En 1900, ante la llegada a Chile del primer tranvía eléctrico, una crónica en El Mercurio señalaba: “¿Quién sabe lo que va a pasar con los tranvías eléctricos? Un caballo, al fin y al cabo, es un caballo, pero, ¿quién sabe lo que es la electricidad? … Los caballos se sujetan a la rienda, cuando no se paran espontáneamente, ¿pero cómo se sujetan los fluidos?”. El escrito llevaba por título “Más vale lo malo conocido, que lo bueno por conocer”, y su defensa de los tranvías de sangre no fue una opinión aislada, sino que daba cuenta de una inquietud algo generalizada en la época entre los santiaguinos.

Más allá de la anécdota, estas palabras nos permiten reflexionar sobre algunos rasgos de la chilenidad. Salta a la vista el contrapunto con la actualidad, pues hoy es patente que nos atrae la novedad. Pero el escepticismo ante lo desconocido tampoco era antes tan frecuente. Como ha señalado Joaquín Fermandois, desde la independencia se ha tenido la idea de que Chile debe ser moderno, y ello ha marcado los debates acerca de su devenir. Por lo mismo, no sorprende que tres años después de publicada esta crónica, Santiago contara con más de 200 carros y casi 100 kilómetros de líneas férreas.

El extracto del tranvía nos advierte también otra cosa: hoy a nadie se le ocurriría plantear en el debate público algo semejante a “más vale lo malo conocido, que lo bueno por conocer”, a menos que se busque ser tildado de retrógrado. De alguna manera, pareciera ser que nuestra valoración del pasado, de nuestros orígenes, de nuestra historia, se ha debilitado a tal punto en las últimas décadas, que pocos se atreven a recoger lo ya vivido y, los que lo hacen, tienden a embalsamar el pasado, en vez de crear a partir de él. El pragmatismo imperante nos ha vuelto especialmente poco creativos, y con ello se han ido esfumando las posibilidades de apropiarnos de lo moderno desde lo nuestro, sin caer en la mera imitación, siempre tan mecánica y vacía de alma. Hoy la obsesión por lo nuevo nos ciega: queremos replicar exactamente lo que hacen otros en otros lugares del mundo, y no nos preocupamos por el punto de partida, por nuestro bagaje cultural. Basta ver dónde se estudian y cómo se implementan las políticas públicas para entender de qué se trata todo esto.

¿Debemos resignarnos a que nuestra identidad sea meramente imitativa? ¿Es ésa nuestra concepción de novedad? ¿Busca nuestra modernidad solamente reproducir lo que otros han realizado o pensado antes que nosotros? Y de ser así, ¿por qué nos interesa –cosa tan chilena– la aprobación del resto del mundo? No deja de ser ridículo buscar un reconocimiento por un logro que ha sido copiado, como hacen los fanáticos de la Ocde.

La crónica refleja en sus protagonistas –el tranvía eléctrico y el tranvía de sangre– un último aspecto a considerar. Lo que hasta aquí hemos dicho sobre la afición por lo nuevo aplica casi exclusivamente a Santiago y no a todo Chile. Pero nuestra chilenidad, tal como todavía hoy la entendemos y la practicamos en estas fechas, se define en gran parte por lo rural, por el amor a la tierra, por la picardía del “hombre de a caballo” –el huaso–, en un país en que no sólo la población rural es minoritaria, sino donde los contactos del mundo rural con la capital son actualmente muy escasos. Por ello en Santiago buena parte de la parafernalia del 18 no es muy distinta a la de Halloween. El traje de huaso, en la capital, sin duda ha perdido su significación; el paso de los años lo ha transformado, para muchos, en disfraz. Y entonces aparecen los creativos –en política no podemos negar que sí los hay– que deciden promover la obligación de saber bailar cueca para egresar de cuarto medio. Un tanto infantil la medida, hay que decirlo; de paso olvidaron que el baile surge de la inquietud del cuerpo ante una música que atrae, porque de lo contrario es un sinsentido.

¿Es esta manera de comprender nuestra chilenidad la que, en definitiva, nos define? Uno que otro terremoto –por la fecha conviene explicar que me refiero a los sismos, no al trago– quizás tenga que ver con este asunto: sabemos que, cada cierto tiempo, el presente se borra y debemos volver a empezar. Eso hace comprensible nuestro gusto por la novedad. Nos da también un sentido épico que marca nuestra idiosincrasia. Nos atañe a todos. Los terremotos nos aterrizan, nos devuelven a la tierra; de algún modo nos recuerdan nuestro arraigo rural. Y en la fragilidad nos dan continuidad y nuevas fuerzas para seguir forjando nuestro futuro.

 

María Angélica Ovalle, Historiadora.

 

FOTO: FELIPE FREDES FERNANDEZ/AGENCIAUNO

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