El pasado julio, el secretario de estado norteamericano, Mike Pompeo, anunció la creación de la “Comisión de Derechos Inalienables”, cuyo objetivo es asesorar al gobierno en materias de derechos humanos en el plano internacional. La comisión, encabezada por la profesora de Harvard Mary Ann Glendon, “dará una mirada fresca al discurso de los derechos humanos, el cual se ha separado de los principios fundantes de la nación, es decir, los de la ley natural y los derechos naturales”. Así se anunció su creación en el periódico del gobierno estadounidense.

La iniciativa de Pompeo evidencia cierta preocupación por la manera en que hoy se concibe el derecho internacional de los derechos humanos. Y si bien la realidad de Estados Unidos no es la nuestra, las sospechas en esta materia no se encuentran muy alejadas. Basta pensar en la carta enviada por el Presidente junto con otros cuatro países a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos hace algunos meses pidiendo más autonomía para los Estados, o en las críticas a la eventual ratificación del Protocolo Facultativo de la CEDAW. Para muchos, estas aprensiones pueden ser exageradas y retrógradas, sin embargo, hay elementos a los que es importante poner atención. 

Por ejemplo, los tratados internacionales sobre derechos humanos en general están formulados en términos amplios, de modo que no es fácil delimitar el contenido específico de los derechos ni quiénes son los obligados. Las cortes internacionales, entonces, deben realizar una labor interpretativa que, dada la formulación del texto, suele ser bastante libre. Inevitablemente las cortes incorporan en su análisis consideraciones políticas y morales, especialmente cuando se trata de asuntos difíciles y sobre los que no hay demasiado consenso, como conflictos de libertad de expresión o religiosa. Tienen, así, el espacio para llenar del contenido que quieran el derecho en disputa, sin necesariamente tener una justificación jurídica para ello.

El problema es que el mejor lugar para decidir cuestiones políticas es el debate entre aquellos a quienes esas cuestiones afectan directamente y no a través de decisiones adoptadas por unos pocos expertos (quienes, dicho sea de paso, no son elegidos democráticamente). Así, las sospechas sobre el derecho internacional de los derechos humanos no son mera manifestación de autoritarismo o decisiones irreflexivas, sino del reconocimiento de que han ido perdiendo valor, o al menos protagonismo, los procesos democráticos locales.

Todo esto conlleva una pérdida de legitimidad del sistema internacional y de los derechos humanos que, a la larga, hace difícil tomarse los derechos humanos en serio.