Leer y escribir se ha vuelto, en el Chile del siglo XXI, un auténtico lujo. Quizás no la práctica mecánica de conectar caracteres o de garabatear un breve texto, pero sí la capacidad de comprender o comunicar a un nivel solo un poco más alto.
En 2022, la inmensa mayoría de los niños de primero básico no conoce las letras del abecedario, la deserción escolar alcanza niveles pavorosos y muchos de quienes completan la educación secundaria o superior no entienden lo que leen. Un país que lleva décadas creyendo rozar el desarrollo se encuentra súbitamente frente a sí mismo y descubre una precariedad educacional que tiene visos de tragedia.
Si Chile vive un momento políticamente delicado, el grave déficit en educación puede considerarse sin temor a exagerar como uno de los nudos centrales de esa crisis. ¿Qué progreso es posible en un país que no asegura a sus niños la capacidad de leer y escribir? ¿De qué igualdad hablamos sin esa educación elemental? ¿Qué posibilidad de participación ciudadana? ¿Qué habilidad para vivir una vida que se eleve en algún sentido por sobre las necesidad primarias? ¿Cómo escapar sin lenguaje de la alienación de la cultura de masas?
El deterioro progresivo de la educación pública y subvencionada no constituye ninguna novedad, pero es una herida abierta en un país pequeño, políticamente abarcable, que tiene pocas excusas para no enfrentar a fondo un problema de esta envergadura. Haría falta partir por indagar seriamente las causas de esta crisis porque la pandemia parece explicar solo una parte del problema. La destrucción deliberada de los liceos de excelencia, la reforma educacional de Bachelet II -que quiso bajar a todos de los patines mediante el fin del copago y la selección-, o el secuestro de las escuelas por parte del Colegio de Profesores en función de sus intereses han jugado indudablemente un papel. Y la indolencia de parte importante de las élites políticas sólo parece haber agravado el cuadro.
Cuando Andrés Bello proyectó la institucionalidad de la naciente nación chilena, dio particular importancia a la promoción de las humanidades, al cuidado del lenguaje, a la enseñanza de la gramática y la ortografía, y a la lectura de los clásicos en la educación pública. No era algo secundario, un lujo que podría darse el país dentro de un par de siglos, sino un factor decisivo para el mismo orden político que buscaba impulsar. Hay algo lúcido en ese empeño de Bello: tampoco fraguará un nuevo consenso social y político sin hacer frente a las nuevas formas de analfabetismo, sin el reconocimiento del lenguaje como estructurante del pensamiento, de la vida común, de alguna forma de desarrollo. Sin niños que lean y escriban, casi todo lo demás es humo.
La iniciativa público-privada “Por un Chile que lee” y el plan de recuperación educativa impulsado transversalmente en el Senado durante estos días son indicios de una toma de conciencia de este drama educativo.
Los dolores de Chile son múltiples, pero urge una acción política decidida y coordinada en esta materia. Tras un complejo primer año, Gabriel Boric tiene la oportunidad de asumir el desafío educativo como prioridad de su Gobierno y, de paso, encontrar una narrativa clara para los largos tres años que restan a su mandato.
Proponerse enseñar a leer y escribir puede parecer algo muy modesto al lado de los objetivos grandilocuentes que han dominado la escena política los últimos años. Pero sería un auténtico legado para Chile. La palabra, el pensamiento libre y la capacidad de participar en la conversación común dejarían de ser un lujo.
*Francisca Echeverría es investigadora de Signos, Universidad de los Andes.