privatización, flexibilidad y subcontratación, entre otras. No fue de un día para otro: primero se transformaron en términos incómodos que se decían en voz baja, después se empezaron a evitar en el discurso político y ahora son derechamente ofensas. Un ejemplo: “Lucrar” a estas alturas es peor que abusar y más bien algunos lo están empezando a usar como sinónimo de robar. ¡Y lucrar es simplemente la ganancia que se percibe por una actividad! Lucra el señor que recibe un sueldo, lucra el taxista, lucra el que arrienda una casa, lucra el dentista, lucramos casi  todos.

Así como el lucro, las concesiones van camino a sumarse al glosario de palabras manchadas.

Y eso supone, una vez más, achicar la cancha a los privados en la sociedad. Lo más triste es que las concesiones suponen, en muchos casos, y contrariamente a lo que predican sus opositores, aumento de oferta pública. Los hospitales concesionados son más camas para las redes asistenciales. Así, al demonizar las concesiones, el mensaje es que ni siquiera los privados pueden aportar con su eficiencia en los procesos para aumentar el aparato estatal. A este paso, en unos años más va a tener que salir el Ministerio de Vivienda a contratar obreros de la construcción para levantar las viviendas sociales.

No nos engañemos. Las palabras que usamos van marcando nuestros destinos, quizás tanto como las acciones. El ejemplo más reciente es la instalación de consignas, como “Chile es el país más desigual del mundo” o “fin al lucro en la educación”, que nos tienen hoy sumidos en una ola de reformas mal enfocadas y peor diseñadas. Si en vez de esas, las frases, las pancartas, hubiesen dicho “Más crecimiento para un Chile sin pobreza” o “educación de calidad”, sin duda otro gallo cantaría.

No queda más que resistirse a seguir alargando la lista de palabras sensatas que pasan a ser abominables y tomar conciencia de que el cómo decimos algo es tan importante como lo que decimos. Podríamos partir estas semanas que vienen por hablar de “alza de impuestos” en vez de “reforma tributaria”. Y después seguir buscando cómo transmitir que tras la llamada “educación gratis y de calidad” para todos, que pregona el actual gobierno, no habrá ni gratuidad para los que lo necesitan ni mejor calidad, sólo pérdida de libertad que pagarán bien caro todos los estudiantes chilenos.

FOTO: JOSE FRANCISCO ZUÑIGA/AGENCIAUNO

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