La Navidad es un hito mundial. En todas partes se celebra. Recuerda un hecho que marcó la historia: el nacimiento desconcertante de Jesús, quien con sólo tres años de predicación cambió por completo la cultura. Belén es la antesala de las bienaventuranzas del sermón del Monte.
Seguramente la Navidad, tal como la conocemos, tiene muchos aspectos míticos. Así lo dicen los expertos y lo reconoce Benedicto XVI en su obra sobre Jesús de Nazareth. Se pone en duda que haya ocurrido un 24 de diciembre, fecha que marcaba una importante fiesta romana. Poco importa. Lo esencial es que vino al mundo un personaje excepcional que supo despertar los mejores valores de sus semejantes y cuyo legado hasta ahora mueve a una multitud de creyentes y es apreciado por la inmensa mayoría de los no creyentes.
Para judíos y musulmanes Jesús es un gran profeta. Para los cristianos es la imagen viva de Dios.
Su mensaje no tiene fronteras, ni conoce de discriminaciones y normas que ahoguen la libertad. Es de paz para todos. Se juega en el amor y la misericordia. No en la descalificación o la violencia.
Pero ese mensaje no es individual, no se agota en el destino de cada uno separado de los demás, es una invitación a trabajar por el reino de Dios y su justicia. En San Pablo ese llamado de Dios adquiere incluso dimensiones cósmicas: es la creación entera que gime dolores de parto esperando su transformación.
El compromiso social y político -en el sentido de la suerte de la polis– es la esencia de ese mensaje: por eso seremos juzgados. No por la fidelidad a una doctrina, ni por los ritos que somos capaces de cumplir.
Sin embargo -gran paradoja- no hay un recetario de medidas para esa tarea, sino un conjunto de exhortaciones a realizar ciertos principios, entendidos como mandatos de optimización. Las parábolas enseñan por analogía. Esos principios van variando en su contenido a medida que evoluciona la historia y mejora la comprensión que las personas, cristianos y no cristianos, van teniendo de los mismos. Es un crecimiento de la conciencia en la historia.
Esa evolución la vive la propia Iglesia dentro de la humanidad, no fuera ni separada de ella. Hay épocas en las que se piensa que existe un orden natural equilibrado que la sociedad debe reflejar; hay otras en las que el universo parece estar regido por el caos, frente al cual la sociedad debe mantener equilibrios siempre precarios construidos mediante la ley. Depende de las circunstancias que le tocan a cada generación.
El compromiso cristiano es exigente, pero no fanático. Pasa por el ejercicio libre de la razón. Supone el respeto de todos, el pluralismo en la sociedad y en la Iglesia. Se deforma cuando triunfa el integrismo. No pretende regir la sociedad con cánones religiosos, porque se inspira en un mensaje abierto. Está en las antípodas de la intolerancia o el sectarismo, que muchas veces han ofuscado la historia de la Iglesia.
Es un compromiso laico. No sometido a tutela clerical, basado en la responsabilidad de la libertad, donde la frontera no pasa entre creyentes y no creyentes, sino entre diversas opciones políticas en que muchos participan.
El bagaje de la experiencia histórica de la Iglesia en el mundo moderno ha dado origen a un conjunto de normas generales que constituyen la llamada doctrina social, que se construye en un diálogo permanente entre la teología y las ciencias humanas. Ese bagaje cultural no es un modelo de sociedad, sino un mínimo ético del cual forman parte los derechos humanos, los valores de la democracia, la justicia social, el equilibrio ecológico y la paz.
El problema es que esos valores deben iluminar la conciencia en un mundo que en muchos sentidos, los niega o los coloca en contraposición unos contra otros. Hay conflictos entre derechos que la política debe arbitrar. Los desafíos están claros -dar de comer al hambriento, de beber al sediento, curar al enfermo, visitar al preso, acoger al pobre-, los métodos son los que deben ser sometidos a examen.
La política tiene una tensión utópica, una pretensión de mejoría, un ideal, pero se mueve en el mundo de lo posible. Desata pasiones que hunden sus raíces en el inconsciente, pero debe pasar por el cedazo de la razón. Las opciones en la política son por regla general entre bienes y males relativos. Vive en el pluralismo de las opiniones: está más cerca del conocimiento por experiencia (doxa) que de la ciencia (episteme). Un buen criterio de discernimiento es la compasión por el que más sufre.
La política requiere un importante grado de buen criterio. El político no es un profeta, ni un sabio. Los filósofos no son buenos gobernantes. El político no duda, ni vacila. Se puede equivocar, pero no es pusilánime. Tiene que arriesgar y apostar para poder conducir. El político requiere de una virtud especial: la paciencia. Debe saber esperar el momento oportuno y actuar con libertad de espíritu: aceptar las limitaciones y los fracasos, no empecinarse en los errores, abrirse a los cambios.
La política, al igual que la vida, no tiene término previsible: es como una pieza de teatro que no concluye, donde van cambiando los actores y el drama que se representa. Es una carrera de posta animada por la esperanza de tiempos mejores.
Es la enseñanza que encierra la Navidad: la fuerza de un débil.
José Antonio Viera-Gallo, Foro Líbero.
FOTO: DAVID VON BLOHN/ AGENCIA UNO