Decía Heráclito que nadie se baña en el mismo río dos veces. Tenía razón, aunque la cuestión no sea evidente. Cuando pienso en lo que ha cambiado Caracas y, en general, Venezuela en los últimos años, pienso que no sólo no estoy en el mismo río, sino que tampoco reconozco el cauce. Todo parece extraño, incluso para mí, que no he salido de Venezuela de manera permanente.

Las personas han cambiado, los tipos humanos (como diría Platón) que habitan la ciudad también, son cambios tanto del alma como del cuerpo. El venezolano que deambula por la ciudad ha sufrido una metamorfosis, ya no es el latinoamericano con mayor capacidad de compra que se ufanaba de ser la 4ta economía de la región. Su mirada, que es espejo del alma, refleja tristeza y desesperación, es el hombre nuevo del paraíso socialista al que le han robado el alma y la energía de vivir. Sufrimos una profunda crisis de desencanto.

Si pudiese señalar una causa, que a su vez es manifestación de causas más profundas, diría que es la inflación, ahora convertida en hiperinflación: expropiación silenciosa, inconsulta, del salario del pueblo para financiar los grandes déficits (20% del PIB) de un gobierno que ha quebrado a la industria nacional y, de manera especial, a Petróleos de Venezuela (PDVSA).

La inflación debemos verla como lo que es: un impuesto a todos aquellos que estamos obligados a usar bolívares, y que vemos cómo su tenencia es pechada minuto a minuto por un gobierno que cobra de esa forma el peor y más injusto de los tributos.

Cuando los gobiernos son débiles y ya no pueden obtener más recursos endeudándose, deciden expropiar al pueblo a través de la inflación, impuesto confiscatorio que hace más pobre a los que ya eran demasiado pobres, y más ricos a los que ya eran demasiado ricos. A los primeros los vemos por las calles de Caracas abriendo bolsas de basura para buscar desperdicios de comida,  mendigando por las urbanizaciones capitalinas pidiendo limosna de casa en casa. Los más pobres son las víctimas principales de este proceso expropiador: sólo en 2018 más de 200 mil niños están en riesgo de morir de hambre, según Caritas Internacional, una hambruna sin precedentes en un país petrolero como Venezuela.

La hiperinflación, por otra parte, es la inflación que se vuelve explosiva. El gobierno, a partir de julio de 2017 necesitó gastar más, dejó de pensar en las consecuencias y decidió “tirar la casa por la ventana” en términos de gasto público. En julio-agosto del año pasado Venezuela sobrepasó el umbral de lo debido y entramos en la fase explosiva del financiamiento monetario para financiar un proyecto político que no da más.

Esta situación nos llevó a que en octubre de 2017 entráramos formalmente en la hiperinflación. No hemos visto la peor cara de la hiperinflación: en Hungría los precios se triplicaban cada día, en Zimbawe se duplicaban. Pero lo peor está por verse si no se corrige el déficit fiscal de un gobierno que ya no tiene por dónde más recortar gastos y que, aislado y sancionado por violar los DDHH, ya no tiene cómo aumentar sus fuentes de ingreso. Esto, sin contar que la misma hiperinflación hará aun grande el déficit fiscal, acrecentando la necesidad de dinero inorgánico para seguir alimentando el pernicioso proceso.

Ante la escalada del impuesto inflacionario, lo mejor que puede hacer el ciudadano es no usar ese bien que está siendo pechado: el bolívar; deshacerse de él es la mejor estrategia que puede seguir todo el que no quiera ser expropiado. Ese rechazo hacia la moneda es lo que hacen los colectivos (grupos de chavistas radicales) de la Parroquia 23 de Enero en Caracas, con su moneda “el panal”; o lo que hacen los sindicatos petroleros “socialistas”, cuando quieren que se les pague su salario en “dólares” (ellos producen en dólares, por cierto, y les pagan en bolívares que no valen nada); o lo que hacen los tachirenses que empiezan a usar “pesos” colombianos; o lo que hace el mismo gobierno cuando anuncia una nueva moneda (mejor dicho, criptomoneda) para Venezuela: “el petro”.

El bolívar ha muerto y debe ser sustituido por otra moneda que no pierda valor, o lo que es lo mismo, que no sea pechada con el impuesto inflacionario hasta el nivel confiscatorio (hiperinflación) que ha plagado de miseria al pueblo venezolano.

Si queremos volver a bañarnos en el mismo río que alguna vez fue Venezuela, debemos ir a una nueva moneda a través de una reforma monetaria con un Banco Central independiente; o al menos permitir la libre circulación de otras monedas como el peso, el dólar, o el euro, para que los venezolanos nos podamos proteger del bestial impuesto inflacionario al que nos ha sometido Nicolás Maduro.

La libre circulación de monedas no hace excepción de ninguna moneda o país, solamente permite al ciudadano escoger la mejor manera de protegerse de la hiperinflación de manera legal. De la competencia entre monedas, el ciudadano podrá escoger la que mejor le satisface. En Guatemala está permitida, y eso no ha implicado la desaparición de Quetzal, sólo lo ha hecho mejor, ya que al competir con otras monedas el Banco Central se ve obligado a mantener su competitividad. Los monopolios generan vicios e ineficiencias, ocurre lo mismo con el monopolio del bolívar, que obliga a los venezolanos a usar una moneda devaluada como la única de curso legal.

La mirada de desencanto que vemos en los ojos del pueblo venezolano es la de un pueblo esquilmado, robado por un Estado que le ha depredado su riqueza. Podemos ponerle fin a esta situación de inmediato permitiendo la libre circulación de monedas para protegernos de la hiperinflación, mientras se emprenda una reforma monetaria con un Banco Central independiente.

 

Ángel Alvarado Rangel, diputado de la Asamblea Nacional de Venezuela

 

 

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