Tomo prestado el título del excelente libro que acaba de publicar el ex ministro Gonzalo Blumel, que narra en lo esencial cómo a través de un camino más largo y difícil, el país logró sortear lo que podría haber terminado en un quiebre democrático, con consecuencias seguramente más dañinas. Esa “vuelta larga” para resolver la crisis política habría sido entonces un mejor camino, que aún no terminamos de recorrer, y que ojalá tenga un buen final.
Lamentablemente, también nos estamos dando una vuelta demasiado larga para recuperar el crecimiento económico. Además, en este caso ha sido innecesaria, y peor, podría terminar siendo infructuosa. Ya llevamos una década en que el país extravió el camino, como consecuencia de lo que siempre consideré un diagnóstico errado sobre los déficits económicos y sociales, referidos a la redistribución del ingreso y el modelo económico.
La desigualdad fue el leit motiv de toda la crítica de la izquierda autoflagelante que llegó al poder en 2014, cuya solución requería un mucho mayor rol del Estado, pasarle una “retroexcavadora al modelo neoliberal”, causante de las injusticias. El crecimiento, el ahorro, la inversión y la creación de empleo formal eran entonces preocupaciones secundarias, total, estaban garantizados. Las utilidades de las empresas les parecían lo suficientemente altas para hacerse cargo de un significativo aumento de la carga tributaria, mayores costos laborales y ambientales, a lo que se sumaba una permisología creciente y anárquica.
Además, se insistía en falsedades, como que el crecimiento sólo había favorecido a unos pocos y que la responsabilidad fiscal había impedido la satisfacción de las demandas sociales. Poco importaban los datos en estos diagnósticos, que mostraban una disminución de los índices de desigualdad, lo que necesariamente implica que no sólo el crecimiento había llegado a todos, sino que además el ingreso de los sectores más pobres había aumentado más que el de los más ricos. Tampoco importaba que el gasto social hubiera crecido prácticamente al doble que el PIB, lo que, más que mostrar indiferencia frente a las demandas sociales, era un signo evidente de la creciente inoperancia del Estado.
No sólo se aprobaron reformas que dañaron la competitividad, en el intertanto se fue debilitando el Estado de Derecho, el principio de autoridad y la seguridad pública, mientras en lo cultural se reforzaba una cultura de los derechos, sin los deberes correlativos. En ese contexto, una de las principales víctimas fue la calidad de la educación. No se trataba entonces de un deterioro transitorio de la economía mientras se implementaban las reformas, se estaban corroyendo las bases del desarrollo económico y social.
El resultado fue inevitable, la inversión dejó de ser un motor del crecimiento, como había sido entre mediados de los ochenta y los primeros años de la década pasada, con lo que también se estancó el empleo y los ingresos laborales. El análisis de la izquierda volvió a ser errado; el problema era el agotamiento del modelo y la Constitución neoliberal, diagnóstico que nos ha tenido sumidos en un pantano político, en el que estuvimos cerca de hundirnos con la delirante propuesta de Constitución de la fracasada Convención.
Afortunadamente, esta mirada errada se está corrigiendo, no sólo en lo político con una mayor condena a la violencia, sino también en lo económico, con el reconocimiento generalizado de la importancia del crecimiento, la inversión y el ahorro. La ciudadanía, que en su momento se había comprado la idea de que si repartíamos mejor la torta todo se arreglaría, demanda ahora seguridad ciudadana y oportunidades para surgir a través de su esfuerzo. Sin duda, el péndulo se ha movido bastante hacia aquello que hace poco no se valoraba.
Sin embargo, el cambio en el clima de opinión es insuficiente para que el país retome el rumbo, se requiere un giro bastante radical en las políticas públicas, lo que exige tres condiciones que parecen inexistentes actualmente; convicción, liderazgo y una discusión política más seria. Entonces, el mejor escenario mientras se intenta construir esas condiciones es evitar mayor daño a los pilares del desarrollo, lo que requiere cambios profundos en la agenda de reformas del gobierno.
¿Cómo lo hace entonces un gobierno que llegó por sus afanes refundacionales y su intención de derrocar al neoliberalismo? Difícil, pero el Presidente Boric tiene una oportunidad para avanzar en una política que podría hacer una diferencia importante, dejando un legado valioso; la reforma del Estado, que a raíz de los escándalos de corrupción es además un imperativo ético ¿Lo hará? Por ahora lo más probable es que esta “vuelta larga” lo sea aún más.