La violencia ha vuelto a habitar entre nosotros. A través de la muerte de Camilo Catrillanca, la ola de ataques, incendios, cortes de caminos y amenazas que son pan de cada día en la zona roja del conflicto mapuche, y las golpizas a un carabinero y al presidente del Tribunal Constitucional en pleno centro de Santiago; en la discusión de un proyecto de ley que supuestamente debe castigar la incitación a la violencia, pero que ha devenido en un resumidero de amargura y en otra muestra de que hay heridas que aún supuran; en la imprudencia de congresistas y figuras que inflaman el espacio público con palabras y actuaciones desafortunadas o actos impresentables.

Casi sin darnos cuenta, nuestra cotidianeidad se ha visto invadida por situaciones donde la violencia está presente. Nos envuelve, nos rodea y se hace ubicua. Una convidada de piedra que nadie desea, pero a la cual nadie se atreve a enfrentar de manera decisiva.

Esto es una consecuencia directa de la trastocación moral por la que atraviesa el país, donde los violentos pasan por justicieros y las instituciones se ven acorraladas por la incompetencia y la corrupción de quienes las integran. El resultado es que la ciudadanía se siente desvalida y amenazada, pues cobra impulso en ella la idea de que nadie está dispuesto a defenderla y de que los peligros acechan.

En el Ejecutivo sienten tanta culpa por haber creído la versión inicial sobre el crimen de Catrillanca, que han caído en una perplejidad que se traduce en falta de respuesta ante la acción de los violentos.

El desprestigio es tal, que nadie impone orden. El caso de Carabineros resulta ilustrativo. Enfrentada al descrédito y la pérdida de confianza ciudadana, la institución exhibe una desmoralización alarmante: la corrupción y el desatino de algunos de sus efectivos, junto al festival de acusaciones y declaraciones en su contra protagonizado por el gobierno y las autoridades políticas, han hecho de Carabineros una fuerza incapaz para mantener el orden y hacerse respetar. Ni orden ni patria.

El gobierno, por su parte, se ve confundido, más interesado en impedir cambios de gabinete que en restaurar el orden extraviado. De manera imprudente e insistente, ha exagerado el reproche a Carabineros, pateando en el suelo a un moribundo y quitándole lo poco de autoridad que le queda a la institución. En el Ejecutivo sienten tanta culpa por haber creído la versión inicial sobre el crimen de Catrillanca, que han caído en una perplejidad que se traduce en falta de respuesta ante la acción de los violentos. A lo más se producen tibias condenas a través de las redes sociales cuando estos cometen sus fechorías. Comentarios que solo sirven para ratificar la impotencia de los personeros que las emiten, muestras palmarias de que estamos huérfanos de autoridad.

El vacío está siendo aprovechado por los violentos, que se sienten alentados por la impunidad y ahora actúan con descaro. Cada vez que se producen actos de violencia, nos acercamos un paso más a la barbarie. Chile ya conoce este libreto de exacerbación de los odios y el resentimiento. Es un camino que se recorre paso a paso y que no debemos comenzar a andar de nuevo.

 

FOTO:HECTOR ANDRADE/AGENCIAUNO