Quizás el empeño más inútil de un político novato sea el de buscar consensos gratis. Y para qué decir unanimidades. Los políticos fogueados están para debatir, polemizar y hasta para estar en desacuerdo consigo mismos.
De acuerdo con esa realidad del oficio, cualquier consenso político en una democracia es secuela de una contradicción negociada. Esa que viene de la tesis y antítesis de los griegos, del do ut des de los romanos, del corsi e ricorsi de sus descendientes italianos y del golpe y contragolpe de los boxeadores. En tales casos, el consenso es un mínimo común que equivale al corazón de la alcachofa. Si no se alcanza, su caparazón de hojas es sólo deshecho.
El gran tema es que alcanzar ese corazón exige un elenco de políticos pragmáticos, capaces de discernir el interés nacional en un marco de la seguridad ciudadana . Si eso no existe, lo que viene es la polarización beligerante, la crisis de las democracias y, en un nivel máximo, la crisis de la política misma.
¿Y cómo estamos al respecto en nuestra parte del mapa? Tristemente, ese enjambre de crisis ya llegó y configura el tema de nuestro tiempo.
Sepultureros rasantes
Puesto en modo tesis, el detonante fue el fin de la guerra fría, que trajo no el fin de la historia, sino el inicio de una gran tentación: a falta de enemigo estratégico de las democracias, todo estaba permitido. En el mediano plazo, esto marcó el reemplazo de los políticos patriotas e ilustrados por políticos identitarios de vuelo rasante, afectos a los disensos clientelares con plataforma en el “todo vale”. Su objetivo estratégico sería desplazar la alternancia democrática por el paraíso personal: la permanencia sine die en el poder.
La prueba es cuantificable y creo haberla expuesto en otras columnas. Si al fin de la guerra fría las democracias de nuestra región eran 19, con la isla de Cuba redundantemente aislada y los Estados Unidos como democracia por sobre toda sospecha, hoy la proporción es casi inversa. En 2017 una primera encuesta de Latinobarómetro mostró que sólo Uruguay y Costa Rica lucían como democracias sanas. Cuba, Nicaragua y Venezuela aparecían como dictaduras sin coartada. Bolivia y Ecuador eran democracias neoconstitucionalizadas, con sistemas que bloqueaban la alternancia en el poder. Argentina, Brasil, México, Perú, Colombia, Ecuador y Chile eran asumidos como democracias en lucha por la sobrevivencia. Luego, el asalto al Capitolio en 2021, teledirigido por Donald Trump desde la presidencia de los Estados Unidos, mostró que incluso el gigante hemisférico tenía pies democráticos de barro.
Otra prueba, a peor abundamiento, es que descontando las dictaduras (corruptas por definición) y los procesos contra Trump, ya tenemos 18 expresidentes y vicepresidentes latinoamericanos involucrados en escándalos de corrupción, acusados, procesados y/o condenados, en Argentina, Brasil, Ecuador, Perú, Guatemala, El Salvador, Honduras y Panamá.
La tentación antidemocrática
Como el poder por el poder es impresentable, la tentación antidemocrática se presenta con discursos “movilizadores”.
En esa línea, sedicentes pensadores revolucionarios han reemplazado las ideologías cosmogónicas de antaño -que en libros, papel llenan bibliotecas-, por ideologismos de andar por casa, que rechazan de antemano la búsqueda de consensos. Es el caso de la “plurinacionalidad”, tributaria lejana del internacionalismo marxista y heredera pretenciosa del castrochavismo y el indigenismo presuntamente mariateguista.
Como correlato, tenemos la agonía de los grandes partidos políticos. Liberales, conservadores, apristas, copeyanos, democratacristianos, radicales hoy están en la banca de los reservas y ya no existen líderes intelectuales de fuste como Rómulo Betancourt, Víctor Raúl Haya de la Torre, Eduardo Frei Montalva o Arturo Frondizzi.
Ese tipo de ideologismos, sumado al desencanto con la clase política, a la corrupción multisectorial y a la inseguridad en las ciudades, hoy se sintetiza en ofertas electorales “a la baja”. Es decir, competencias entre candidatos que no representan corrientes mayoritarias, sino minorías dispersas con lealtades aleatorias. No importa quien gane, ello plantea al toque dos problemas superlativos: la dificultad máxima para inducir consensos incluso ante necesidades evidentes y el debilitamiento estratégico del Estado que favorece, por añadidura, designios geopolíticos ocultos.
No somos excepcionales
¿Y cómo se está dando en Chile este síndrome regional?
Digamos, primero, que viene desde que nuestra clase política se resignó a pensar la reconciliación como un imposible. Desde que olvidamos aquel principio de Maquiavelo según el cual los cimientos de cualquier Estado son las buenas leyes y los buenos ejércitos. Desde que el clivaje izquierdas-derechas se convirtió en un fetiche autoexplicativo. En síntesis, desde que el programa político de unos se redujo a impedir que ganaran los otros.
Efecto emblemático y actual ha sido la imposibilidad de un consenso respetable para conmemorar los 50 años de nuestro trágico 11-S. El programa que diseñó el gobierno, con base en que los golpes de Estado contra una democracia son repudiables y nadie puede desconocer la violación de derechos humanos durante la dictadura, chocó de inmediato contra dos fuertes minorías. Una destacaba la relación continua entre el gobierno de Allende, el golpe de Pinochet y los errores y horrores de su dictadura. La otra concentraba la conmemoración en la sistemática violación de los derechos humanos durante la dictadura. Aludir al gobierno de Allende era “negacionismo”.
Si ese contrapunto se hubiera procesado por políticos habituados a los juegos de suma variable, en un contexto social menos crispado, habría prevalecido la razón por sobre la emoción y algún consenso bueno habría surgido. Pero no fue posible. El dicotomismo prevaleció sobre el ecumenismo y el Presidente Boric debió aceptar la renuncia del intelectual Patricio Fernández, a quien había designado director del programa.
En cuanto al debilitamiento estratégico del Estado, es una experiencia que nos tuvo al borde de la cornisa con la propuesta Constitucional del año pasado. De haberse aprobado, hoy Chile sería el contenedor de 11 naciones con sus propios intereses nacionales. Tal situación no sólo habría bloqueado consensos internos en materias sustantivas. Además, habría favorecido la emergencia o revitalización de conflictos vecinales al norte y sur del país. El más grave habría sido la liquidación del estatuto jurídico de paz post Guerra del Pacífico.
Bukele viene volando
La siguiente pregunta es ¿cómo podemos zafar de lo que nos está sucediendo?
Aquí recuerdo lo que decía Jorge Millas, mi profesor de Filosofía del Derecho, “hoy que estamos llenos de ciencia, nos falta la sapiencia más que nunca”. Por eso, a esta altura del partido sólo puedo decir lo que digo a mis alumnos: no hay respuestas ni soluciones simples para problemas complejos.
Sólo tengo advertencias como las que preceden, con plataforma en experiencias tan duras como dos guerras reporteadas y la dictadura del general Pinochet que me tuvo 17 años fuera de Chile. Por lo demás, son advertencias que vengo planteando hace tiempo, en libros y medios, a riesgo de ser parangonado con Pedrito y su lobo.
Por eso, termino esta columna con una advertencia nueva y quizás más grave: hoy ni siquiera vale ese fatalismo conformista sobre la recurrencia del ciclo democracias-dictaduras. Tal como están las cosas, en la región y en casa, incluso ese ciclo podría desaparecer. Víctimas del crimen organizado, de los narcos y de la corrupción rampante, nuestros electores podrían canjear las libertades de una democracia recuperada y las promesas de justicia social por una “mano dura” sin ulterior alternancia.
Puede llegar, está llegando, la hora de gobernantes como el salvadoreño Nayib Bukele. Vienen surfeando sobre el temor de los ciudadanos y la debilidad de las democracias identitarias y no basta con que otra vez digamos, como un mantra, que esas cosas no pasan en Chile.
Es una posibilidad que existe y está a la vuelta de la esquina. Para exorcizarla tendríamos que ponernos las pilas de una mínima unidad nacional, deseablemente liderada desde el gobierno, para que nuestros hijos y nietos puedan vivir sin tener que reprocharnos.