La vieja canción del grupo ABBA nos emocionó alguna vez con su letra, bella pero dura, y las lecciones para la vida que parecía entregarnos. Esas lecciones, no obstante, se aplicaban al ámbito del amor; a la conquista, a la ilusión y el dolor que podían estar asociados a un enamoramiento y a un posterior rompimiento con la persona amada.

Mucho tiempo después, más de treinta años, desde ya, un grupo que se denomina “Vocería de los Pueblos” quiere aplicar los mismos conceptos a la política y al proceso constitucional que vivimos. Nos vuelven entonces a la memoria frases tales como “nada más que decir”, “pero fui un tonto respetando las reglas” o la implacable “y el perdedor debe caer”. La mayoría, sino todos, los firmantes de este manifiesto que representaría a la revuelta popular son muy jóvenes para haber aprendido de la letra de esta canción; simplemente parecen responder a instintos atávicos o lo han extraído de lo que un profesor mío llamaba “la universidad de la vida”.

El problema es que no se pueden aplicar estos conceptos para resolver un tema que, por su naturaleza, es contradictorio con ellos. Si el proceso constituyente ha de delinear los contornos de lo que es la vida en común en un régimen democrático, y suponemos que de eso estamos hablando, de democracia, entonces ese proceso debe respetar las reglas y la institucionalidad, que por lo demás dio origen al mismo. Es contradictorio que estos convencionales llamen a desconocer las reglas para el funcionamiento de la convención, en circunstancias que es gracias a esas reglas que ellos participan en la discusión, como bien ha señalado Carlos Peña, quien advierte que estos convencionales “están socavando las bases de su propia legitimidad formal”.

El grupo, 34 de 155 convencionales, ha establecido ciertas condiciones para “este nuevo ciclo”: 1) poner fin a la “prisión política”, liberando a todos los presos de la revuelta; 2) verdad y justicia poniendo fin a los “pactos de secretos” por violaciones a los derechos humanos de ayer y de hoy; 3) reparación a las víctimas de violaciones a los DDHH; 4) desmilitarización de la Araucanía y Estado plurinacional; 5) suspender expulsiones ilegales de inmigrantes y 6) soberanía para un “poder plenamente autónomo para reordenar el pueblo político”.

El último punto es el que refiere directamente al tema que tratamos en esta columna. Los otros cinco, sólo lo hacen indirectamente, en cuanto plantean reivindicaciones que se basan en falsedades o al menos en cuestiones no probadas y tienen en común el no respetar la institucionalidad. Sabemos que no hay presos políticos en Chile, como lo reconoce la gran mayoría, y que los presos de la revuelta lo están por decisiones de tribunales asociadas a la comisión de delitos. También que la justicia ha sido muy activa en la investigación de violaciones a derechos humanos en el pasado y que hay cientos de millones de dólares que cada año salen de las arcas fiscales para reparar a víctimas, y a otras personas que no lo son, como es el caso de una parte sustancial de los llamados “exonerados políticos”. Sabemos que la Araucanía no está militarizada pese a que buena parte de sus habitantes lo ha pedido y también que son los tribunales los que determinan si la expulsión de un inmigrante es ilegal.

Si una Constitución ha de contener las reglas para la convivencia pacífica y democrática, en el mismo país, de personas que piensan distinto, no puede desarrollarse bajo la premisa de “el ganador se lo lleva todo”. Son inaceptables entonces las exigencias de esta “Vocería de los Pueblos”, así como la de otros convencionales que han señalado que las reglas las ponen ellos. Valdría la pena que escucharan la vieja canción, cuya voz por lo demás es la del perdedor, para darse cuenta que ella narra la historia de una separación, no de un proceso de concordia, que es la promesa de la convención constitucional. Quienes tan optimistas han sido acerca de los resultados de este proceso debieran hacérselos presente.

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