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En estos días previos al arribo de Sebastián Piñera y su equipo a las funciones de gobierno hay una previsible incertidumbre respecto de las orientaciones, sentido, ideología y discurso (“relato”) de la nueva administración.

Desde el lado de la futura oposición, proliferan hipótesis alarmistas como éstas: viene una derecha convencida de sí misma, con un nítido perfil ideológico; será el retorno de un neoliberalismo extremo, de regreso al “capitalismo salvaje”; habrá más mercado, privatización, desregulación y, en general, sentido comercial de la vida; el legado de reformas que deja Michelle Bachelet está en riesgo de ser estropeado por una retroexcavadora político-empresarial que descree de los derechos sociales.

De acuerdo con esta visión, la lista de amenazas es interminable: concesiones hospitalarias, mayor segregación escolar, debilitamiento de los sindicatos, flexibilización laboral, capitalismo financiero y endeudamiento universal, pena de muerte, intolerancia civil, etc. El lucro por todas partes. El abuso de los poderosos. Piketty verificado en el fin del mundo.

Desde el lado de las fuerzas que concurren a la formación del nuevo gobierno, paradojalmente, el nivel de incertidumbre es total. Y los mensajes transmitidos dan lugar a un amplio espacio de dudas. A continuación reúno un grupo de citas recientes que dan testimonio de la confusión discursiva de la derecha.

Por ejemplo, de un lado se llama al nuevo gobierno a no atrincherarse ideológicamente sino, más bien, a asumir un prudente pragmatismo. “Piñera debe convencerse de lo riesgoso que es anclarse en la trinchera ideológica. Si bien su trayectoria política ha sido el pragmatismo, hay muchas fuerzas que lo están tirando hacia ello. No se trata de gobernar sin ideario. Se trata de darse cuenta de que una gran parte del país no está para aventuras pronunciadas, ni de derechas ni de izquierdas” (F. J. Covarrubias, El Mercurio, 10 de febrero, 2018).

Del otro lado, al contrario, se le exigen claros compromisos ideológicos, representados como adhesión a un cierto —y bien identificado— ideario liberal. Uno dice: “Bienvenida sea la revitalización del liberalismo, pero no dan lo mismo los nutrientes que se le pongan a ese árbol. No es igual alimentar el intelecto y el corazón con Kant, Tocqueville, Andrés Bello o Raymond Aron, que ingerir la última idea que anda circulando por Twitter (J. García Huidobro, El Mercurio, 12 de febrero, 2018). Y un segundo exponente de esta posición agrega: “Los derechos sociales son una postura demagógica, muy atractiva en el sentido de que abre la ilusión de que hay algo que me pertenece y que me lo han quitado o que otra persona se ha apropiado de eso y, en definitiva, en nuestro mundo de los liberales pensamos que el único derecho que uno debiera tener es el derecho de libertad: hacer lo que yo quiero hacer, ojalá que el Estado no se meta ni en mi bolsillo ni en mi cama, yo sabré qué es lo que hago en mi plano personal (N. Ibáñez, entrevista, La Tercera, 10 de febrero, 2018).

Hasta aquí esta mini selección de argumentos. ¿Qué refleja, más allá de la obvia tensión entre ideas e intereses, ideología y acción, lealtad a los ideales y exigencias de efectividad gubernamental?

 

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Primero, interesantemente, muestra que la derecha ha comenzado a asumir que la política no se reduce a la economía ni sólo a los intereses del capital, ni basta con la buena intención, ni el arte de gobernar es una ciencia o una técnica fundada meramente en evidencias. Frases como “la cultura importa”; “la ideología es un campo de lucha”; “tenía razón Gramsci, la hegemonía es mucho más que sólo fuerza + poderes fácticos”; “la legitimidad del poder y de su distribución son esenciales”; “el mercado por sí mismo no asegura la integración social”, etc., resuenan ahora también en el vocabulario de las derechas y en sus centros de pensamiento, y son objeto de estudio de los intelectuales de este sector.

Segundo, la derecha chilena se hace cargo, aunque sea tardíamente, de desarrollar su propia esfera de pensamiento político y tímidamente asoma la cabeza en los debates de nuestra época, como ocurre hace rato en los países del norte. Crea think tanks, consulta con académicos, se adscribe a circuitos ideológicos internacionales, valora la esfera de los relatos y sus discursos, cultiva visiones o concepciones de mundo, traduce libros de ideas, invita a intelectuales del extranjero, polemiza —empleando la razón pública— y gradualmente abandona el antiintelectualismo que suele acompañar a la fronda aristocrática.

Antiguamente, en efecto, a la diestra primaba el sentido común, el sano juicio basado en la experiencia, el sometimiento a los dogmas y tradiciones; en fin, el peso de la noche. Las ideas, la academia, la deliberación largamente argumentada, el cuestionamiento, la lectura “seria”, la filosofía política, todo eso la derecha solía entenderlo como un refinamiento inútil, frecuentemente asociado a estadías en París u otras capitales europeas. Según escribe por ahí nuestro historiador F. A. Encina, estábamos frente al “intelectual refinado que no soporta el ambiente sano, pero tosco de su patria”.

Tercero, ahora en cambio, la derecha reconoce la necesidad de ir más allá de su poder fáctico y del control de los bienes de producción. Sabe que vive en condiciones políticas que obligan a ganar en las urnas, a gobernar también en la opinión pública, a contar con un relato y a orientar su acción por medio de la comunicación dentro de una sociedad de masas cada vez más extensamente escolarizada e informada. De hecho, una de las interpretaciones más compartidas por los analistas de la derrota electoral experimentada al final de su mandato por el primer gobierno Piñera fue, precisamente, ésta: la ausencia  de un relato. En tanto, el triunfo de Bachelet se leyó como un éxito en el mercado de las ideas y las ideologías.

Cuarto, la derecha contemporánea requiere, además, un cemento que le permita mantener unida su diversidad interna, sus principales corrientes, sus fracciones ideológicas, sus variopintos sentimientos ante los múltiples problemas y fenómenos que deberá enfrentar una vez que se instale en el gobierno. Y el único cemento adicional al de los intereses convergentes y el poder compartido que se conoce en la esfera política es aquel compuesto por ideas, razonamientos, discursos y acuerdos ideológicos.

La derecha misma, si desea prosperar, y si de algo ha de servirle la experiencia exitosa de la Concertación y luego el fracaso relativo de la Nueva Mayoría, necesita cultivar su diversidad interna y, a la vez, entrelazarla en el plano de las ideas y la cultura política. De lo contrario, las cosas se desarman y se imponen las tendencias de diferenciación que, en el terreno de las ideas políticas, son infinitas y debilitantes.

Así pues, para mantenerse unidas, trabajando tras un propósito común, las distintas tribus urbanas y rurales de la derecha —“piñerismo”, derecha conservadora, derecha social, “pinochetismo” nostálgico, liberalismo moderno, neoliberalismo, nacionalismo, socialcristanismo de derecha, comunitarismo neoconservador, localismo, gerencialismo, etc.— requieren no sólo del liderazgo presidencial (ya se sabe, sic transit gloria mundi), sino de ideas-fuerza, interpretaciones compartidas, marcos de referencia sobre qué es el Estado, cómo moverlo, cuánto mercado crear o regular, lugar de la justicia, sentido de la autoridad, derechos de las personas, estándares de bienestar, relación con las iglesias, orden público, etc.

Quinto, varios representantes del nuevo pensamiento de derecha, o sea, contrarios al antiintelectualismo tradicional, vienen haciéndose cargo de esta cuestión desde hace ya varios años. Recuerdo una columna de Hugo Eduardo Herrera, publicada en El Mostrador, en que reflexionaba así: “Reparar en la crisis por la que atraviesa el sector […] es un deber con un conjunto complejo de tradiciones de pensamiento más que centenarias, así como con un electorado fiel a una cierta cosmovisión derechista y que ve cómo las actuales voces de ese sector han sido incapaces de articular un discurso sofisticado y pertinente. Esta incapacidad es tan grave que la derecha hoy, salvo excepciones, no puede ya intervenir con prestancia en los principales foros nacionales de talante intelectual. Esta ausencia de discurso no se deja entender como la falta de un ornamento, de un adorno del que la derecha pueda eventualmente prescindir” (24 noviembre, 2014).

 

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Ya vimos más arriba, recurriendo a un grupo de citas provenientes del campo de pensamiento de la derecha chilena contemporánea, que la tendencia general es a invocar al “liberalismo”, a la ideología “liberal” y a la idea liberal de “libertades” (al menos aquellas del mercado) como un sólido cemento para esa visión compartida de mundo. Sobre esa roca, se anuncia, habrá de levantarse el ideario común de todas las tribus de la derecha.

Sin embargo, resulta de suyo evidente que las tribus de la élite liberal no comparten una misma ideología liberal —mucho menos el “pueblo liberal”— sino, al contrario, proclaman diversos liberalismos y, en ocasiones, postulan tesis incompatibles con la mayoría de los liberalismos en boga.

En efecto, se mezclan allí liberales clásicos y sociales, liberales libertarios y estatistas, liberales conservadores y progresistas, liberales keynesianos y hayekianos, liberales que sospechan de la democracia de masas y otros que la celebran, liberales nacionalistas y globalizadores o cosmopolitas, liberales a la Trump (si cabe tal oximoron) y a la moda de Macron,  liberales de Estado mínimo en la economía pero de máximos valores morales protegidos estatalmente o, viceversa, free for all en el dominio de la moralidad de los cuerpos, pero de alta intervención en los mercados, etc.

¿Dónde se sitúan nuestros liberales de derecha? ¿Cuáles autores los influyen? ¿Qué papel asignan al Estado de día y de noche, frente a la empresa y el sexo, ante la nación y el pluriculturalismo? ¿Creen con Isaiah Berlin que hay verdades inconmensurables a las cuales los individuos prestan su devoción o piensan que hay verdades inscritas en la naturaleza humana, como algunos liberales clásicos, o bien que las verdades para conducir la propia vida y la República deben ser generadas deliberativamente bajo condiciones habermasianas?

Por último, ¿cómo razona cada una de aquellas tribus en torno a su liberalismo y al vínculo de éste con otros términos claves del vocabulario ideológico, tales como democracia (piénsese en Tocqueville), capitalismo (piénsese en los social-liberales ingleses del siglo pasado, como Hobson y Hobhouse), modernidad (piénsese en Max Weber, a quien alguien llamó un “liberal angustiado”), y varios otros conceptos estratégicos como religión, Estado-nación, autonomía personal, bienestar colectivo, individualismo, comunidad, autoridad, tolerancia, globalización e interculturalidad?

Sobre todo esto, sin duda, se necesita “articular un discurso sofisticado y pertinente”, según sostenía el colega citado más arriba. El gobierno que está por venir será, en el corto plazo, una primera respuesta en el terreno de los relatos. Luego vendrán los exégetas con sus hermenéuticas para ayudar a construir la Weltanschauung de la derecha y alimentar su ideología y discursos.

 

José Joaquín Brunner, #ForoLíbero

 

 

FOTO: PEDRO CERDA/AGENCIAUNO

 

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José Joaquín Brunner

Académico UDP y exministro

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