1917 fue un año decisivo para la historia de Rusia y de la humanidad. Ese año se acabaron siglos de trayectoria del gobierno de los zares, tras lo cual existió un esfuerzo -que resultaría fallido- por crear un régimen liberal parlamentario. Aquel año terminó con el triunfo de los bolcheviques, liderados por Lenin, que comenzaron a establecer el primer gobierno comunista en el mundo, después del cual vendría una expansión revolucionaria, como soñaban sus líderes, aunque se daría en forma distinta a la planificada.

Esta complejidad hace que sea conveniente distinguir ambos sucesos de 1917. De esta manera, podemos llamar Revolución Rusa al primero de ellos de febrero-marzo, cuyo efecto fundamental fue la caída del zar Nicolás II y el comienzo de una nueva etapa, cuya proyección aparecía difusa y contradictoria. Al segundo proceso lo denominaremos Revolución Bolchevique, considerando que su naturaleza y actores fueron distintos. Esto permite clarificar el uso de los conceptos y también ayuda a una mejor comprensión de aquellos días confusos, efervescentes y revolucionarios.

El régimen de los zares tenía una larga data en Rusia, que se remontaba al siglo XVII, cuando comenzó el gobierno de los Romanov. No se trataba de una monarquía común y corriente,  sino que era un sistema que suponía un vínculo director con Dios, que había elegido a los zares para procurar el bien de la sociedad rusa. Los siglos XVIII y XIX mostraron grandes cambios en Europa, signos revolucionarios de distinta naturaleza, con establecimiento de sistemas democráticos y caída de algunas monarquías: Rusia parecía ajena a esas transformaciones y los zares parecía que se mantendrían a perpetuidad.

Sin embargo, había signos de contradicción que es necesario anotar. El primero podría ser el asesinato del zar Alejandro II en 1881, manifestación de odio que se repetiría contra ministros en la escalada terrorista de fines de siglo y comienzos del XX; el segundo es la proliferación de doctrinas y liderazgos antisistema, que incluía desde anarquistas a marxistas (entre otros), que buscaban transformar el orden tradicional.

El régimen de los zares era una autocracia, concepto que no era necesariamente una calificación negativa de parte de sus detractores, sino que los propios gobernantes usaban esa fórmula como parte de su definición política. Sin embargo, había tenido algunas reformas importantes, especialmente ante el crecimiento de los grupos anti zaristas y las protestas de 1905, que fueron una expresión elocuente -contra la visión personal del mismo zar- de la decadencia del régimen. Un modelo con un Parlamento y ministros políticos expresaban una tensión que, a la larga, se resolvería contra el poder del zar. Los grupos opositores al régimen eran diversos, y algunos se manifestaron con actos de violencia o por medio de las ideas; muchos aspiraban a un sistema democrático (con la ambigüedad que tiene ese concepto en Rusia). El elemento común era la lucha contra la autocracia.

Un momento definitivo en el fracaso y declinación final del régimen de los zares se produjo con el ingreso de Rusia a la I Guerra Mundial. Las páginas de la novela de Alexander Solzhenitsyn, Agosto de 1914 ((Madrid, Styria, 2007), ilustran de manera clara, incluso penosa, la falta de preparación para la guerra de parte del Ejército ruso. En los años de lucha en el frente de batalla, las críticas contra el régimen arreciaron y no es casualidad que Rusia tuviera muchos más soldados que se rindieron que las otras potencias en el conflicto.

Los hechos se precipitaron a comienzos de 1917, tras un duro invierno que combinaba la dureza del clima con los desastres de la guerra. Se podría decir que hacía comienzos de ese año decisivo el régimen de los zares carecía no sólo de prestigio, sino también de futuro. Como resume Sheila Fitzpatrick, “en febrero de 1917, la autocracia se derrumbó ante las manifestaciones populares y el retiro del respaldo de la elite al régimen” (en La Revolución Rusa, Buenos Aires, Siglo XXI Editores, 2005).

Las protestas eran bastante extendidas, e incluían a mandos militares y grupos políticos hostiles al régimen. El zar, como casi siempre, estimaba que era posible resistir y salir adelante, más todavía cuando consideraba que no le correspondía traicionar el juramento hecho por Dios y su país. A fines de febrero del antiguo calendario ruso (marzo en el nuestro), Nicolás comenzó a considerar la posibilidad de abdicar en favor de su hijo. Finalmente, el 2 de marzo (15 de marzo) expuso su posición en el documento definitivo: “En los días de la gran lucha contra el enemigo externo, que ha procurado durante casi tres años esclavizar nuestro suelo natal, Dios nuestro Señor ha querido someter a Rusia a otra pesada prueba. Los disturbios populares amenazan con tener un efecto calamitoso sobre la conducción futura de esta reñida guerra”. Más adelante decidía el aspecto fundamental: “De acuerdo con la Duma Estatal, HEMOS juzgado conveniente renunciar al trono del Estado ruso y deponer la autoridad suprema” (el texto en Richard Pipes, La Revolución Rusa, Barcelona, Debate, 2016).

La abdicación del zar Nicolás II tuvo un impacto acotado en San Petersburgo, pero la noticia se expandió con lentitud hacia el resto del país. Mientras el zar parecía disfrutar con su nueva vida privada, lejos de las veleidades y sinsabores de la política, sus sucesores entraron en el duro camino de la realidad del gobierno. Esto último, como es obvio, se parece poco a lo anunciado durante años con panfletos y protestas, ideologías y promesas.

Richard Pipes resume muy bien la situación inmediatamente posterior a la abdicación del zar: “Dos semanas después de la revolución, Rusia no tenía fuerza policial, ni política ni civil. Cuando en abril de 1917 el gobierno se vio ante el desafío de turbas encabezadas por los bolcheviques, no tuvo ninguna fuerza en la cual apoyarse”. En la práctica, se volvía realidad aquella enseñanza tan recurrente en la historia, que muestran que es más fácil destruir lo existente que construir sobre ello una situación de estabilidad que supere los males que se han desterrado. Sin embargo, en el caso de 1917, todavía quedaría mucho trabajo y sacrificio por delante, como mostraría el camino decidido hacia la Revolución Bolchevique, ciertamente impensada para los muchos que promovieron los sucesos de febrero.

 

Alejandro San Francisco, historiador, columna publicada en El Imparcial, de España

 

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