Hay que imaginarse como historiador del siglo XXII para descifrar lo que está sucediendo con las democracias de este siglo XXI. Desde esa panorámica global, quizás podríamos entender la insoportable levedad de las constituciones políticas de América Latina. Cualquier crisis aguda hoy culmina con la demanda de una nueva Carta Magna y qué decir si se trata de una crisis con estallido incorporado. 

Mi hipótesis es que todo comenzó en 1970, con la pretensión de Salvador Allende de iniciar una transición al socialismo sin ruptura del ordenamiento jurídico y, por tanto, respetando la Constitución. Un fenómeno inédito a nivel global que, para los expertos del mundo, convirtió a Chile en país-laboratorio. Fidel Castro, por su lado, tomó el tema con distancia. Como revolucionario paradigmático, prefería cerrar las facultades de Derecho, terminar con las elecciones y designar jueces a dedo. 

Tras el trágico final de tan notorio proceso, Castro decidió afirmarse en su historia guerrillera. Tras inventar a Allende una muerte en combate y narrarla como si hubiera estado allí, extrajo una moraleja a su pinta: una revolución de verdad se hace fusil en mano y sin exponerse a elecciones que manipularán “los imperialistas”. 

Presumo que, parafraseándose a sí mismo, dijo que “el primer deber de un revolucionario es violar  la Constitución”. 

La apuesta de Chávez

Como la vida tiene más vueltas que una oreja, Hugo Chávez, el más potente de los discípulos de Castro, le salió respondón. Le dijo (no hay registro) que la guerra fría había terminado, que en Washington ya no tenían los pelos de punta y que los políticos venezolanos eran una patota de cochambrosos. Ergo, él podría iniciar una revolución con la Constitución vigente y hasta someterse a elecciones posteriores. Pero, a la inversa de Allende -ahí estaba el truco-, él liquidaría la vieja Constitución al toque y se haría una a la medida. 

-¡Allá tú, chico, pero recuerda cómo les fue a los sandinistas – respondió Castro, rascándose la barba (sobre esto tampoco hay registro)

El hecho es que Chávez lo consiguió y aquí sí hay constancia. El 2-F de 1999, acompañado por Rafael Caldera (presidente saliente), un vigoroso Chávez (presidente electo), colocaba su mano izquierda sobre un texto y soltaba una frase histórica: “Juro por esta moribunda Constitución”. 

Poco demoró el audaz líder en instalar una pétrea “Constitución Bolivariana”, con 350 artículos. Esta fijaría el rumbo del “socialismo del siglo XXI” y lo apernaría en el poder hasta su muerte. 

Los poschavistas

En 2008 el ecuatoriano Rafael Correa emuló a Chávez, mediante una Constitución también pétrea, con 444 artículos  que celebraban la naturaleza y la Pachamama, en el marco de un “Estado plurinacional”. Un tercer hito lo levantó Evo Morales, un año después, con  411 artículos de una Constitución que inauguraba “el Estado Plurinacional de Bolivia” y, de paso, deslegitimaba el tratado de límites con Chile.

Lejos de configurar la emblemática “casa común”, que define los poderes y equilibrios de un Estado Democrático de Derecho, las detallosas nuevas constituciones eran fortalezas ideológicas y, por tanto, confrontacionales. Privilegiaban los derechos ciudadanos según sus identidades, hipertrofiaban el dominio económico estatal rumbo al socialismo y reducían al mínimo el espacio político de los opositores. 

Como vehículos sin caja de cambios, no admitían interferencias en la ruta ni, mucho menos, la posibilidad de marcha atrás. 

El cuarto empeño

El cuarto proyecto-fortaleza se intentó en Chile. Fue secuela conjunta del estallido de octubre de 2019 y la elección como Presidente de Gabriel Boric. 

Como esto ya lo comenté en columna anterior, aquí sólo recordaré que el rechazo de la propuesta de la Convención Constitucional (en 388 artículos) fue otro momento estelar del laboratorio chileno. Casi 8 millones de ciudadanos, en un padrón electoral de 13 millones, con un 62% de los votos, borraron del horizonte inmediato el peligro de una desestructuración nacional. La intuición democrática se sobrepuso y dejó marcando ocupado a los hinchas de los experimentos en país ajeno. 

Recién entonces nuestros intelectuales buenistas reconocieron no haber pensado suficientemente el tema. Otros comenzaron a sospechar que su objetivo real nunca fue una Constitución sin mácula dictatorial, sino una plataforma para “refundar” Chile, bajo la conducción de jóvenes radicalizados, indígenas imaginarios y neorrevolucionarios militarmente inviables. Antes -vaya descuido- ni siquiera se habían enterado de que Álvaro García Linera, ideólogo de Evo Morales, lo había confesado todo, en Santiago, en 2015, oralmente y por escrito. Transcribo: 

Ninguna Constitución fue de consenso / el Estado-nación ya no importa / Chile es insignificante en el mundo, como lo es Bolivia como lo es Perú, como lo es Ecuador / Lo que importa son los Estados continentales / El socialismo es el tránsito en un escenario de guerra social total / este socialismo incorpora los conocimientos y prácticas indígenas del Vivir Bien. 

La libre felicidad

Un balance express del neoconstitucionalismo trucho dice que, en la precursora Venezuela, más de siete millones de habitantes buscan otro país para vivir y nadie acepta que Nicolás Maduro sea un presidente democrático a su manera. 

En Ecuador, el estallido de octubre de 2019 -que precedió por días al de Chile- levantó el lema “Comunismo indoamericano o barbarie”, que supera en radicalidad a todas las consignas refundacionales. Por su parte, Rafael Correa está en el exilio, procesado por la justicia y rechazado como líder por las organizaciones indígenas. 

En Bolivia, Evo Morales debió exiliarse durante el corto período de Jeanine Añez, tras pretender -con eco en la OEA- que su reelección indefinida era un “derecho humano”. Como compensación, hoy busca ser el líder máximo de una América Latina plurinacional, interfiriendo en la política de los países vecinos… como consta  a los diplomáticos del Perú.

A mayor abundamiento, el jurista Eduardo Rodríguez Veltzé, expresidente de Bolivia y expresidente de la Corte Suprema, escribió una notable columna sobre la Constitución Plurinacional de su país, para una revista universitaria que dirijo. Rescato su último párrafo: “El tradicional concepto de democracia -el gobierno del pueblo por el pueblo-, se torna complejo cuando, por la propia Constitución, ‘el pueblo’ consiste en una pluralidad de pueblos, naciones precoloniales y pueblos indígenas con diferentes derechos dentro de un mismo Estado constituido”.

Con base en estas realidades duras, los historiadores del próximo siglo reconocerán -estoy casi seguro- que el rechazo chileno fue un momento de inflexión para el sinuoso neoconstitucionalismo.

Como complemento, los contemporáneos reconocerán dos cosas importantes: Primera, que ya pasó el tiempo en que se consideraba a los juristas como esencialmente conservadores y a las constituciones como frutos intangibles de su sabiduría. Segunda, que las constituciones democráticas deben ser un “piso común” y no una casa común completamente equipada. Por tanto, deben ser escuetas, flexibles y políticamente transversales, para permitir a los ciudadanos la libre búsqueda de su felicidad. 

Al fin de cuentas el Derecho no es ni debe ser Historia Congelada y la Constitución, en cuanto norma fundamental, es su gran eslabón con la Política.

*José Rodríguez Elizondo, periodista, escritor y Premio Nacional de Humanidades 2021.

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José Rodríguez Elizondo

Periodista, escritor y Premio Nacional de Humanidades 2021

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