En 1917 la Revolución Bolchevique cambió el curso de la historia europea y mundial. Primero se produjo la caída de los zares, pero la democracia liberal parlamentaria que se inició -lejos de consolidarse- dio paso al primer régimen comunista de la historia. Comenzaba una historia de la Unión Soviética, que mezclaría la “ilusión”, como le llamaba Francois Furet a la “idea comunista”, con el terror, que sería la manifestación práctica de las décadas del régimen fundado por Lenin.

El sistema estaba destinado a durar una eternidad y diversos triunfos históricos contribuyeron a la consolidación de esa mirada triunfalista. Después de la Segunda Guerra Mundial diversos países de Europa Central y del Este pasaron a la órbita soviética, en 1949 se impuso la revolución de Mao en China y diez años más tarde triunfó la revolución cubana de Fidel Castro y Ernesto Che Guevara. Con esos antecedentes, pocos se atrevían a discutir el destino que seguía el mundo.

Sin embargo, la situación cambió radicalmente en la década de 1980 y tuvo en la caída del Muro de Berlín una de sus manifestaciones más impresionantes. Pero todavía sobrevivía la Unión Soviética, si bien con pies de barro y con una derrota previsible. El cambio comenzó a operar con la llegada de Mijail Gorbachov al Kremlin, con lo que se inició una era de transformaciones de final imprevisible.

Así lo resumió Francis Fukuyama a mediados de 1989: “Lo que ha sucedido en los cuatro años desde que Gorbachov asumiera el poder es una embestida revolucionaria contra las instituciones y principios más fundamentales del estalinismo, y su reemplazo por otros principios que no llegan a ser equivalentes al liberalismo per se, pero cuyo único hilo de conexión es el liberalismo” (en “¿El fin de la historia?”, publicada originalmente en inglés en The National Interest).

Efectivamente, el nuevo jerarca encabezó una transformación decisiva. Lo que en un primer minuto se presentó como un regreso a Lenin, en la práctica se manifestó rápidamente como un abandono de las bases ideológicas e históricas del socialismo real. En febrero de 1990 el Soviet Supremo aprobó la creación de un sistema político pluripartidista, en lo que era el fin práctico de la dictadura comunista que había introducido el mismo Lenin décadas atrás. En los meses siguientes se les señaló a las distintas repúblicas soviéticas que no se les mantendría a la fuerza en la URSS. Era la confesión de la derrota del modelo soviético, frente al éxito y atractivo que mostraban en aquel tiempo las economías libres y las democracias en Occidente. Los socialismos reales, que triunfaron como promesa durante largo tiempo, estaban sufriendo su final para muchos inesperado.

La situación se precipitó a fines de 1991, hace exactamente 25 años. El 8 de diciembre se firmó el tratado de Belavezha, por el cual los líderes de Rusia, Ucrania y Bielorrusia declararon la disolución de la Unión Soviética y la formación de una Comunidad de Estados Independientes. Así lo recuerda Gorbachov en una reciente entrevista: “Se reunieron en el mayor de los secretos en la dacha Viskuli, situada en el bosque de Belavezha, justo en la frontera con Polonia, con unos cuantos asesores de su confianza, como Yegor Gaidar, que más tarde fue primer ministro de Rusia. De su protección se encargaron las fuerzas especiales. Lo hicieron todo muy deprisa, alejados de los ojos del mundo. Desde allí no se filtró noticia alguna a nadie. Ni a mí tampoco. Y además, ¿quién hubiera podido informarme, dado que la KGB estaba con ellos? Fue un día terrible. Pese a carecer de noticias de primera mano, sentí la enormidad de lo que estaba ocurriendo”. (El País, marzo de 2016)

El 21 de diciembre, prácticamente todas las “repúblicas soviéticas” acordaron disolver la URSS. Había terminado una larga historia y se iniciaría otra que no estaría exenta de conflictos.

¿Por qué cayó la Unión Soviética? ¿Por qué el comunismo perdió la Guerra Fría? El tema es de una enorme complejidad y convendría revisarlo con mayor detención. Pero no cabe duda que el proyecto político occidental -la democracia- era superior, con todas sus limitaciones: garantizaba libertades públicas y permitía participar en las decisiones políticas, garantizaba derechos y alternancia en el poder. Por otra parte, la economía de mercado -con cualquiera de sus denominaciones- era un sistema que permitía mayor crecimiento económico y condiciones de vida mejores para la población, oportunidades impensadas en el mundo de los socialismos reales. A ello se debe añadir un factor adicional, que destacaron figuras como Juan Pablo II y Vaclav Havel: para ellos el comunismo había sido un mal moral, un totalitarismo que había ahogado la libertad y reducido las condiciones de la existencia humana a niveles lamentables.

Así lo resumió Alexander Solzhenitsyn, otro de los grandes disidentes contra el comunismo: “La Unión Soviética Comunista estaba condenada históricamente, ya que se basaba en ideas falsas (se fundamentaba ante todo en una “base económica” a la que acabó arruinando). La URSS se mantuvo durante setenta años embridada por una dictadura sin precedentes, pero cuando enfermó por dentro no hubo bridas que sirvieran”. (El “problema ruso” al final del siglo XX, Ed. Tusquets, 1994)

La disolución de las repúblicas llevó a otros procesos que fueron un verdadero torbellino, impensable meses antes. Gorvachov fue superado por los hechos y debió renunciar, prediciendo que los antiguos dominios soviéticos caerían en las luchas políticas y militares, además de caer en un desastre económico. “Dejo mi puesto -dijo en un emotivo y triste discurso televisivo de despedida- lleno de intranquilidad. Pero también con esperanza, con fe en vosotros, en vuestra sabiduría y vuestra fuerza de espíritu. Somos los herederos de una gran civilización, y ahora depende de todos nosotros que pueda resurgir y darnos una vida nueva, moderna y próspera”. Era el 25 de diciembre de 1991.

Pocos días después la Unión Soviética dejó de existir. Como resume el gran historiador Robert Service, “un Estado cuyo orden político y económico había encarnado una categoría crucial del léxico del pensamiento del siglo XX. A partir de 1992, ese Estado dejó de existir”. (Historia de Rusia en el siglo XX, Barcelona, Crítica, 2000)

 

Alejandro San Francisco, historiador, columna publicada en El Imparcial, de España

 

 

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