Juan E. Dugnac, economista y amigo me escribe lo siguiente: “Todo tu alegato es atendible excepto que el monopolio sea el gran problema. Creo que es uno más de los problemas en medio de la gran democracia de los que se hacen los vivos, sacan la vuelta y meten la mano al bolsillo del prójimo. De navieros a taxistas, todos tratan de crear y ordeñar monopolios. Los funcionarios del Registro Civil extorsionan sin escrúpulos como alumnos aventajados de la lección que les dieron los profesores. Los parlamentarios dictan leyes contra los “superocho”, pero han contemplado impertérritos por 25 años la ley de fondos reservados del cobre, y así está la vida. Por lo menos la tecnología tiende a hacer más ruidosa a las víctimas”.
Se entiende el amor al tango de los economistas. Que el mundo fue y será una porquería, es un dato de la causa y, lo que la profesión ofrece, es administrarla. Una indiferencia algo amarga, como el buen chocolate. “Todos hacemos lo mismo”, como en la apelación de Piñera al pecado original. Si lo que se quiere decir es que, una buena educación valórica es lo único que corresponde hacer, el origen social y cultural de los ejecutivos que han urdido las colusiones desmiente esa posibilidad.
Monopolios: el orgullo ajeno ante lo grande
No todos estamos convencidos de que los monopolios son dañinos para las familias y para un modelo de economía equitativa y libre. Después de todo, hemos crecido y la historia del desarrollo está repleta de anécdotas de desbordes aventureros y de pequeñas empresas que evolucionaron, saludablemente, al monopolio. Google, Amazon y los ejemplos recientes que se quieran, son la demostración de un camino que va del emprendimiento al monopolio. Nuestro problema es que los monopolios y los carteles de la plaza no aportan ni a la innovación, ni al emprendimiento, ni a la calidad, ni a buenos precios; más bien ahogan esos valores obnubilándonos con el espectáculo de su tamaño.
La economía chilena no mide la extensión y la profundidad del daño causado por las colusiones. La suma de sobre-cobros ilegales por remedios, papel “confort”, transporte, servicios básicos de agua, electricidad y gas, telecomunicaciones, comisiones por servicios financieros, pollos, pasajes de avión, buses y carreteras; pueden llegar a representar un 15% o más de los ingresos de familias vulnerables.
Hice el ejercicio con cuatro familias cercanas. Para realizarlo “científicamente” la metodología debe ser inventada y la información no está disponible. El problema mayor es quién paga ese estudio. Ofrezco mi aporte.
Los monopolios afectan a las familias en las que los gastos pesan, no afectan necesariamente a la economía. La economía es un sistema de estadísticas que, en la teoría, chorrea cifras de los más grandes a los pequeños, pero que, en la realidad, se da por conforme con el crecimiento de los grandes números.
Es cierto que en la canasta familiar hay bienes que se favorecen de la libre competencia. La ropa, la tecnología y aparentemente las hortalizas obedecen a precios de mercado. No estamos completamente sumergidos por los monopolios.
La profesión economista ha participado del embrujo monopólico. Normalmente, su lógica favorece al orden y a la propiedad por sobre la competencia. La libertad se da por satisfecha si le aseguran esas dos cosas. Hay una deuda de los economistas con la innovación, con las empresas emergentes, con los consumidores y con un desarrollo inmanente de las buenas prácticas -no dictadas desde afuera sino desde adentro- de las empresas. El “otro modelo” no está en las mesas de diseño de las universidades sino en las mesas de los directorios, en los consejos de las instituciones públicas y en los movimientos sociales. Esto puede parecer un trabalenguas, pero es un conjunto de caminos trenzados que, mientras perdemos el tiempo, todavía nos espera.
La tendencia a tropezar y la complicidad activa del Estado
Adam Smith sabía que la tendencia de las empresas no es la libre competencia sino el monopolio. Creía que se podía moderar esa tendencia con una educación moral conveniente. Carlos Marx, que también lo sabía, creía en cambio, que la competencia no era más que un efecto luminoso y una falsificación ideológica de los monopolios.
Nos hemos pasado una vida oponiendo al Estado y al mercado. No hemos visto que los mercados son condiciones de producción e intercambio creadas por el Estado. Cuando el Estado se retira o fracasa, lo que queda son monopolios moviéndose en una estructura mafiosa. El Estado subsidiario que tenemos está a medio camino entre una policía moral ineficaz y una complacencia activa con el monopolio.
La complicidad esencial entre el Estado y las diferentes encarnaciones del monopolio en Chile se puede deber a que el Estado, siendo el monopolio originario en la sociedad, es inestable en su poderío, irresuelto en su cultura institucional y necesitado de apoyos fuertes. En nuestro país, las conductas monopólicas tienen arraigos históricos e institucionales que no han sido suficientemente descritos. Ha habido épocas en que hemos mendigado inversiones ofreciendo condiciones que serían inaceptables en nuestro actual nivel de desarrollo. Nos hemos entregado por poca plata y por mucho tiempo.
La libre competencia, en Chile, es un fenómeno esporádico y parcial de medianas y pequeñas empresas desprotegidas por un Estado que favorece el discutible sinónimo entre tamaño y eficiencia. A estas alturas ya debemos haber tomado nota de que estos episodios de colusión no son excepcionales sino que son la norma.
Si lo que falta en Chile es mercado, es el “otro” en el mercado que hace sentir su ausencia; el que calibra la oferta, pone los estándares de calidad, sanciona a los que no dan el ancho y aporta texturas y diferencias a la curva de la demanda. Lo que nos falta es organización de los consumidores, en una escala acorde a las complejidades de la economía. Necesitamos un consumidor crítico y organizado que eleve las exigencias de transparencia, calidad y eficiencia en la economía.
El Estado (los funcionarios, las regulaciones y las instituciones) realmente cree que la fortaleza de Aguas Andinas, por ejemplo, coincide con el “interés general”; por eso se toleran ganancias por integraciones empresariales anticompetitivas y se le acepta compensar a hogares que estuvieron tres días sin agua, con dos pasajes en el Transantiago. Las cuentas del agua, en algunas regiones representan un porcentaje importante de los ingresos de una familia media, pero “esos son los costos de tener la mejor cobertura de alcantarillados de América”.
La colusión destruye mercados y al hacerlo, destruye valor y potencial en la economía y en las vidas de las personas. La libre competencia es una promesa de innovación y emprendimiento que ofrece un lugar protagónico al consumidor en la economía. Es en el cumplimiento de esa promesa, hecha a las personas y a los consumidores en su calidad de ciudadanos, que se juega la potencialidad de nuestro desarrollo económico. Todo esto es sabido y reconocido en cada escándalo solo para ser olvidado y vernos sorprendidos nuevamente. Demás está decir que si tenemos los niveles de cartelización y abuso que tenemos, es por la íntima trenza construida entre las muy grandes empresas y las burocracias del Estado.
Lo que son promesas de innovación y emprendimiento para los consumidores, son amenazas de trastornos para los amables funcionarios del Estado, que a veces son los más entusiastas en levantar barreras de entrada que desalienten cambios y protejan monopolios.
Ya es tiempo de que nos volvamos eficientes en la discriminación entre competencia y monopolios. El interés general y el interés de la personas han sido asimilados a la salud de los monopolios por una visión, en todo caso caduca del desarrollo.
Al parecer el progreso en estas materias depende del escándalo
Si asistimos a un aumento de los descubrimientos de ilícitos empresariales es por la presión conjunta del azar, la ciudadanía y los cálculos mezquinos de los propios empresarios (no pagar indemnizaciones por despidos o preferir la confesión porque abarata la multa).
Los empresarios que padecen a los monopolios y a los carteles, no denuncian. Los centros de estudios de economía están cooptados por los gremios y las grandes empresas y no investigan. Los círculos viciosos de la cartelización incluyen entrelazamientos clandestinos, complicidades pasivas, miedos, sobornos y protecciones cruzadas entre las policías y los ladrones. Esto vale para narcóticos y toallas higiénicas. La razón de Estado se confunde con la racionalidad monopólica hasta volverse indiferente.
Nos falta creernos el cuento de la libertad
La velocidad con que la plata se concentra en Chile es síntoma de nuestra insuficiencia empresarial. Desde “La Concentración Económica”, escrito en los 50’ por Ricardo Lagos, hasta ahora, hemos avanzado poco en distribución de la riqueza y nada en comprender los efectos de carteles y monopolios en las vidas de las personas y en la capacidad de crecimiento de la economía. Lo poco que hemos avanzado es el ratón parido por el volcán de la política sumado a las exigencias importada desde mercados desarrollados.
En todo caso, nuestras empresas adoptan, a tientas, estándares más modernos en su salida al exterior y son sancionadas por conductas impropias. En Chile, en cambio, esas empresas tienen conductas primitivas y nadie las sanciona. Lo mismo sucede con las empresas españolas y noruegas, por ejemplo, que en Chile operan en marcos legales y culturales que en sus propios países serían inaceptables. “Vengan a hacerse la América”. Ese es el lema de una institucionalidad sin compromiso con el libre mercado y con las buenas prácticas empresariales.
Con la salvedad de los trabajos pioneros de Cecilia Montero, la sociología chilena tampoco ha estudiado los conflictos internos de las empresas -ni de las instituciones del Estado-. En las empresas, las distintas capas etarias y las diferentes funcionalidades se enfrentan en conflictos sordos entre lógicas orientadas a la maximización de corto plazo y lógicas orientadas al mercado y a las comunidades relevantes. En ese arbitraje, los directorios y los consumidores tienen un aporte común que hacer. Esto pasa por la apertura de las empresas y la invención de formas de diálogo que permanecen escondidas detrás de muros de contención que cedieron hace un rato, sin que nos diéramos cuenta.
La debilidad de la vigilancia accionaria, Estatal, civil y profesional se hace patente allí donde la repetición de los abusos es constante y los patrones perceptibles constituyen toda una ley que se puede formular así: “En las empresas donde los incentivos de los ejecutivos dependan de crecimientos que no tienen limitaciones reglamentarias claras, se producirán ingresos ilegales que lamentar”.
Esta es una muy buena ocasión para definir como sociedad esa irresolución histórica, esa timidez flagrante que nos ha llevado a escindir nuestras conductas. Entre el sometimiento a los monopolios y la declamación de discursos en favor de la libre competencia, dejamos un vacío que se llena de inercia. La responsabilidad ciudadana es ayudar a ventilar las empresas y las instituciones sacando a la luz los viejos reflejos del clandestinaje que todavía se usan entre nosotros.
Fernando Balcells, sociólogo.
FOTO: PABLO OVALLE ISASMENDI/AGENCIAUNO