La Presidenta Bachelet visita hoy La Araucanía por segunda vez en menos de un mes. Será difícil, cuando la veamos esta noche en los noticieros de todos los canales de televisión recorrer la zona y acercarse a sus habitantes, apartar de la imaginación la escena que protagonizó su Gobierno hace justo una semana en la sala de un tribunal: el traslado del equipo jurídico desde la mesa del acusador a la mesa del defensor de los posibles autores de uno de los crímenes más horrendos en la historia reciente de Chile.
Si hay un propósito en el que ha sido consistente el primer gobierno de la Nueva Mayoría, es en el tratamiento que ha dado a la violencia en la Región de La Araucanía. La primera piedra la puso Michelle Bachelet cuando, en su condición de candidata presidencial, dijo que el asesinato, quemados vivos, de Vivian Mackay y Werner Luchsinger en enero de 2013, no podía ser considerado un acto terrorista y, por tanto, no correspondía invocar la ley ad hoc para perseguir a sus autores.
El edificio siguió en construcción a partir de marzo de 2014, cuando el entonces flamante ministro del Interior Rodrigo Peñailillo se despachaba desde un patio de la mismísima Moneda la siguiente declaración: “Dijimos que la Ley Antiterrorista no se va a ocupar, porque no creemos que sea una fórmula para resolver conflictos sociales. Por lo tanto, en temas relacionados con el mundo indígena o con La Araucanía, hemos sido muy claros y no la vamos a aplicar”. De esa manera y en cosa de minutos, derogaba de facto la Ley Antiterrorista y se elevaba el crimen calificado a la condición de “conflicto social” frente al cual, naturalmente, se necesitaba “dialogar”.
Y a partir de ahí el Gobierno no se ha detenido. Ha calificado de delincuencia común hechos gravísimos y que evidentemente tienen por objeto causar terror en la población. Ha acuñado el concepto de “violencia rural” para esconder el carácter terrorista de la cadena de atentados incendiarios. Y ha delegado en una “mesa de diálogo” su responsabilidad en la región que enfrenta el problema más serio del país, poniendo en igualdad de condiciones a víctimas y violentistas.
Hasta ahí, todavía la posición del Gobierno podía confundirse con desidia, incompetencia o, derechamente, con el deseo de no hacer olitas en un tema peliagudo y de flotar de acá para allá, amparándose en la semántica y en tecnicismos jurídicos. Pero desde la semana pasada ya no hay dudas: el Ejecutivo abandonó sus obligaciones como querellante por el caso Luchsinger-Mackay (una querella, por cierto, heredada del gobierno de Sebastián Piñera y que siempre ha incomodado al actual) y se convirtió en defensor de Francisca Linconao, una de las imputadas, alegando ante la Corte de Apelaciones por el cambio de su medida cautelar desde prisión preventiva a arresto domiciliario.
Culminaba así la operación “Machi”, iniciada con las visitas a Linconao de la ministra de La Mujer y del intendente de La Araucanía, preocupados por su estado de salud tras 15 días de una huelga de hambre, iniciada justamente para presionar por su libertad.
Tiene razón la Sofofa: en La Araucanía ya no impera el Estado de Derecho y hay grupos actuando en absoluta impunidad. ¿Indiferencia del Gobierno? ¿Incompetencia? Ninguna de las anteriores, solo convicción. Para un sector de la izquierda –que es, no nos hagamos los lesos, la fuerza política que conduce las decisiones de envergadura de La Moneda–, la violencia es una vía posible y legítima para perseguir propósitos que a sus ojos son justos, en este caso, derechos políticos y territoriales que un sector del pueblo mapuche (me parece que minoritario) está dispuesto a conseguir, al margen de la Nación, a cualquier precio.
Isabel Plá, Fundación Avanza Chile
@isabelpla
La vía violenta / La vía violenta II
FOTO: MANUEL ARANEDA/AGENCIAUNO