Hace ya un buen tiempo que se viene advirtiendo del déficit discursivo que aqueja a los partidos, dirigentes e intelectuales de derecha. Es lo que se ha dado en llamar la “falta de relato”, esto es, la ausencia de un conjunto articulado de principios e ideas que sean capaces, no sólo de interpelar a los adversarios y de entusiasmar a los simpatizantes, sino de orientar la propia acción política.

Esta precariedad —por no decir menesterosidad— habría quedado de manifiesto a contar de las movilizaciones estudiantiles y sociales de 2011, cuando la derecha, entonces en el gobierno, no fuera capaz de articular un discurso que contuviera el ascenso de la nueva izquierda. En ese momento, la derecha no habría hecho más que repetir, como si de un mantra se tratara, sus argumentos habituales, de tipo economicista y utilitarista, de apelar, sin mucha convicción y de modo algo extemporáneo, a la eficiencia del modelo económico, a las ventajas de mediano y largo plazo del mercado, al éxito histórico del “modelo”, etc. La derecha, en fin, habría quedado, no ya arrinconada, sino desbordada discursivamente. Sus ideas habrían sido objeto de una súbita obsolescencia y esa obsolescencia habría llevado, en último término, hasta el descalabro electoral de 2014 y, en fin, al inicio de un nuevo ciclo político, encaminado no ya al perfeccionamiento del modelo, sino a su transformación.

La historiadora Valentina Verbal ha decidido intervenir en la reflexión acerca del relato de la derecha con su libro La derecha perdida. Por qué la derecha en Chile carece de relato y dónde debería encontrarlo (Santiago, LYD Ediciones, 2017). Ella aborda el problema desde una perspectiva liberal y aspira, por consiguiente, a interpretar a la otra derecha, esa que hasta el momento ha tenido poca participación en toda esta reflexión y que ha sido más bien responsabilizada por los intelectuales conservadores del supuesto extravío y, en buenas cuentas, de la (pretendida) bancarrota moral e intelectual en que hasta hace poco se habría encontrado el sector. En este sentido, su libro viene a romper el monopolio —por no decir monólogo— que prácticamente han tenido los intelectuales socialcristianos y nacionalistas de esta discusión. Por ese motivo, es de suponer que sus interlocutores —los liberales, pero también los conservadores, a los que dedica parte importante del libro— recibirán con entusiasmo el libro, que viene a enriquecer la reflexión y promete ser fuente de discusiones ulteriores.

Por de pronto, se pueden señalar aquí dos puntos importantes del libro. La primera es una tesis empírica que sostiene que el mínimo común denominador de la derecha, de conservadores y liberales, es la defensa de la libertad económica. Por eso, sugiere la autora que la derecha no sólo no debe ni puede renunciar a la defensa del libre mercado —hacerlo sería un suicidio político—, sino que cualquier relato posible que aspire a aunar a lo que tradicionalmente se entiende por “derecha” debería articularse a partir de esta defensa. Valentina Verbal se extiende ampliamente sobre esta verdad empírica —que no por sabida deja de ser olvidada— y rescata además sus antecedentes históricos: es falso, viene a decir, que el liberalismo (y en particular el liberalismo económico) apareciera en la derecha con la llegada de los Chicago Boys. Desde mucho antes el grueso del sector se había embarcado en la defensa de la libertad económica amparada, fundamentalmente, en ciertos principios del liberalismo clásico, como la supremacía de la persona y la subsidariedad del Estado. Este mínimo común denominador, dice, fue el que selló, en último término, la alianza entre liberales y conservadores durante el siglo XX.

Pero Verbal no se queda en esta constatación. Explora además los diversos argumentos que en el último tiempo se han dado en la discusión nacional a favor y en contra de la economía de mercado, con el objeto de demostrar que discursivamente la defensa sin complejos de ese sistema económico es, no sólo factible, sino promisoria. Se trata, más concretamente, de una defensa de la economía de mercado y del Estado subsidiario que tiene la peculiaridad —y este es el segundo punto del libro que quería rescatar aquí— de apelar, no a argumentos puramente económicos, sino a argumentos más generales de carácter moral (compatibles además con los argumentos económicos más frecuentes). En este sentido, la suya es una defensa del mercado a partir de la libertad individual, que muestra la continuidad y coherencia del liberalismo como teoría política general, y que da además a los autores conservadores y comunitaristas con los que discute, precisamente aquello que exigían: una defensa no economicista ni utilitarista de la economía de mercado.

La tesis general del libro y la particular defensa de la economía de mercado que propone la autora, deja un flanco abierto para los conservadores en la medida en que muestra que son ellos los que deben recurrir, a fin de cuentas, a argumentos liberales cuando necesitan defender el mercado. En este sentido, es el conservadurismo el que necesita recurrir al liberalismo, y no al inversa. El liberalismo es, desde este punto de vista, una teoría coherente. El conservadurismo y el comunitarismo criollo serían, por el contrario, deficitarios en este punto. De hecho —y este es un reproche importante que la autora dirige a sus aliados políticos—, cuando dan rienda suelta a sus instintos paternalistas los conservadores tienden a tener una actitud, en el mejor de los casos, ambigua respecto del mercado y, en el peor, francamente hostil. Los párrafos que la autora cita de intelectuales conservadores chilenos son, a este respecto, muy elocuentes: esas citas bien podría atribuirse sin problemas a un partidario del Frente Amplio.

Este reproche da pábulo a una crítica adicional a los conservadores: las críticas al mercado provenientes de la misma derecha —algunas de las cuales se fundan en  equívocos y en una mala comprensión de la economía— deslegitiman políticamente al mercado y, con ello, confabulan en contra del proyecto mismo de la derecha. Dicho de otro modo, a los intelectuales socialcristianos y nacionalistas que (que la autora agrupa bajo el rótulo de “comunitaristas” por su paternalismo y recelo ante la libertad individual) se les ha ido la mano con su crítica al mercado. O al menos se les ha ido si es que verdaderamente pretenden contribuir a la reorganización intelectual del sector desde la derecha y no fuera o más allá de ella, desde la centroizquierda.

La derecha perdida busca los puntos de convergencia con los conservadores y ajusta al mismo tiempo las cuentas con ellos: el relato de la derecha consiste y debe consistir esencialmente en la defensa de la libertad. Al menos de la libertad económica, que es, sostiene Valentina Verbal, la divisoria de aguas de las coaliciones políticas. Las otras libertades representan la manzana de la discordia entre los liberales y conservadores. Como en esta ocasión la autora quería subrayar las convergencias entre ellos, ha pasado por alto esas diferencias. Es de esperar que las aborde en un próximo libro. Seguro que también sobre eso tendrá ella mucho que decir.

 

Felipe Schwember, doctor en Filosofía, académico de la Universidad Adolfo Ibáñez

 

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