Las transmisiones por televisión de las audiencias del denominado caso Penta han abierto debate sobre la conveniencia de llevar juicios de alta connotación pública a las pantallas de televisión. El juez Scalia, el integrante más antiguo de la Corte Suprema de Estados Unidos y de visita en Chile, señaló que “es enfermo hacer entretenimiento con los problemas de la gente real”, justificando así la posición del máximo tribunal de USA que no permite que se transmitan sus audiencias.

En Chile, los ministros de la Corte Suprema han sostenido –el ministro Juica especialmente- que los jueces no se dejan influir por la opinión pública y que resuelven con total independencia del clima social imperante. Razón por la cual no hay motivo para restringir el acceso de la sociedad a procedimientos que son esencialmente públicos.

El problema es complejo y debe ser abordado desde distintos ángulos. Lo fácil es decir que la gente tiene derecho a conocer cómo resuelve la Justicia en casos de alto interés público; que si las audiencias son públicas no hay razón para impedir su transmisión, así ha ocurrido en el paso con otros casos, especialmente en las instancias de alegatos ante Tribunales Superiores.

Pero la pregunta de fondo que uno debe formularse es si estas transmisiones contribuyen o no al objetivo primordial que la sociedad debe resguardar y que es, fuera de toda duda, el acceso del imputado a un juicio imparcial y justo. Porque ese es el valor superior en todo procedimiento judicial, en una sociedad liberal el poder punitivo del Estado debe estar controlado de forma que el individuo pueda enfrentar a un adversario que tiene un poder desproporcionadamente superior.

Lo importante es que este argumento se sostenga con igual convicción cuando el imputado es un delincuente común, generalmente visto como una víctima del entorno por los críticos de la distribución del poder en una sociedad libre –también conocidos entre nosotros como socialistas- o es un empresario de derecha o un sacerdote de reconocidas tendencias conservadoras.

Otra cuestión relevante es si los medios de comunicación están preparados para transmitir audiencias judiciales de manera técnicamente informada y con la objetividad que requiere la justicia.

Lo primero que es relativamente fácil de despejar es que los seres humanos no somos inmunes a la influencia que ejerce la opinión pública. Los casos en que ello ocurre son los de situaciones de heroísmo o santidad. “Matar un ruiseñor”, tanto en su versión cinematográfica con un inigualable Gregory Peck, o en la novela de Harper Lee, nos muestra la reacción emocional de una comunidad que, actuando como masa, no es capaz de hacer primar el juicio racional por sobre la emocionalidad y el prejuicio.

Es razonable suponer que, sin duda, debe haber jueces capaces de sobreponerse a la opinión pública, pero esa no es la regla general, por la sencilla razón que ni el heroísmo, ni la santidad, son la regla general entre los seres humanos.

Entonces, debemos ser especialmente cuidadosos con la publicidad que conduce a formas de juicios populares porque, como la historia nos ha demostrado hasta la saciedad, esta forma de juicio conduce casi siempre a lo contrario de la justicia. Todos los que crecimos viendo películas del viejo oeste americano, sabemos casi intuitivamente la diferencia entre un juicio y un linchamiento.

Por su parte, los medios de comunicación no están preparados para transmitir este tipo de procesos en forma rigurosamente técnica. Lo que es peor, tiendo a creer que la deficiencia es insalvable porque tiene que ver con la diferente naturaleza de uno y otro ambiente.

Mientras el lenguaje y la reflexión judicial deben ser técnicamente elitistas, el de la televisión es emocional y masivo. De hecho, incluso en aquellos casos en que los canales intentan darle un soporte técnico a la transmisión, con la presencia de abogados calificados, estos no actúan con los incentivos correctos, puesto que sus opiniones se expresan sin responsabilidad profesional respecto del proceso en el que opinan y porque también –como seres humanos normales- es esperable que se dejen llevar por el ambiente de opinión pública o por sus creencias políticas o filosóficas.

Pensemos qué ocurriría si comenzaran a transmitirse regularmente por televisión audiencias relacionadas con delitos de sangre, secuestros, agresiones sexuales a niños, etc. ¿Sería posible que los imputados tuvieran un juicio justo, con independencia de los puntos de rating de cada transmisión? Estoy cierto que no.

La publicidad como medio de control es indispensable en la medida que somete el proceso judicial al escrutinio racional y libre de los especialistas, primero, y de la prensa después. Pero una cosa es el escrutinio del proceso y sus decisiones y otra muy diferente es hacer de ambos un espectáculo masivo.

En su interesante libro “La sociedad de la transparencia”, Byung-Chul Han, sostiene que vivimos una era en que la transparencia se ha tornado en un tipo de totalitarismo que, paradojalmente, en muchas formas y dimensiones se ha transformado en una amenaza de la libertad y los derechos individuales.

En este, como en otros aspectos de nuestra sociedad, me declaro un pesimista crónico. La tendencia hacia la transparencia forma parte de un ciclo inevitable, que conducirá por sus excesos a nuevas formas de opresión y que solo alguna crisis social y política mayor que revise los cimientos de la organización política de occidente (no menos que la revolución francesa) hará que se avance a nuevas formas razonables de asegurar la libertad individual, hoy amenazada por la masa a través de la guillotina de nuestros tiempos: el people meter.

 

Gonzalo Cordero, Foro Líbero.

 

 

FOTO: ALVARO COFRE/AGENCIAUNO

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