Donde sea que uno visite alguna institución de educación superior (ES) a lo largo del país, o participe en debates académicos, la pregunta es la misma: qué sucedió con la reforma de la gratuidad para desembocar en este lío; en qué momento se jodió la idea, parafraseando a Vargas Llosa; cómo es posible que un principio que goza de generalizada aceptación -la gratuidad para quienes de otra forma no podrían ejercer su derecho a la ES- haya terminado dividiendo a la sociedad, generando exclusiones discriminatorias y confundiendo a la opinión pública.

I

Hay que partir por el itinerario. Efectivamente, el itinerario recorrido por la idea de la gratuidad para los estudiantes de la ES ofrece un material de máximo interés para un estudio de caso sobre la política (politics) de una política pública (public policy). Es decir, sobre la forma como los diferentes actores -dotados con sus ideas, recursos e intereses- interactúan, compiten y negocian con el fin de definir una determinada política pública de gratuidad.

En juego están: ¿quién controla el proceso? ¿Qué concepción de la gratuidad se impone? ¿A quién beneficia la política? ¿A quiénes incluye y excluye? ¿Cuál orientación y relato obtienen el apoyo de la opinión pública encuestada? ¿Qué grupos políticos y corporativos emergen victoriosos de la competencia? ¿Cuáles aparecen como perdedores? ¿Cómo se distribuyen los costos?

Hay dos aspectos que deben distinguirse analíticamente. Por un lado, la gestión del proceso que lleva al establecimiento de la política pública. Por otro lado, la articulación de coaliciones de advocacy (defensa, promoción y apoyo) a favor o en contra de la política en formación. El primero de estos aspectos tiene ingredientes técnico-políticos importantes y supone una gerencia de ideas y de diseño. El segundo posee dimensiones y efectos de red y comunicacionales y entraña una movilización de recursos políticos.

II

En cuanto al primer aspecto del asunto, el de la transformación de las declaraciones programáticas en un diseño efectivo de cambio, la gestión ministerial -y gubernamental en general- de la gratuidad ha sido francamente deplorable. Sobre esto prácticamente no hay opiniones disidentes.

Por lo pronto, ha faltado al gobierno una agenda de prioridades en el sector educación. Asimismo una carta de navegación para impulsar sus varias propuestas en los diferentes niveles del sistema educacional (parvulario, primario, secundario y terciario) y dentro de cada nivel, especialmente en el terciario. También le ha faltado el necesario sustento técnico para transformar los ideales programáticas en propuestas concretas de transformación.

Debido a esas ausencias, la fase de diseño y puesta en marcha de la iniciativa de gratuidad ha estado plagada de improvisaciones, confusiones, marchas y contramarchas, falsas partidas y llegadas equivocadas.

Desde el punto de vista de la gestión del proceso, ha sido un proceso mal conducido y llevado, ineficiente, que con el tiempo fue desgastando y restando legitimidad a la iniciativa.

Durante el primer tiempo de la administración, año 2014, la gratuidad durmió entre las páginas del Programa que llevó a la Nueva Mayoría (NM) al gobierno. Luego despertó intempestivamente el 21 de mayo pasado, al ser comunicada al país de manera solemne por la Presidenta Bachelet en su Mensaje a la Nación ante el Congreso pleno. Con ese anuncio, dijo, anticipaba una promesa clave de su Programa. La verdad es que dicho anticipo, como quedó en claro durante los meses siguientes, fue hecho por la Presidenta sin mayor preparación ni precisión y sin el respaldo técnico requerido. La autoridad comprometió una meta mal planificada y, además, excesiva.

Ya en el segundo tiempo, año 2015, luego de una serie de partidas en falso, el gobierno decidió dar otro paso imprevisto y torpemente diseñado, que consistió en incluir la gratuidad en una glosa del proyecto de presupuesto para 2016. Esto obligó a una tramitación con plazo fijo y escasa deliberación pública. Como resultado, la glosa fue aprobada (a veces a disgusto) por los parlamentarios oficialistas, pero sin contar con el respaldo de la bancada de oposición. No solo eso. Un grupo de parlamentarios recurrió ante el Tribunal Constitucional por considerar  que la mentada glosa violaba algunos artículos de la Carta Fundamental.

Por su parte, el Tribunal declaró que la gratuidad aprobada incurría efectivamente en discriminación arbitraria al tratar de manera desigual a estudiantes de iguales características sin una justificación racional, junto con imponer a las instituciones normas de organización de su gobierno que nada tienen que ver con la gratuidad.

De esta manera el gobierno se vio forzado por enésima vez a inventar sobre la marcha una nueva fórmula para implementar la pretendida gratuidad, esta vez mediante una ‘ley corta’ que deja fuera a las instituciones no-universitarias y otorga un trato discriminatorio a las universidades privadas creadas con posterioridad a 1980.

Ese proyecto de ‘ley corta’ -de dudosa constitucionalidad y ajeno al principio de justicia social en cuanto a la distribución de oportunidades de gratuidad- está siendo despachado a ‘matacaballo’ mientras escribo esta columna.

La velocidad ultrasónica con que esta ley está siendo tramitada se explica por el deseo de evitar la bochornosa situación que se produciría si los estudiantes tuviesen que elegir dónde estudiar sin conocer cuáles se instituciones hallan dentro o fuera del círculo mágico de la gratuidad. En última instancia se explica, entonces, por la errática conducción, sin prioridades ni calendario, con que el gobierno ha manejado este asunto hasta el día de hoy.

Como resultado de esa enrevesada trayectoria -llena de equivocaciones, traspiés y tirones- el balance del proceso a estas alturas es desalentador. El gobierno emerge de él más zarandeado que bien parado; ha logrado transformar una materia relativamente simple en un asunto extremamente engorroso. La NM ha vuelto a mostrar su falta de peso; la acostumbrada levedad de su ser dentro del gobierno y el Parlamento. Los ministros de Hacienda y Educación, a cargo de gestionar el último tramo de este desgraciado viaje, no han podido (¿o no han querido?) dar un giro hacia la seriedad y asumir el desafío de replantear la iniciativa. La opinión pública se encuentra confusa y desconcertada frente al itinerario recorrido. Las universidades en general -algunas más que otras y solo con pocas excepciones- parecen estar movidas más por sus intereses corporativos y fueros grupales que como instituciones de la cultura preocupadas por el bien colectivo y las reglas que habrán de gobernar en el futuro al sistema.

III

El segundo aspecto, referido al proceso político propiamente a través del cual la iniciativa de la gratuidad se ha ido plasmando (y deshilachando) -o sea, referido al entorno de fuerzas y relaciones de poder dentro del cual se desenvuelve y busca imponerse el proyecto gestionado por el gobierno- también muestra una falla fundamental de estrategia. En efecto, ha faltado al gobierno una estrategia política con objetivos bien definidos, medios eficientes y oportunidades de cooperación.

Nunca a lo largo de la trayectoria que acabamos de describir, quedó claro si acaso el gobierno deseaba imponer el proyecto con el respaldo de su mayoría parlamentaria o buscaba, en cambio, negociar y articular intereses e ideas a partir de la coalición de advocacy que presidía.

El enfoque de las advocacy coalitions desarrollado por Sabatier y colaboradores plantea que el éxito de los participantes en un proceso de determinación de una política pública depende de su habilidad para traducir el núcleo de sus creencias en una efectiva política. “Para incrementar las chances de éxito”, escriben, “los participantes deben identificar aliados con un núcleo similar de creencias y coordinar acciones con ellos formando una coalición de promoción, defensa y apoyo (advocacy) de la política de que se trata. Por tanto, estas coaliciones incluyen participantes que: (i) comparten un núcleo de creencias similares y (ii) alcanzan un grado no trivial de coordinación». (Weible y Sabatier, 2007).

En el caso que estudiamos, el núcleo básico de la creencia sobre la gratuidad se contiene en el Programa del gobierno Bachelet. Declara que el tránsito de una concepción  de la educación superior como bien de consumo, propia del neoliberalismo y (¡sí, aunque suene increíble!) también de la Concertación, a una concepción que la entiende como un derecho social, supone y se manifiesta en el principio de la ‘gratuidad universal’; es decir, para todas y todos sin distingo ninguno.

A partir de esa creencia se define la necesidad de desmercantilizar (o descomodificar) la ES, arrancándola por así decir del mercado y extrayendo al mercado de ella, lo cual impone terminar con todo vínculo (y aún contacto) entre aquella con el dinero, el comercio y el lucro. Es la anacrónica utopía de un mundo (universitario) fuera del cash nexus; puro, no contaminado por los apetitos de la codicia y el individualismo egoísta, alejada de la plaza y el mercado, libre del pecado original mercantil.

Inicialmente no resultó difícil articular una coalición de advocacy en torno a esas simples pero potentes ideas (de antigua raigambre medieval católica y de moderna formulación socialdemócrata nórdica).

Concurrían a asociarse en esa visión el gobierno, los partidos de la NM (al menos la mayoría de ellos), sus funcionarios superior y parlamentarios, los technopols próximos a la administración Bachelet, académicos e intelectuales públicos progresistas, las universidades estatales agrupadas en el Consorcio de Universidades Estatales de Chile (CUECH), las federaciones de estudiantes de éstas y la CONFECH, las asociaciones estudiantiles de la enseñanza media, el Colegio de Profesores, directivas y personeros representativos de diversas corporaciones profesionales, la Central Unitaria de Trabajadores, docentes y estudiantes de un buen número de universidades privadas, redes sociales y espacios informativos y de discusión de varios medios de comunicación tradicionales y de la blogósfera.

Además, esa amplia coalición contó en su primera fase con el apoyo pasivo pero empático de las familias de sectores medios y populares, así como con el favor difusamente extendido por la opinión pública encuestada.

Resulta difícil entender cómo una colación tan amplia y variada no logró avanzar arrolladoramente frente a un débil muro de resistencias conformado por una oposición diezmada y sin fuerza político-cultural (ni ideas ni recursos de poder en el campo de la ES); por un heterogéneo frente de académicos e intelectuales públicos que cuestionan la equidad y viabilidad de la gratuidad universal; editoriales y columnistas de medios de comunicación; algunos think tanks de impronta liberal; directivos de algunas instituciones privadas que rechazan por adelantado la ampliación de la esfera de control burocrático que la gratuidad -piensan ellos- inevitablemente traería consigo.

¿Cómo entonces, con ese desbalance de fuerzas entre coaliciones de advocacy a favor y en contra tan dispares en recursos y poder -una encabezada por el gobierno y el bloque político mayoritario e integrada por buena parte de las comunidades de la ES; la otra demasiado heterogénea para poder competir, carente de un núcleo compartido de intereses y creencias- digo, cómo entonces la coalición de la gratuidad no se impuso en toda la línea desde el principio hasta el fin?

La respuesta es relativamente fácil de imaginar.

En primer lugar, la coalición de la gratuidad nunca logró coordinarse de maneras efectivas en materias no-triviales. De un lado por la fallida conducción del gobierno y, del otro, por la divergencia de intereses entre los principales participantes. Por ejemplo, la insistencia del CUECH (universidades estatales) por imponer al gobierno un trato preferente en favor de sus propios intereses corporativos obstaculizó la acción gubernamental y generó una sorda pero continua tensión entre ese Consorcio y el G9, integrado por las universidades privadas del Consejo de Rectores de las Universidades de Chile (CRUCH). De paso neutralizó a este último organismo como pieza clave de la coalición o bien en su papel como un factor de arbitraje y conciliación.

Por otra parte, y quizá más decisivamente, la Coalición de la gratuidad se vio entrampada en sus propias ideas maximalistas y se enredó en la malla de expectativas generadas por la promesa universalista del Programa de la administración Bachelet.

Por ejemplo, el gobierno fue enfrentado por el movimiento estudiantil de la CONFECH, acusado de dejarse llevar por el camino de una gratuidad engañosa, de mera sustitución de dinero privado por subsidio público. Los jóvenes vieron ahí una traición del ideal maximalista pues no se cumplía la expectativa de usar la gratuidad como una palanca para cambiar la estructura profunda del sistema nacional de ES, reemplazando el régimen mixto de provisión por uno de clara y contundente hegemonía estatal.

Las universidades estatales, a su turno, pronto transformaron la lucha doctrinaria por la gratuidad en una simple demanda y presión por mayores recursos y por una diferenciación de beneficios dentro del CRUCH que les permitiese frenar el avance competitivo de las universidades privadas (del G9) que exitosamente le disputan la hegemonía dentro del sector. La integración del Colegio de Profesores a la coalición de la gratuidad tampoco superó el umbral de la mera retórica, desde el momento que el Colegio tiene una zona propia de desacuerdos y negociaciones con le gobierno en torno a los proyectos de carrera docente y de reorganización de la educación municipal.

Adicionalmente, esta coalición exhibió desde el comienzo un punto de especial vulnerabilidad, compartido ente los socios principales: gobierno, NM y CRUCH. ¿En qué ha consistido? En el hecho de carecer de un discurso constructivo respecto del sistema de educación superior que vaya más allá del mero objetivo (negativo) de una desmercantilización. En este plano, en efecto, la coalición ha sido incapaz de proponer un programa y un horizonte que ofrezca un nuevo escenario para la masificación, diferenciación, diversificación, racionalización y gobierno/coordinación del sistema.

¿Cuál ha de ser su papel en el futuro desarrollo del país? ¿Cómo ha de estructurarse su gobernanza y economía política? ¿Cómo se asegurará la calidad sin retornar a soluciones elitistas (encubiertas)? ¿Cómo podría sustituirse el total del aporte privado por aporte fiscal sin quebrar el presupuesto educacional de la nación y dejar rezagados a los niveles temprano, primario y secundario? ¿Cuál es la opinión de la NM y del gobierno frente a las demandas de estatización de la provisión y de ir hacia una mayoría cuantitativa de matrícula y vacantes en manos de las universidades estatales?¿Qué modelo de ES persigue la coalición de la gratuidad? ¿Queremos llegar a Brasil con su baja matrícula estatal y altísimo gasto por alumno que refuerza las inequidades del sistema? ¿O bien queremos ir hacia Argentina, con un sistema de ingreso libre y gratuito, matrícula estatal masiva, gasto mediocre por alumno y una organización poco efectiva e ineficiente? ¿Cómo podría Chile ir más allá de esos modelos para ofrecer una gratuidad universal, urbi et orbi, sin límite de gasto ni acceso, sin selección académica ni consideración del mérito? ¿Qué capacidad tiene el Estado para dirigir esa ‘gran transformación’ si no logra siquiera gestionar un simple proyecto de gratuidad para algunas decenas de miles de alumnos? ¿Cómo se compatibiliza gratuidad con autonomía de gobierno, administrativa y económica de las instituciones? ¿Qué magnitud de subsidio sería necesario comprometer para los próximos años que, ya sabemos, serán años de necesaria restricción y austeridad de fondos?

En breve, en la medida que la coalición de la gratuidad no ha respondido a ninguna  de esas interrogantes (ni siquiera se las ha planteado), centrándose nada más que en la operación de un subsidio vía glosa o subsecuentemente vía ley corta, con un horizonte que no va más allá del 2016, sus propias dinámicas han quedado subordinadas a la deficiente gestión del proyecto por parte del gobierno.

En este punto precisamente se unen y refuerzan ambos aspectos abordados aquí: el de la mala gestión del proceso de formulación de la gratuidad por parte de la administración Bachelet, con los ministros principales involucrados, y el del entorno político -como lucha de ideas, intereses y por recursos- que adopta la forma de una competencia entre coaliciones adversarias.

En el estudio de caso que hemos bosquejado, el desenlace es sorprendente. Muestra cómo un gobierno a la cabeza de una poderosa coalición de defensa, promoción y apoyo de la gratuidad, en vez de obtener una rápida victoria, termina transformando esa idea (de la gratuidad universal) en una entelequia confusa, neutralizando de paso a su propia coalición por un mala gestión técnica y política.

Una gratuidad parcial y discriminatoria será aprobada en estos días por el Congreso. Pero lo que se apruebe no será ya una creencia inspiradora, la cual -en la práctica- ha ido perdiendo su carisma, el aura que la rodeaba, para transformarse en mero conducto de dineros desde el Estado hacia las instituciones (el pregonado ‘subsidio a la oferta’).

Como suele ocurrir en la historia, la lucha de ideas y creencias ha desembocado en la fría repartición de subsidios y apropiación de beneficios.

Los hombres de fe han sido remplazados por los funcionarios. Los ruidos de la calle se han transformado en un lejano eco de ritos que antes fueron vitales. Al final del día, el cambio de paradigma se ha convertido en un nuevo mecanismo de asignación de recursos. El propio sistema de ES se ha vuelto más incierto al burocratizar una franja de la competencia por el subsidio fiscal.

 

José Joaquín Brunner, Foro Líbero.

 

 

FOTO : PABLO OVALLE ISASMENDI/AGENCIAUNO

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