Las ideologías son el espacio de la política; su motivo antagónico y su carácter agonístico. Proporcionan el terreno sobre el cual compiten los partidos. Es la brújula que orienta la navegación de los gobiernos, incluso cuando éstos se declaran apolíticos y no-ideológicos. Son la materia que divide a la opinión pública y organiza las percepciones de la gente. Proveen un mapa conceptual y socio-emocional a los actores que se desenvuelven en el juego (letal a veces) del poder.

Pero, ¿qué son las ideologías?

Ante todo, son fenómenos cognitivos e ideacionales complejos, parientes de ideas, normas, conocimientos, información, interpelación, argumentos, mandatos, significados. Dan lugar a los discursos políticos que proponen  visiones de país, imágenes de una ‘buena sociedad’ o modelos preferentes de orden social, al mismo tiempo que expresan y se adscriben a una visión de mundo. Son filosofías para la acción colectiva; un componente esencial de la cultura de masas, aunque ésta suele declararse distante de la política y los políticos. En democracia son insustituibles, permiten hacer sentido de los desplazamientos y transacciones dentro de la polis. En regímenes totalitarios, autoritarios, de líderes carismáticos e impronta plebiscitaria, constituyen un estorbo y son aplastadas, silenciadas o manipuladas.

En esta oportunidad nos interesa explorar la ideología del gobierno Bachelet, su formación y elementos componentes, su evolución a lo largo del tiempo, su ubicación en el espacio ocupado por las diferentes familias ideológicas y la instrumentación e implementación que de ella han realizado los agentes de la gestión del Programa, en los distintos niveles de conducción y operación del gobierno. Para llevar adelante esta exploración discutimos primero algunas nociones sobre el campo ideológico. A continuación, usamos esas nociones para estudiar el cambio de paradigma ideológico que la Nueva Mayoría (NM) proclama como su marca distintiva.

I

Sin duda, hay diversas nociones de lo que son las ideologías y del papel que cumplen.

Según Alvin Gouldner, sociólogo norteamericano de los años 60′, las ideologías son un llamado a la acción que apela a proyectos racionales y no a la autoridad de quién los propone, o a las justificaciones de la tradición o de la fe. Serían pues hijas de la ilustración; un componente esencial de la política moderna. Constituyen, dice él, un nuevo modo de discurso político, fundado sobre la idea de que la acción colectiva puede justificarse mediante argumentos, de manera secular y racional. Las ideologías, concluye, se someten a la ‘gramática de la moderna racionalidad».

En la vereda opuesta se ubican Marx y Engels, para quienes las ideologías ofrecen una visión distorsionada de la realidad. Sostienen que “en cualquiera ideología los hombres y sus circunstancias aparecen invertidos como en una cámara obscura”. De allí la imputación de que las ideologías producen una ‘falsa conciencia’; sirven para ocultar las contradicciones sociales, especialmente la subordinación de los grupos dominados a la clase dominante, haciéndolas aparecer como necesarias, normales, congruentes.

De modo que según la perspectiva de los fundadores del marxismo (ideología de las más intelectuales que se pueda concebir), las ideologías se asocian estrechamente con las clases, al punto que Marx dice por ahí: las ideas dominantes de una época son las ideas de la clase dominante. Ésta se sirve de la ideología para reforzar y legitimar su dominación, haciendo aparecer como intereses universales los propios. Incluso, proclama como verdades racionales sus ilusiones y simulaciones, según mostraría la mejor literatura burguesa. En suma, en vez de un discurso racional a la Gouldner (habermasiano si queremos ponernos al día en la selva de las citas) estamos aquí frente a una comunicación distorsionada. El poder triunfa sobre el lenguaje y la razón; los manipula a su favor. El gentleman cree ser portador de una cultura superior, saber cuál es el patrón de la distinción social y en qué consiste el buen gusto.

Slavoj Žižek, un polémico filósofo y cientista social contemporáneo escribe a propósito de la religión -paradigma de la ideología, según Marx- que Hegel distinguía en ella tres momentos: doctrina, creencia y ritual. Y sugiere emplear esa misma trilogía para estudiar la ideología. Primero, entonces, como un complejo de ideas, esto es, teorías, conceptos, procedimientos argumentales. Enseguida en su externalidad, su materialización en aparatos ideológicos que reproducen las creencias dominantes. Y, por último, bajo su forma más elusiva, como ideología espontáneamente incorporada a las más diversas prácticas sociales, las que así adquieren el carácter de un ritual de clase social.

En la primera de las tres acepciones, dice Žižek, estamos ante la ideología en-sí-misma; un conjunto de ideas, persuasiones y conceptos que busca convencernos de su verdad, aunque en realidad sirve a algún interés de poder. La ideología sería comunicación sistemáticamente distorsionada. Una brecha separa sus enunciados oficiales de su intención oculta. El segundo momento, el momento althusseriano, designa la materialidad de la ideología incorporada en instituciones, prácticas y codificaciones del lenguaje; los llamados aparatos ideológicos de Estado o, mejor, de la dominación. Así, por ejemplo, la religión no es meramente fe interna; es también su externalización en una iglesia, sus sacramentos y personal sacerdotal. O bien el dominio a través de la cultura escolar que, según mostró Pierre Bourdieu, reputado sociólogo francés, se ejerce bajo la forma de una violencia simbólica en el marco de la autoridad escolar. La discusión académica desencadenada por esa afirmación aún continúa. Finalmente, la  externalizacion de la ideología se vería reflejada sobre sí misma difundiéndose en la sociedad entera, dando lugar a una red de cuasi-espontáneas presuposiciones, actitudes y hábitos que se reproducen a través de prácticas aparentemente no-ideológicas, como pueden ser prácticas económicas, legales, políticas o sexuales. Así la ideología penetra los cuerpos, se convierte en disciplina, se transmite como habitus a través de la cultura del hogar, imponiendo códigos lingüísticos elaborados, esquemas de clasificación y pautas de distinción.

Hasta aquí hemos visto tres enfoques diferentes de la ideología: discursos racionalmente fundados, falsa conciencia y legitimación del dominio de clase, y entramado de doctrina, creencias institucionalmente reproducidas y prácticas que ritualizan la ideología, otorgándole un excedente de sentido en la sociedad. A esta breve síntesis, abstracta a ratos, ya lo sé, conviene agregar una cuarta perspectiva, necesaria para luego emprender el análisis de la gestión ideológica en la administración Bachelet.

Tal visión adicional -llamémosla funcionalista- la proporciona Martin Seliger, en un volumen pronto a cumplir 40 años desde su primera edición. El autor plantea ahí que las ideologías son conjuntos de creencias orientadas a la acción, compuestos por los siguientes elementos: descripción factual, análisis de situación, prescripción moral (sobre lo que es bueno y justo) prescripción técnica (de prudencia y eficiencia), implementos (reglas, procedimientos y medios para llevar adelante los compromisos) y refutación (oposición a principios y creencias de otras ideologías antagónicas o competitivas).

Sería la mezcla de esos elementos descriptivo-analíticos, de persuasión y proposición, la que otorga su atractivo y fuerza simbólica a las ideologías, al convocar en torno a sus ideas y refutaciones a un número de personas dispuestas a organizarse para implementar la ideología, renovarla y difundirla en la sociedad.

En efecto, según señala Stuart Hall, fundador de la escuela de Birmingham de estudios culturales, el desafío de una ideología consiste en lograr que diferentes clases de ideas logren captar el interés de las masas, transformándolas así en una ‘fuerza material’. Pues como postula Michael Freeden, otro reconocido estudioso de las ideologías, los creadores y diseminadores de éstas buscan naturalmente el máximo impacto y penetración del discurso ideológico entre los públicos o consumidores este tipo de ideas. Entonces, “si los argumentos son demasiado detallados y complejos, atraerán solo a teóricos profesionales de la política y filósofos, pero serán inútiles como herramientas de reclutamiento [masivo] en torno de una bandera ideológica».

Antes de seguir adelante conviene aclarar un último punto. Como bien dice el mismo Freeden, existen dos clases de ideologías claramente distintas; las macro-ideologías y las micro-ideologías. Las primeras son megadiscursos referidos a la totalidad de lo social y de alcance geográfico global o al menos supranacional, y poseen una duración relativamente larga, a la vez que admiten decenas de especificaciones locales. Ejemplos son las ideologías -o familias de ideologías- conservadoras, liberales, comunitarias, comunistas, socialdemócratas y otras que con distintos nombres derivan directamente de las anteriores o combinan elementos de dos de de ellas o más. Además, en esta misma clase hay ideologías de contenidos y bordes más difusos como son, por ejemplo, los nacionalismos, el progresismo, el fascismo, el populismo, el indigenismo, etc.

Por su lado, las micro-ideologías o mini-estructuras ideológicas según las llama Freeden, se identifican con grupos de presión, o surgen en torno a campañas de comunicación, o favorecen causas locales o de grupos de intereses específicos, o promueven determinados estilos de vida (tribus urbanas, por ejemplo). Todas ellas contribuirían, afirma, “al rico tapiz del pensamiento ideológico a disposición de una comunidad razonablemente libre”, aunque son ejemplo, al mismo tiempo, de una expresión ideológica restringida que, por eso mismo, se aparta de las familias ideológicas de corriente principal rehuyendo ofrecer un menú amplio del soluciones para los asuntos sociopolíticos de la época.

En cualquier caso, trátese de ideologías de orden macro o micro, expresadas en formulaciones fuertes o débiles, de mayor o menor pureza doctrinaria, revolucionarias o reformistas o reaccionarias, ubicadas a la derecha, en el centro o a la izquierda del espectro político, lo cierto es que si alguien en algún momento las dio por muertas (como hizo Daniel Bell), se equivocó. Las ideologías muertas gozan de buena salud. Más fragmentadas y deshilachadas probablemente, con menor poder persuasivo, con una mayor impureza por combinación de elementos -progresismo neoconservador, socialdemocracia de tercera vía, socialismo liberal, liberal- comunitarios, etc.- pero, a pesar de eso, mantiene su función como eje vital de la política y las políticas.

Tan evidente como esa persistencia es que las ideologías son solo un aspecto de la política; un componente -central sin duda- de su parte ideacional, cognitiva, propia del ámbito de los discursos, los relatos o narraciones. Crean representaciones de mundos posibles. Articulan visiones alternativas de país dando expresión, a su vez, a diferentes visiones de mundo, filosofías, interpretaciones de la historia y la época que nos corresponde vivir. Son el territorio propio de las tribus académico-intelectuales, de los productores de ideas, los pensadores, los profetas desarmados, los Marx, Mills y Burke, los filósofos y núcleos fundadores de macro ideologías, como fueron los  originadores del pensamiento socialdemócrata europeo por ejemplo o los von Hayek y Keynes, quien dijo que los hombres prácticos, sin saberlo, son esclavos de las ideas de un economista difunto, sin imaginar que él presidiría esa lista.

La otra parte de la política, en tanto, es propiamente la de los políticos en sentido amplio, mujeres y hombres de partido y acción, los Lenin y las Merkel, gobernantes, parlamentarios, planificadores, constructores de revoluciones, forjadores de imperios, líderes democráticos, hacedores de políticas públicas, asesores del Príncipe, technopols, tecnócratas, funcionarios de la alta burocracia, comunicadores, spin doctors, gestores e implementadores de primera línea de las políticas públicas, creadores de programas y planes; en fin, analistas simbólicos de la esfera política en su vasto espectro de funciones estatales, de sociedad civil y de gestión del poder.

II

A la luz de los constantes reclamos sobre la tensión existente en la administración Bachelet entre el modelo ideológico y la gestión del mismo, nuestro propósito en lo que sigue es profundizar en ese clivaje (escisión, fisura) teniendo al frente el léxico sobre ideologías que trazamos con cierto apuro en la primera sección.

Por lo pronto, debemos aclarar que la gestión, según entendemos aquí, se despliega en dos planos: el del timón político, la coordinación gubernamental, la dirección y orientación de los policy issue y las redes que los movilizan, por un lado. Y, por el otro, el de la gerencia de la política, la gestión pública, la administración, la meso y micro-materialización de la ideología a través de los canales políticos y burocráticos.

En cada uno de esos planos operan diferentes agentes. En el de la conducción y coordinación política, intervienen los líderes gubernamentales y sus equipos de primera línea en los ministerio, los dirigentes y figuras claves de los partidos gobernantes, sus parlamentarios y las redes de technopols, tecnoburócratas, asesores académicos y expertos, detentadores de soft power ( a veces radicados en el ‘segundo piso’ de la geografía del poder local). Tales redes -que suelen manifestarse asimismo a través de comisiones presidenciales o mediante informes preparados para las autoridades- son claves en cuanto sirven como correa de transmisión entre la ideología de la NM (el Programa) y los agentes de la alta gestión ubicados en el primer plano recién mencionado.

Mientras, en el segundo plano –last but not least– están los operadores de las decisiones (sobre las cuales ocasionalmente inciden de manera directa, además); o sea, los que comandan la implementación, los encargados de poner en práctica la ideología y gestionar con efectividad y eficiencia las promesas del programa, los subsecretarios ministeriales como estrato más representativo de este plano, sus equipos operativos, asesores y personal de confianza, amén de la línea superior de burócratas en posiciones claves y el cuerpo de funcionarios dependientes, los encargados de ejecutar la comunicación gubernamental diseñada y dirigida desde el primer plano (y el ‘segundo piso’ a veces) y los operadores que se vinculan con los gremios, los sindicatos, los movimiento sociales, las comunidades locales y los meso y micropoderes distribuidos en los entresijos de la sociedad.

Mi hipótesis, que vengo explorando desde diferentes ángulos en este espacio a lo largo del presente año, es que la administración Bachelet arrancó con un fuerte compromiso y énfasis en el modelo ideológico y sus promesas y ha terminado enredada en la gestión de aquel y de éstas. La causa de tal desajuste o cortocircuito radica en la crisis de conducción que se instaló tempranamente, a comienzos del 2015, en las administración. En breve, estamos frente a un doble problema: crisis de primer plano, o núcleo de conducción, y mal funcionamiento del plano dos; o de ejecución.

¿Y qué ocurre con la ideología mientras tanto? Permítaseme un análisis sincrónico.

Todo gobierno comienza antes de su inauguración formal. Se constituye en torno a un liderazgo (el o la candidata), un equipo y un programa. Lo demás es campaña: despliegue territorial, movilización de la base militante, contratación de personal y servicios de apoyo, comunicación, creación de un clima, consignas y capacidad de responder sobre la marcha; para esto último, hacer sondeos y encuestas, interpretar los datos, ajustar el curso y mantener la presión sobre los votantes hasta el día de la elección. Más un aspecto crítico adicional: el financiamiento público-privado de la íntegra operación.

Quizás como ningún gobierno anterior, el de Bachelet jugó sus principales cartas en esa fase temprana. Puede decirse que en su origen estuvo su destino. Adquirió tempranamente, incluso antes de su entronización (así de presidencial es nuestro régimen, suele decirse), una marca rupturista y un espíritu refundacional. Fue urdido por un equipo que encarnó ese ethos, avalado por una candidata indiscutida cuyo triunfo se daba por seguro. Trabajó con autonomía política y técnica y no a la sombra de los partidos de la NM como cabía esperar. Y toda esa bien planificada y sigilosamente ejecutada operación, particularmente la formación del  equipo político-programático y su red en expansión de technopols, se financió -como después se revelaría- mediante dineros que fluían discretamente desde fuentes empresariales (la burguesía identificada con la gran empresa).

A su turno, el discurso ideológico de la campaña, y luego del gobierno, se armó combinando los componentes de Seliger de la siguiente forma.

Primero, se basa en una descripción-diagnóstica y en un análisis de la sociedad chilena que destaca tres elementos: (i) una sociedad cruzada por malestares, enojada por los usos y abusos de los poderosos y frustrada por su menguada participación en los beneficios del desarrollo; (ii) como causa principal de lo anterior, una sociedad atravesada por profundas desigualdades, segmentada, atomizada, individualizada y mercantilizada; y (iii) como causa de esa causa, un conjunto de políticas neoliberales o puramente tecnocráticas sostenidas incansablemente, sin interrupción de su continuidad, dentro de un modelo de democracia de baja intensidad, con mercado dominante y un Estado subsidiario, donde las mayorías se hallan neutralizadas por el poder de las minorías.

En breve, tras el cuarto de siglo probablemente más potente de desarrollo de Chile, con sus indicadores socioeconómicos fundamentales habiendo dado un salto o mejorado ostensiblemente casi todos ellos, sin embargo el diagnóstico factual realizado por el equipo de Bachelet (y por ella misma, sin duda) es el de una nación en estado de lacerante desarreglo y en necesidad de adoptar ‘otro modelo’ y cambiar su trayectoria.

Al efecto, dicho discurso argumenta moralmente a favor de un nuevo orden de convivencia de nuestra comunidad imaginada, basado en valores de solidaridad, justicia, fin de los abusos, derechos sociales garantizados, un desarrollo inclusivo y subjetivamente más pleno, sin excesos competitivos y sin esa constante medición taylorista del desempeño de niños, profesores, trabajadores, universidades, hospitales y demás organizaciones y actores de la sociedad.

En breve, el ‘otro modelo’ promete un sentido comunitario, la recuperación de lo público, un apaciguamiento competitivo, un proceso desmercantilizador y una democracia con mayor participación y deliberación. Con esto se propone revertir la moral algo estrecha y comercial, tecnocrática y consensualista, de temor al cambio y desconfiada de los instrumentos del Estado que, se sostiene, habría caracterizado a los gobiernos de la Concertación y a la transición democrática.

Las prescripciones técnicas a nivel del Programa, esto es, la relación de medios a fines, los aspectos de racionalidad instrumental, quedaban expresadas a su vez en un abanico de reformas que, según se supo después, avanzarían al ritmo de un verdadero Blitzkrieg, es decir, a todo dar y de manera simultánea en todos los frentes. Tales reformas poseían (i) un ariete central, consistente en una reforma institucional de todos los niveles educativos, desde el parvulario hasta el superior; enseguida, (ii) una condición  de naturaleza habilitante, la reforma tributaria, que debía  producir el equivalente a tres puntos porcentuales del PIB para engrosar el presupuesto educacional principalmente; (iii) una transformación del mundo laboral, destinada a establecer un mayor equilibrio entre sindicatos y patrones, limitando el abuso de la posición dominante del capital dentro de la empresa y, como cuarto elemento, (iv) una perspectiva de más largo alcance, consistente en aprobar una nueva constitución política del Estado nacida participativamente de un acto del soberano que para ese efecto sería convocado a expresarse mediante una metodología aún no definida.

Lo que Seliger denomina ‘implementos’, la parte concreta de la racionalidad instrumental, las indicaciones y reglas para la ejecución del Programa, quedaban solo vagamente definidos. En cambio, se concibió una ambiciosa agenda de medidas para los primeros cien días de la administración, durante los cuales el Poder Ejecutivo desencadenó lo que algunos denominaron un verdadero frenesí legislativo.

Por último, el componente de refutación -esto es, de oposición a principios y creencias de otras ideologías antagónicas o competitivas- se plasmó en el rechazo frontal a la ideología y el proyecto de la Concertación; es decir, del propio sustento cultural del cual surge la NM que así abandonaba su pasado al olvido.

A pesar del intento comunicacional por presentar a la NM como una creación ex nihilo,  es un hecho que los ideólogos del ‘otro modelo’ emergente, así como los conductores del gobierno y administradores en los planos uno y dos de la gestión, provenían casi todos de la Concertación, con la ex Presidenta Bachelet a la cabeza.

En cuanto a la ideología como discurso de argumentación racional, a lo Gouldner, el nuevo gobierno ofrece un camino acelerado de cambios de contenido socialdemócrata nórdico, expresado en lo que los politólogos -con un guiño a Thomas Kuhn, el teórico de las revoluciones científicas- llaman un ‘cambio de paradigma’. Éste consiste en una transformación sistémica -producida sobre  la base de cambios estructurales- de los fundamentos del edificio, para dar paso así a un nuevo ciclo de políticas públicas.

La ideología de la NM se plasma en un paradigma o modelo que se proclama como refundacional; es decir, se presenta como un evento extraordinario, la apertura de una nueva etapa histórica. En efecto, supone un nuevo modo de organizar el Estado y los derechos de las personas; convertir  a la educación en una palanca de inclusión social; redefinir las relaciones de poder en el  campo laboral y redistribuir las cargas tributarias entre los más ricos junto con multiplicar las oportunidades de  progreso en  beneficio de las personas y grupos desaventajados.

Tan ambiciosa propuesta se simbolizó en la idea de un cumplimiento absolutamente fiel y sin concesiones del Programa. Recuérdese la verdadera batalla librada por la Presidenta Bachelet al comienzo de su gobierno -junto con la dupla formada por sus ministros principales, Peñailillo y Arenas, y acompañada por diversos dirigentes de la NM, technopols e ideólogos propiamente- por mantener incólume el Programa, su pureza y sentido, incluso a ratos, su letra revestida del valor de un imperativo moral.

El resto es historia conocida, contemporánea. Está todavía en pleno desenvolvimiento y, desde esta columna, la acompaño semanalmente. Telegráficamente puede sintetizarse así: estalla una secuencia de escándalos en los negocios y la política, en torno al tráfico de influencias y al uso de información privilegiada, escándalos cuyas esquirlas aún golpean a diestra y siniestra; la administración avanza con tropiezos en sus reformas; el gobierno pierde el control de la agenda; se debilita el núcleo de conducción; desfenestración de la dupla de ministros claves; progresivo deterioro de la popularidad de la Presidenta y del gobierno; intento de recuperar la iniciativa presidencial mediante promesas inviables como la de ‘gratuidad universal’ para la educación superior (Mensaje del 21 de mayo); saturación del proceso legislativo y de opinión pública encuestada por la acumulación de reformas mal diseñadas y tramitadas sin aparente orden ni convicción; pérdida de apoyo transversal del gobierno en las encuestas; instalación temprana de la carrera presidencial para 2018; fallas cada vez más visibles de gestión en el plano dos, como se deja ver, por ejemplo, en  los ámbitos de la salud, la seguridad ciudadana, la educación superior, la ciencia y tecnología; alejamiento de los partidos de su centro de gravedad en La Moneda; tensiones crecientes dentro de la NM; problemas y conflictos en torno a la acción comunicacional del gobierno; reiterados intentos por alinear la acción conductora de la administración mediante lemas como el del ‘realismo sin renuncia’, que sin embargo no producen efecto correctivo ninguno; autocríticas variadas y a veces bastante radicales de figuras claves del gabinete pero sin consecuencias sobre la gestión en el plano uno.

En definitiva: se difunde un sentimiento cada vez más compartido, apoyado con abundante evidencia, de que estamos ante una crisis de conducción que afecta la gobernabilidad y pone en cuestión el futuro próximo de la agenda de desarrollo del país.

Por último, miradas las cosas bajo la óptica hegeliano-zižekiana, la ideología base del gobierno parece hacer agua por todos lados. La doctrina del ‘otro modelo’ o del cambio de paradigma ha ido difuminándose y parece dirigirse hacia el curso normal de un nuevo, sexto, gobierno concertacionista, con un sesgo estatista más marcado y una calidad de gestión comparativamente inferior en los planos uno y dos, igual como sucedió a la administración Piñera que, sin imaginarlo ni quererlo, resultó ser el quinto gobierno de matriz ideológica concertacionista  (socialdemócrata de tercera vía), solo que un mayor énfasis en la gestión pública de tipo gerencial y en algunas políticas más orientadas a subsidiar la demanda que a fortalecer la oferta.

En suma, hay una tensión instalada en el corazón ideológico de la administración Bachelet, entre dos estrategias de la misma familia socialdemócrata pero que corren en direcciones dispares. Una mira con interés hacia un capitalismo de Estado en condiciones de mercados globales; la otra se halla más abierta a la competencia y el control democrático de los mercados. Dentro del campo de la socialdemocracia europea esa tensión es antigua. En Chile, al interior de la Concertación y ahora de la NM, enfrenta a dos visiones desde el momento de la recuperación democrática en torno a cambiantes tópicos: el consumo de masas y su impacto ético cultural; la modernidad, sus ideales y contradicciones; los esquemas de cooperación público privado, como las concesiones, y los de costos compartidos, como el copago en los colegios; el ordenamiento constitucional; la descentralización de los servicios públicos y, sobre todo, el rol de los mercados, de la sociedad civil y del Estado en la gobernanza nacional.

En cuanto al momento de la ideología que se expresa en creencias y se materializa en aparatos de socialización y transmisión educacional-cultural, el ‘otro modelo’ impulsado por el gobierno Bachelet no difiere mayormente en sus propuestas respecto del paradigma previo, de la Concertación. Ambos se topan con los mismos problemas y contradicciones. Se fomenta la autonomía individual y la libertad de elegir en todos los planos al punto de amenazar y debilitar los lazos comunitarios y empujar hacia un posmoderno free for all. Se impulsa la racionalización formal e instrumental propia del capitalismo al mismo tiempo que se temen sus efectos medioambientales, sobre la salud mental de las personas y los mundos de vida personales. Y así por delante.

Por último, en el terreno de la difusión e incorporación de una ideología refundacional del cambio a la vida y prácticas cotidianas de la gente, la opinión pública encuestada y el clima socio-cultural se muestran impermeables a esa pretensión. Al contrario, la sociedad chilena expresa actualmente, igual como ha ocurrido durante los últimos 25 años, una preferencia por los cambios graduales y bien planificados, junto con una fuerte demanda por gobernabilidad y por un camino de crecimiento que genere oportunidades de acceso y bienestar. La vida privada se articula en torno a una ideología del esfuerzo individual y se percibe como fuente de los bienes de intimidad que no pueden producirse por vía administrativa o del mercado. Pocos parecen estar interesados en un proceso de politización de las prácticas cotidianas o en el surgimiento de un paradigma de radical expansión del Estado y centralización del poder.

Más bien, podría decirse, prevalece una ‘falsa conciencia’ -una relación invertida con la realidad- en cuanto a la idea de que la sociedad demanda ‘otro modelo’ y un cambio de paradigma ideológico. Se trata, más bien, de las ideas proyectadas por los propios ideólogos de ese cambio como si ocurrieran dentro de una ‘cámara obscura’. En estas circunstancias vuelve a repetirse la situación  que Marx y Engels fustigan al decir que los filósofos germanos de su tiempo meramente luchaban contra frases en vez de dar cuenta del mundo real. De este modo, decían, la filosofía oculta la realidad y adopta la forma de una ‘ideología’; falsa conciencia movida por un interés de poder. ¿No se parece esto a lo que ocurre entre nosotros con ‘la ideología chilena’ sobre un  cambio de paradigma?

 

José Joaquín Brunner, Foro Líbero.

 

FOTO: CRISTÓBAL ESCOBAR/AGENCIAUNO

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