Un elemento común que se puede advertir en la mayoría de los proyectos de ley que el gobierno ha promovido durante este año, es el debilitamiento de las relaciones familiares. Este debilitamiento, a veces directo y otras veces indirecto, tiene que ver, principalmente, con desvalorar el derecho fundamental de los padres de educar a sus hijos.
Para demostrar lo anterior, me referiré a tres iniciativas legales que se discuten actualmente en el Congreso, y que son parte primordial de la agenda política del gobierno.
En primer lugar, el proyecto de aborto. La propuesta, tal y como está, permite que una niña menor de 14 años puede procurarse un aborto sin -o aún más, en contra- la opinión de sus padres. Para esto, sólo tiene que ir acompañada por un integrante del equipo de “salud” que le practicará el aborto (que reemplaza a los padres en su labor de guiar las decisiones de su hija) ante un juez, para que éste autorice el aborto. De hecho, tal es el ánimo del proyecto de excluir a los papás de este procedimiento, que no se admite oposición alguna a la decisión que tome el juez. Es decir, si una mamá quiere presentar argumentos para oponerse a que su hija de 12 años aborte al niño que lleva en su vientre, el juez (que no la conoce, quiere ni tiene el mismo nivel de compromiso emocional y personal con ella) no tiene la obligación de escucharla ni menos aceptar su objeción.
El segundo proyecto es el de “identidad de género”. Esta iniciativa permite que un niño, personalmente (es decir, sólo, sin la autorización de sus papás), pueda solicitar ante un juez el cambio de su nombre y sexo registral. Luego de esta solicitud, el juez debe nombrar un Curador Ad Litem (sin tomar en cuenta a los padres del niño o niña) para que vele por la representación de sus intereses (que es tarea esencial y privativa de los padres). Durante este proceso se podrán deducir oposiciones, pero no se admitirán exámenes médicos o psiquiátricos. Es decir, si un niño de seis años solicita ante un juez, acompañado por un supuesto defensor de sus intereses (que no es ni mamá ni papá), el cambio de su nombre y sexo registral de niño, simplemente porque se siente como niña, sus padres no podrán oponerse presentando los antecedentes clínicos de años de tratamiento que confirma su convicción de que esto no es lo mejor para él.
Por último, está el proyecto de ley que crea un sistema de garantías de los derechos de la niñez. Este proyecto, al contrario de los dos anteriores, no se refiere a un debate moral puntual (aborto o identidad de género), sino que crea una “ley marco”, cuyo objetivo es regular todas las relaciones entre padres e hijos (o, más bien, entre la administración y los niños de Chile). Por lo mismo, es el más peligroso y la peor amenaza a los derechos de los padres. Lo fundamental de esta iniciativa legal está en presentar a los niños como sujetos capaces de ejercer los derechos por sí mismos como si fueran adultos y al Estado como responsable de garantizar dichos derechos y su ejercicio. En este sentido, el gobierno se atribuye para sí diversas facultades para resguardar que los niños puedan tomar sus propias decisiones en el ejercicio de sus derechos, aún cuando sus padres piensen (y sepan) que su hijo no está preparado para ello. Es decir, la administración remplaza a los padres en una de sus principales labores educativas: guiar al niño en su desarrollo hasta que alcance la madurez necesaria para tomar sus propias decisiones. En estricto rigor, jamás será el niño quien tome sus propias decisiones. Lo único que se logra, y en realidad se busca (así lo corrobora la experiencia comparada), es reemplazar a los padres por un burócrata del Estado para ser quien guíe (tome) la decisión de un niño a quien no conoce ni conocerá sino hasta cinco minutos antes de una audiencia cuando reciba la carpeta del caso.
La meta final de todas estas propuestas es instaurar en nuestro país una concepción errada y conflictivista de la relación padre-hijo, como si ella fuese una relación de choque, donde existen dos voluntades que se contraponen. Esto desconoce la naturaleza de uno de los vínculos más profundos del ser humano: nadie quiere mayor bien para un niño que sus propios padres. Y si bien es cierto que los padres se pueden equivocar, ello no es razón suficiente para que el Estado usurpe su lugar y viole gravemente sus derechos, sobre todo en situaciones tan dramáticas como la de decidir si abortar o “cambiarse de sexo”. Es precisamente en esas situaciones donde los padres deben estar más presentes, porque no hay duda alguna que el mejor lugar para la protección de los derechos de los niños es el seno del ambiente familiar (el Estado presume que sólo sus burócratas quieren defender los derechos y el bienestar de los niños, como si todo el resto estuviera permanente buscando perjudicarlos). Ya es suficientemente grave que en nuestro país tengamos altos índices de ausentismo paterno o de niños que no crecen en una familia intacta con el amor y dirección de su papá y su mamá. Además, ahora se pretende que para los pocos que quedan en esas condiciones el Estado les va a amarrar las manos a los papás porque simplemente no se puede confiar en que ellos cuiden el bien de sus propios hijos.
Nuestra crítica no pretende que el Estado esté absolutamente ajeno de las relaciones familiares. Esto sería imprudente, y es sabido que en ciertas ocasiones un tribunal debe declarar que un niño sea separado de sus padres para resguardar su integridad física. Sin embargo, lo que no hay que perder de vista, es que el Estado jamás puede intervenir en las relaciones familiares con el fin de ejercer una labor que es propia de los padres, como enseñar a sus hijos a rezar, castigarlos cuando no se comen la comida o darles permiso para ir a una fiesta.
Cristóbal Aguilera M., coordinador legislativo ONG Comunidad y Justicia.
FOTO: CRISTÓBAL ESCOBAR/AGENCIAUNO