Los violentos hechos durante la celebración del Día del Trabajo en la calle Meiggs, la muerte del comerciante en pleno centro de Concepción o el intento de agresión al Presidente Boric han puesto en la palestra el problema de la violencia política y delictual que vive Chile. No debiera llamar la atención. Hace ya tiempo que nadie desconoce la relación directa entre parte de la izquierda política e institucional y el terrorismo, la corrupción, el activismo urbano y la violencia separatista. Es manifiesto que son algunos representantes políticos de estas corrientes los que abogan por la impunidad de los perpetradores del miedo bajo la anuencia del resto del espectro político. Son los terroristas asesinos del pasado los homenajeados y reivindicados hoy. Son los delincuentes separatistas los defendidos por las ONG y algunos funcionarios de izquierda. Los terroristas de la Araucanía, los encapuchados de Plaza Italia o los narcos del Gran Santiago tienen a sus defensores más explícitos en notorios candidatos de izquierda.

Esta violencia política y delictual está relacionada con reclamos antisistema y por fuera de la legalidad que la izquierda es tan hábil en justificar, cuando no en glorificar. La capacidad que tiene para detectar y canalizar micro conflictos, resistencias y tensiones que le son instrumentales le permite utilizar pulsiones y sentimientos adaptativamente según la necesidad coyuntural. Pueden ser sumisos o rebeldes frente a una misma medida según sean sus intereses. Pueden hacer estallar la calle por un caso policial si les conviene, o enterrar mil casos similares si les son adversos. Diagnosticar el humor social, plebiscitar la ira, echar bencina al fuego si conviene, distraer en caso contrario. Se suma a esto una gran capacidad de moldear las viejas agendas para que cuadren en las nuevas. El anticapitalismo dejó de ser un reclamo de clases para ser un reclamo ecologista o feminista, por ejemplo. Claro ejemplo es el estallido del 18-O, pero también es el arco de manifestaciones estudiantiles, ecologistas, feministas o indigenistas que sugestivamente se concatenan, además, en los distintos países. Y la virulencia de estas acciones se incrementa en paralelo con la inacción de las fuerzas de seguridad y de la justicia. 

La situación que vive Chile recuerda la época de Allende.

Jugando este juego, en apenas dos años, la supuestamente invertebrada izquierda chilena generó un estallido terrorista descomunal que fue seguido de repercusiones clonadas a lo largo del país, protagonizadas por algún sucedáneo del ideario progresista: el sur se tiñó de indigenismo separatista, las diversas capas de movimientos LGTBIQ+ generaron sus propios eventos, así como el feminismo y los movimientos estudiantiles. A la quema de decenas de estaciones de metro siguieron incendios en iglesias, comercios y bosques. Con estas acciones forzaron un plebiscito constitucional y están pariendo una nueva Carta Magna que, para empezar suavecito, incluye privilegios identitarios y prejuicios raciales e ideológicos, y que hace palidecer de envidia a las izquierdas del hemisferio Norte. Ni en sus mejores sueños lograrían tal hazaña.   

La situación que vive Chile recuerda la época de Allende. Las justificaciones y la exaltación que con Frei Montalva se había hecho del uso de la violencia política y delictual hicieron imposible, una vez Allende en el poder, contener a los sectores más violentos. Y la amnistía por él firmada para favorecer a miristas y a miembros de la Vanguardia Organizada del Pueblo, o VOP, lo complicará tremendamente, derivando en el asesinato del ex minsitro Pérez Zujovic. 

Lo dicho: en sesión especial del Senado la ministra del Interior y Seguridad Pública hace pocos días explicaba que “los índices de pobreza, desigualdad e ineficiencia son catalizadores de violencia” que justificarían el estado de delincuencia en que vive el país. Claro que después de los sucesos de esta semana la funcionaria debió retroceder y presentar una agenda, que tiene de ineficaz lo que tiene de apresurada.

Toda sociedad tiene órdenes y reglas, pero no toda sociedad tiene el estado de derecho.

La idea de que “las injusticias y las inequidades” explican el crimen se remonta a más de dos siglos. Está presente en el libro de William Godwin de 1793, Investigación sobre la justicia política en Inglaterra, e incluso antes, en varios escritores franceses. Sin embargo, aunque tales nociones existieron durante siglos, no se convirtieron en las dominantes en la política hasta la segunda mitad del siglo XX, más específicamente, la década de 1960 en los Estados Unidos. Y aún hoy la izquierda se siente cómoda hablando de “injusticias y desigualdades” sin notas, y ciertamente sin confrontar las montañas de evidencia en sentido contrario que se han acumulado en las décadas posteriores.

Toda sociedad tiene órdenes y reglas, pero no toda sociedad tiene el estado de derecho: “un gobierno de leyes y no de hombres” que garantiza seguridad e igualdad ante la ley. No fue fácil lograr una aproximación a ese estado de derecho. Fueron necesarios siglos de lucha para alcanzarlo. Tirar todo esto por la borda debido a las turbas, los medios o la demagogia racial no deja de provocar asombro. 

No hay que engañarse. El aumento de la violencia que se registra en Chile se debe a una revolución de arriba hacia abajo, como lo son todas las revoluciones en las políticas públicas. Hayek señalaba que la opinión política a largo plazo está determinada por los intelectuales que logran imponer sus ideas. Por eso, en todo país que se ha movido hacia el socialismo, hubo una larga fase anterior durante la cual las ideas socialistas dominaron el pensamiento de la mayoría de los intelectuales. Los derechos ampliados para los acusados ​​de delitos, las teorías sociológicas del delito, las teorías de rehabilitación y los procesos legales dudosos que invierten la carga de la prueba y que tan difícil hacen una condena, son una prueba de tal influencia intelectual previa.

La legitimidad del estado moderno tiene que ver con el monopolio del uso legítimo de la fuerza.

Por otra parte, el auge de la violencia no es un fenómeno social aislado. La ruptura de las cualidades personales de autocontrol, honestidad, integridad, previsión, autosuficiencia y consideración por los demás está indisolublemente ligada al estado de bienestar, como muestran años de estadísticas y evidencias. El estado redistributivo no es sino una glorificación de la envidia. Existe un conflicto irreconciliable entre el estado de derecho, que depende de un gobierno limitado, y el estado de bienestar, que depende de un gobierno ilimitado. A medida que el gobierno aprueba más y más leyes y reglamentos, la libertad individual se va reduciendo y el desorden va creciendo. 

A la izquierda les gusta decir que una guerra contra la pobreza es también una guerra contra el crimen. Por guerra contra la pobreza significan una redistribución más forzada, beneficios sociales generosos, más burócratas y más controles sobre las acciones individuales. Las consecuencias de estos programas han sido la disolución de familias, la ilegitimidad, el desempleo masivo, la desmoralización y la inexistencia de habilidades laborales. La redistribución perpetúa la pobreza, la intensifica y, por lo tanto, aumenta el crimen. La verdadera guerra contra la pobreza ocurre diariamente, en el actuar cotidiano. El espíritu empresarial, el comercio y la creación de nueva riqueza es la verdadera guerra contra la pobreza. No sorprende, por ello, que se produzca una disminución de la conducta delictiva con el crecimiento, y que una mayor criminalidad vaya asociada con el surgimiento del estado de bienestar y del socialismo. 

Finalmente, la legitimidad del estado moderno tiene que ver con el monopolio del uso legítimo de la fuerza. Tiene por lógica que ciudadanos renunciamos a usar la fuerza por nosotros mismos para que sea el estado en nombre de la ley el que haga uso de la fuerza para hacer respetar los derechos. Cuando el gobierno renuncia a hacer uso de esa herramienta y se dedica a perpetuar, en cambio, las causas de la pobreza se genera un vacío muy grave que solo puede desembocar o en la anarquía o en el triunfo de la mano del más fuerte. Quizás sea esto lo que están buscando quienes exaltan la violencia. Pero lo que no se puede dejar de advertir es que, si el resto del espectro político que está en desacuerdo sigue aceptando las reglas de los más violentos, no habrá salida republicana para Chile.

*Eleonora Urrutia es abogado.

Abogado, máster en Economía y Ciencias Políticas

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