En las últimas semanas me ha tocado estar en diversos foros con estudiantes secundarios y universitarios para debatir, entre otros temas, sobre el derecho a la vida, la educación y los desafíos de la política.
En todos estos encuentros un argumento recurrente de la contraparte es la necesidad de una nueva Constitución, para así mejorar el sistema educativo, acabar con la desigualdad, ennoblecer la política y obtener un medio ambiente libre de contaminación, entre muchas otras cosas. En suma, una nueva Constitución como remedio mágico para acabar con todos nuestros males. Esto seguirá siendo así, más aún después del anuncio de la Presidenta respecto al plan de reforma constitucional.
En todos estos debates y en el discurso de la Presidenta de ayer se destaca la “ilegitimidad” de origen de la actual norma suprema aduciendo que el plebiscito nacional que la ratificó en 1980 no otorgaba las garantías de trasparencia y participación requeridas, sin registros electorales y con vocales de mesa designados, tal como relata el libro El fraude del profesor de la UDP Claudio Fuentes.
Uno de los problemas de los que sostienen esta tesis, entre ellos la Presidenta, es que ignoran, olvidan u omiten deliberadamente lo que pasó luego del 11 de septiembre de 1980. La misma Constitución cuya legitimidad denuncian consagró las reglas según las cuales se verificó el plebiscito del 5 de octubre de 1988 en el que se impuso la opción “No” a la renovación del mandato del general Pinochet por ocho años más.
Más aún, luego de la derrota del Sí, se consensuó un paquete de 54 reformas entre el gobierno y oposición, el que fue plebiscitado en julio de 1989 y en el que 6.069.440 chilenos (equivalentes al 91,25% del cuerpo electoral) votaron por su ratificación. Cinco meses después, ese mismo cuerpo electoral eligió presidente de la República a Patricio Aylwin con 3.850.571 votos (un 55,17% de los votos válidamente emitidos). Todos los sectores salvo el Partido Comunista y los grupos de izquierda extra parlamentaria apoyaron la reforma y manifestaron su conformidad. Así lo valoraban también los chilenos que en la encuesta CEP de julio de 1989 mostraba que un 73% de los ciudadanos consideraba “muy importante” el acuerdo entre gobierno y oposición.
Varios años más tarde, en 2005 un nuevo acuerdo político logró los quórums requeridos, y modificó la Constitución en el Congreso Nacional. Por este acuerdo se eliminan los senadores vitalicios e institucionales, se redujo el mandato presidencial y se otorgó al presidente de la República la facultad de remover a los Comandantes en Jefe de las Fuerzas Armadas, entre otras importantes reformas. Ese mismo año el presidente Ricardo Lagos, al firmar la nueva carta fundamental señaló que estamos frente a “una Constitución que no nos divide”. Entre sus firmantes está Nicolás Eyzaguirre, quien ahora deberá tramitar su modificación por considerarla ilegítima.
El argumento de la “ilegimitidad” es tremendamente complejo y puede llevar al absurdo. Si la Constitución no es legítima, sería muy difícil que el gobierno del presidente Aylwin lo sea, ya que obtuvo dos millones de votos menos que la reforma constitucional de julio de 1989, con el mismo cuerpo electoral y solo pocos meses después. Si las reformas en el Congreso Nacional tampoco son legítimas y la Constitución de Lagos también es un fraude significa que el primer gobierno de la presidenta Bachelet tendría serias dudas de legitimidad y también su segundo mandato, en el que fue electa con 3.470.055 de votos, dos millones y medio de votos debajo de lo que obtuvo la Constitución en 1989.
Pero el problema de fondo no es una cuestión de legitimidad. A la izquierda no le molesta que la Constitución la haya hecho Pinochet, se haya reformado vía plebiscito con un contundente apoyo político y popular ni que la haya sacralizado Ricardo Lagos con un acuerdo político transversal en 2005. Lo que a la izquierda le molesta son las ideas contenidas en la Constitución. Esto es porque ella consagra la importancia de la persona, un Estado al servicio de ella y no al revés, la subsidiariedad que no pone el motor del desarrollo en el Estado como los países socialistas y que consagra el derecho a la vida, a la libertad y a la propiedad, el derecho a la educación y la protección de la libertad de enseñanza, el derecho a la seguridad social e incluso el derecho a vivir en un medio ambiente libre de contaminación.
Por eso es necesario sincerar el debate. Ya sabemos que parte de la izquierda se arrepiente de la transición y que hoy no apoyan la Constitución. Por eso podemos preguntarles, ¿qué cosa no les gusta?, ¿qué cosas cambiarían? Es lo mínimo que podemos preguntar para tener un debate serio y donde las posiciones se transparenten. Hoy ni siquiera queda medianamente claro cómo se modificará.
Julio Isamit, Coordinador Republicanos.
FOTO: PABLO VERA LISPERGUER/AGENCIAUNO