El país enfrenta, nos dicen, momentos cruciales. Si todo se da como se espera, Chile encarará un proceso constituyente que dará paso a un nuevo ordenamiento político. Estaríamos en el inicio de una transformación fundamental, una nueva era que encarnaría los reclamos ciudadanos de octubre de 2019. Ahora sí, liberados de la camisa de fuerza institucional que supone la Constitución de 1980 (¿o 2005?), podríamos avanzar hacia un amanecer dorado donde los rayos del sol iluminen y den calor a todos por igual. Nos espera, aseguran, un país mejor.

Ese futuro prometedor supone que la vía diseñada el 15 de noviembre por medio del Acuerdo por la Paz Social y la Nueva Constitución es la respuesta adecuada para encauzar y dar salida al malestar que explotó con violencia el 18 de octubre y se manifestó masivamente en la marcha que tuvo lugar una semana después. Sin embargo, una prudente cuota de escepticismo resulta recomendable. ¿No es posible sostener que nuestra astuta fronda democrática nos pasó gato por liebre para sacar, una vez más, las castañas con la mano del gato?

Porque, ¿contra quién se manifestó la ciudadanía en octubre pasado? Aparte de algunos significativos grupos violentos e ideologizados que hasta hoy tienen protagonismo en el “movimiento social”, los indignados estaban molestos con los miembros de la élite. Esos que durante años utilizaron su posición privilegiada para sacar ventajas a costa de la comunidad desde cargos políticos, burocráticos, empresariales, eclesiales, militares o policiales. Los que protestaron se sentían abusados y desoídos. Buscaban dignidad, no una nueva constitución. Este fue un movimiento sin líderes ni causa nítida: lo que identificaba a los manifestantes era su común malestar frente al estado al que habían llegado las cosas por la desfachatez de una dirigencia que no daba respuesta a la acumulación de problemas grandes y pequeños que afectaba la existencia cotidiana de la mayoría. A raíz de experiencias como la humillación cotidiana del Transantiago, las listas de espera en salud o la silenciosa caída en la calidad y cantidad de ofertas laborales producto de una inmigración desbocada y un crecimiento económico persistentemente mediocre, los miembros de la emergente clase media se sentían pisoteados y vulnerables. Mientras, autocomplacidas en sus sueños de desarrollo y distraídas en sus propias guerrillas culturales, las cúpulas políticas cayeron en un ombliguismo negligente y, a la larga, potencialmente suicida.

La clase política optó por sacrificar el sistema y salvarse a sí misma. Ofreció un placebo (el cambio constitucional) en lugar de un remedio verdadero (un cambio radical en su manera de actuar o ceder su lugar a otros).

Cuando se produjo el estallido, esta élite creyó estar ante “alienígenas”. No tenía idea de qué estaba ocurriendo. La violencia extrema que caracterizó el estallido la hizo temer y estar dispuesta a “ceder nuestros privilegios”, como dijo la Primera Dama a una amiga en el famoso audio de WhatsApp filtrado en esos días. La confusión era total. Hay que recordar que durante varias horas del sábado 19 de octubre de 2019, el país pareció estar sin gobierno y que, cuando salió a hablar, el Presidente de la República tenía la voz en un hilo. La amenaza era directa, pero no solo para el gobierno de Sebastián Piñera. “No son 30 pesos, son 30 años”, repetían los evasores del Transantiago en la víspera del estallido. Ahora que este se había producido y que el país sufría un desmadre completo, el poder de la élite política se veía más amenazado que nunca.

El vacío llevó al país al borde del caos. Mucha gente parecía incluso dispuesta a aceptar la violencia con tal de que las cosas cambiaran de una vez. Lo que obtuvo, sin embargo, fue más de lo mismo: enfrentada a una disyuntiva histórica en la que se le exigía cambiar o hacerse a un costado, la clase política optó por sacrificar el sistema y salvarse a sí misma. Ofreció un placebo (el cambio constitucional) en lugar de un remedio verdadero (un cambio radical en su manera de actuar o ceder su lugar a otros).

Así llegó el acuerdo del 15 de noviembre, una muestra sin igual de astucia y gatopardismo. Le entregó lo que quería a la izquierda radical, ambigua respecto de la violencia y dispuesta a aprovecharla al máximo: la posibilidad de desmontar la “Constitución de Pinochet”. Y les facilitó a los mismos de siempre recuperar la iniciativa y permanecer en el poder. Todo esto, por supuesto, a costa de rendir el “modelo” que, con evidentes vicios y problemas, le otorgó al país un grado de prosperidad nunca antes visto. Con Sebastián Piñera a la cabeza, los políticos sacaron un conejo de la galera. Ello les ha permitido, pese a su enorme y sostenida impopularidad, mantener sus posiciones en un baile de máscaras donde hoy resulta imposible reconocer a los líderes de antaño. Solo el exacerbado instinto de poder de una fronda democrática que se acostumbró al todo vale como norma de comportamiento explica que un gobierno de derecha esté implementando casi sin rubor un programa de izquierda y que figuras y partidos que jugaron roles protagónicos en las administraciones de la Concertación ahora se muestren críticas de aquella coalición y tomen distancia de un legado en cuya construcción fueron protagonistas.

Lavín, el más eximio contorsionista del “circo en llamas”, representa en este sentido un símbolo ineludible de lo criticable en nuestra política. Sin embargo, ahí está: encaramado en las encuestas.

La cortina de humo constitucional ha sido, hasta ahora, un éxito. Sin embargo, lo más probable es que, de ganar el Apruebo, el público comience a darse cuenta de la trampa cuando se produzca la nominación de los candidatos a la Convención Mixta o la Convención Constitucional. Mucho se hablará de renovación (como se hizo con la reforma electoral de 2015), pero lo más probable es que los mismos de siempre terminen imponiéndose y ocupando las plazas disponibles. El bloqueo a los candidatos y listas independientes (que persiste, pese a los cambios en la cantidad de firmas exigidas para postularse) no es más que una prueba de ello.

No cabe duda de que un eventual proceso constituyente probablemente cambiará muchas de las normas que regulan nuestra convivencia. Sin embargo, todo sugiere que la fronda no está dispuesta a ceder el poder ni a alterar la manera en que se comporta. Hoy, simplemente, tiene miedo y está agazapada. Si antes no escuchaba, ahora está dispuesta a cualquier cosa con tal de no ser desplazada. Su verdadera religión es el poder. Incluso muchos de los recién llegados del Frente Amplio se han revelado como fieles devotos de ese credo, como parece sugerir lo ocurrido con la gestión de Jorge Sharp en Valparaíso.

Quizás el mejor ejemplo de esta actitud lo suministra Joaquín Lavín. El alcalde de las Condes exhibe una camaleónica capacidad para estar siempre donde el sol calienta más fuerte. Cuando el poder era pinochetista; él fue pinochetista; cuando éste fue Chicago boy, él también lo fue; cuando fue El Mercurio, ahí estuvo. Cuando lo detentaban los Penta, ahí se arrimó también. Cuando los vientos cambiaron, no tuvo problema en alejarse de su pasado, hacer un mea culpa superficial y acogerse al “bacheletismo-aliancismo” o incluso a la “socialdemocracia”. Lavín, el más eximio contorsionista del “circo en llamas”, representa en este sentido un símbolo ineludible de lo criticable en nuestra política. Sin embargo, ahí está: encaramado en las encuestas.

Lo que se necesita es un radical cambio de actitud o un reemplazo de personal, no unas nuevas reglas del juego.

Tal como sucede con el alcalde, la clase política que prosperó con el traje arreglado de la Constitución de 1980, espera mudar de piel –pero no de cuerpo ni, menos, de cabeza— con el proceso constituyente. La fronda democrática quiere que todo cambie para que todo siga igual. El país podrá deshacerse de la Constitución de Pinochet, pero le resultará mucho más difícil sacudirse de ellos y su manera de hacer las cosas, tomar decisiones y esquivar el bulto a los verdaderos problemas del país.

No hay que ser clarividente para darse cuenta, porque está pasando frente a nuestros ojos: mientras caminamos hacia una nueva Constitución, siguen esperando por una solución los problemas que vienen siendo diagnosticados desde hace rato. Son el centralismo, las pensiones, el bajo crecimiento económico, la inmigración, la educación de mala calidad, la segregación social, el cuoteo, la desigualdad, la corrupción, la ineficiencia estatal crónica, la reforma a la salud, la caída en la productividad, la cuestión mapuche y la violencia creciente en torno a ella, etc. ¿Alguien cree realmente que estas y otras insuficiencias atávicas se solucionarán con la Constitución de 2022?

Decía Charles Péguy que “la revolución social será moral o no será”. Si nos tomamos en serio esta máxima, en Chile estamos muy lejos de un cambio verdadero. Lo que se necesita es un radical cambio de actitud o un reemplazo de personal, no unas nuevas reglas del juego. Tarde o temprano, el país despertará de nuevo para darse cuenta de que ha sido timado por los sospechosos de siempre.

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