Despertar con la noticia de la renuncia del presidente de Guatemala Otto Pérez Molina, me hizo recordar la que envió por fax el ex Presidente peruano Alberto Fujimori y la salida en helicóptero desde la Casa Rosada del ex mandatario argentino Fernando de la Rúa. Episodios que dan cuenta de ciertas “costumbres” de la política latinoamericana, en ocasiones llamada despectivamente “bananera”, que se suman a las fugas de los capos de carteles y todo tipo de “rarezas” que recuerdan que Latinoamérica es un continente donde la realidad supera la ficción.

Efectivamente, mientras dormíamos, y aprovechando la oscuridad de la noche, el ahora ex presidente de Guatemala envió su renuncia días después de que se dictara una orden de captura en su contra por acusaciones de corrupción, y tras el ingreso a la cárcel de la ex vicepresidenta Roxana Baldetti, lo cual suma una cuota más de incertidumbre no solo por el vacío de poder, sino porque a horas de las próximas elecciones presidenciales la pregunta es ¿quién será capaz de liderar al país?

¿Será esta la primera de varias caídas de mandatarios latinoamericanos? ¿Es el regreso a la fragilidad democrática del continente?

En Brasil Dilma  Rousseff también ha sido cuestionada  por problemas de corrupción y no solo hay voces, sino que manifestaciones masivas que pidieron su renuncia.

En México, los llamados a que el presidente Enrique Peña Nieto abandone el cargo por los escándalos que sacuden a su gobierno igualmente se hacen sentir.

¿Inestabilidad institucional? Creo que es temprano para afirmarlo. Más bien lo que vemos es la degradación del poder de la que habla Moisés Naím en su libro El fin del poder en el que demuestra como éste ya no es lo que era. Está más disperso, se enfrenta a nuevos rivales que incluso son más pequeños en tamaño y recursos, pero por sobre todo está más restringido. Para algunos es más fácil de adquirir, pero es más difícil de utilizar y muy fácil de perder (p.10).

La situación de tensión es delicada para el continente, no olvidemos que es una región que se contagia fácilmente tanto de las buenas como de las malas prácticas, pues se da en un contexto de caída del crecimiento y pocas expectativas de repunte en el corto plazo, lo cual tensionará aún más nuestras sociedades, sin prever en el horizonte salidas políticas que debieran entregar las confianzas necesarias a los habitantes de la región.

Hace unos años, en un libro que publicamos con varios autores en el que hablamos de las frágiles democracias latinoamericanas, abordamos cómo la pérdida de confianza en las instituciones y los políticos, las crisis de gobernabilidad, corrupción, clientelismo, liderazgos caudillistas e ineficiencia en la gestión pública estaban impidiendo a nuestro continente avanzar hacia el progreso. Sin embargo, hoy más que una crisis democrática, esta degradación del poder debiera verse como la oportunidad para tener sociedades más libres –y por ende más seguras- en las que los ciudadanos tengan más chances de organizarse y sobre todo protegerse de los abusos. Debiera ser un fortalecimiento de la democracia, pues gracias a la globalización corren malos tiempos para quienes abusan del poder, sean políticos, empresarios o para cualquiera.  Pero también, y esto es especialmente delicado en nuestro continente, dice Naím, la degradación del poder puede fomentar la aparición y fortalecimiento “de grupos criminales, terroristas y otros que atentan contra la seguridad ciudadana y en algunos casos hasta erosionan la estabilidad internacional” (p. 340), y ciertamente producen crisis institucionales.

No es extraño que en los tres países los niveles de inseguridad sean altos, y de ahí que no sea menor la respuesta a ¿quién podrá asumir el liderazgo y otorgar gobernabilidad?

Pasar desde las crisis de gobierno a las crisis institucionales es una delicada línea que nuestra historia latinoamericana bien conoce, pero de la cual no tenemos certezas de cuan aprendida esta la lección.

 

Angel Soto, Investigador CEEAG y Profesor UANDES / USS.

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