Los días en torno al 18-O de este año, rememoración del iracundo estallido del año pasado en esta misma fecha, han sido, sobre todo, días de especulación sobre qué ocurriría con la violencia. Ahora sabemos: como en un fatídico rito, hubo hechos de violencia, incluyendo los enfrentamientos con carabineros, el vandalismo, el incendio de un par de iglesias en medio del griterío y la celebración de los violentos. Éstos han vuelto a actuar a la sombra de una manifestación de protesta que pierde sentido frente a los saqueos, las barricadas, la destrucción de locales y bienes públicos.

I

Quiero tomar distancia de los hechos que están en pleno desarrollo mientras escribo para reflexionar sobre el lugar que ocupa ahora la violencia en nuestro imaginario social.

Lo más notorio es que ella está presente por todos lados en nuestro panorama mental. Se expresa en la conversación ilustrada, manifestaciones de arte (canciones, poemas, instalaciones, grafitis callejeros, fotos y vídeos), redes sociales, prensa, entrevistas de radio y televisión, opiniones de intelectuales, historiadores, filósofos, sociólogos y columnistas que reaccionamos frente a los mismos estímulos con una diversidad de perspectivas y lenguajes.

También está latente en los miedos de la ciudadanía; ha recorrido los patios interiores de nuestra democracia, para usar la poderosa metáfora de Norbert Lechner, esos rincones donde se forma el sustrato cognitivo y afectivo de la democracia y se guardan “los temores y anhelos que nos provoca el estado de cosas existente”.

En breve, la violencia más activa y presente en estos días—revivida ahora por la destrucción en el entorno de Plaza Italia—es su primacía en el espacio público, la portada de los diarios y las pantallas de la TV, y su tematización a través de la conversación de la sociedad y la circulación de sus remembranzas y anticipaciones en la conciencia colectiva.

Todo esto habla de cuánto ha penetrado la violencia en la fantasía de la gente, además del constante bombardeo por parte de los medios de comunicación. Allí se expresa como temor o como anhelo; en cualquier caso, ha pasado a ser un referente obligado del clima en que vivimos. Hoy es probablemente el tópico número uno de la agenda mental de una gran parte de la población, transversalmente entre clases sociales y diferentes grupos de edad, mujeres y hombres, población más o menos educada.

Un asunto emocionalmente cargado, además, respecto del cual se manifiestan innumerables y encontradas comprensiones, sensibilidades, reacciones y matices.

Este imaginario revela igualmente cuanto ha disminuido la confianza en las instituciones del Estado y en el poder del derecho, que son los dispositivos encargados de mantener la violencia no solo fuera de las relaciones civiles y políticas sino, además, de los mundos de vida subjetivos de las personas.

El pacto hobbesiano significa, en efecto, contar con un Estado que nos sustrae del imperio de la fuerza y evita la destrucción mutua de unos contra otros. Sin ese aparato soberano que detenta el uso legítimo de la violencia, dice Hobbes, “no hay lugar para la industria, porque el fruto de ésta es inseguro. Y, por consiguiente, tampoco cultivo de la tierra, ni navegación, ni uso de los bienes que pueden ser importados por mar, ni construcción confortable, ni instrumentos para mover y remover los objetos que necesitan mucha fuerza, ni conocimiento de la faz de la tierra, ni cómputo del tiempo, ni artes, ni letras, ni sociedad, sino, lo que es peor que todo, [solo existe] miedo continuo, y peligro de muerte violenta y para el hombre una vida solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta”. Es un pacto idéntico al de la civilización, al que Freud atribuye la domesticación de los instintos agresivos y la posibilidad de su sublimación cultural.

II

Al mismo tiempo, la violencia imaginada deja al descubierto lo mucho que ha retrocedido la confianza en las instituciones del Estado y de la sociedad civil, las comunidades y los mercados. Más bien, se desconfía de ellas y su capacidad de sustraernos del infierno de la violencia. Si éste ocupa tanto lugar en nuestra imaginación secularizada es porque se piensa, o siente, que las instituciones públicas y privadas centrales de la sociedad—aquellas que proporcionan la base de una convivencia civilizada, donde el hombre no se convierta en un lobo para el hombre—no están en condiciones de asegurar la paz, los derechos y el bienestar de la gente.

Esa parece ser la sensación dominante que se expresa en las narrativas que circulan en la ciudad.

Se cree que no hay autoridad alguna capaz de hacerse cargo de las necesidades de la gente. Al contrario, la política y los políticos habrían fracasado rotundamente; las élites se habrían convertido en un establishment preocupado solamente de sus propios intereses y poder; la sociedad civil se hallaría atomizada y reducida a intercambios desiguales y expoliadores; los mercados operarían como espacios de explotación y abusos, y las fuerzas de orden y seguridad emplearían sus medios para atacar a quienes protestan en vez de defender sus derechos continuamente vulnerados.

Este desastroso cuadro viene transmitiéndose por medio de relatos urbanos y  acrecentando sus ecos a lo largo del último año, entre los dos 18-O. Es la sociedad agobiada, abusada, aplastada que—desde hace 30 años, se dice—no podía manifestarse pero que finalmente despertó y hasta hoy se mantiene en vela.

III

Ese despertar acarreó consigo, asimismo, una nueva y más radical percepción y narrativa sobre la violencia, según la cual ésta sería en Chile ‘estructural’ o ‘sistémica’. ¿Qué significa esto? Que a diferencia de la violencia hobbesiana—hombre contra hombre por razones de competencia, inseguridad o gloria; violencia externa, física, de fuerza letal—ahora predominaría una violencia difusa, que se confunde con las estructuras de desigualdad, de poder, del lenguaje, el dinero, la comunicación y los intercambios. Es la violencia que opera por motivos sistémicos, invisiblemente, en silencio. Recorre las instituciones, se ha vuelto consustancial con la actividad humana organizada, haciéndose presente en la familia, el género, la escuela y el currículo, el consumo y el consumismo, las burocracias y el idioma (inglés), el clasismo y el racismo.

¡Cuanta sociología!, digo con contrición, se esconde tras esta visión contemporánea de la violencia estructural, sistémica o institucional.

Parece que el primero en formularla fue el sociólogo Johan Galtung, conocido de Chile pues enseñó en la FLACSO de Santiago en los años 1960. En un famoso artículo de 1969, luego ampliado en 2018, caracteriza la violencia estructural como impersonal e indirecta y señala que ella “se halla incorporada en la estructura y se manifiesta como poder desigual y, en consecuencia, como desiguales oportunidades de vida”.

Se trata pues de una definición extensa y bastante vaga de la violencia; aparece, sostiene  Galtung, “cuando los seres humanos se ven influidos de tal manera que sus realizaciones afectivas, somáticas y mentales actuales están por debajo de sus realizaciones potenciales”. O bien, según afirma en otra parte, cuando existe “una disminución del nivel real de satisfacción de las necesidades básicas, por debajo de lo que es potencialmente posible”.

Con esta definición tan amplía y floja, efectivamente, todo puede convertirse —en algún momento, bajo determinadas circunstancias—en violencia estructural, sistémica o institucional, y ser justificada por lo que nuestro autor denomina violencia cultural o simbólica, o sea, religión, ideología, arte, publicidad, incluso ciencia.

De hecho, bajo éste esquema conceptual, en la huella de Galtung, diversos autores han determinado que la pobreza, las desigualdades, la contaminación, la alienación, una jornada prolongada de trabajo, el racismo, el sexismo, incluso—lo dice el propio Galtung—la economía neoclásica, la matemática y el idioma—y, por cierto, ¡cómo no!, el neoliberalismo, son formas de violencia estructural o cultural.

La violencia estructural adquiere un grado adicional de efectividad cuando—ya incorporada a la vida cotidiana, internalizada por los sujetos e invisibilizada por las ideologías que la justifican—pasa a ser una forma de (auto)dominación interna, algo así como una ‘segunda naturaleza’ que se transforma en hábitos y costumbres. En breve, un substrato de entendimientos compartidos y aceptados de la vida en común.

El sociólogo francés Pierre Bourdieu habla a propósito de este fenómeno de internalización como uno de violencia sistémica o simbólica. Según expresa en uno de sus escritos tardíos, “todo poder tiene una dimensión simbólica: debe recibir un consentimiento de los dominados, que no remite a una decisión libre de una conciencia ilustrada, sino a la sumisión no mediada y prerreflexiva del cuerpo socializado”. Dicho en otras palabras, y llevado al extremo de la exageración, los sujetos seríamos producto de la violencia estructural, por un lado y, por el otro, nos conformamos a ella transmutándola en sujeción y conformismo como resultado de la violencia simbólica.

IV

Pero, como escribe un tercer autor que ha incursionado en estos temas, el teórico Byung-Chul Han, “si se toma la violencia como cifra de toda la negatividad social, se desdibuja por completo su concepto”. Y, podemos agregar, se vuelve casi imposible zafarse de la violencia pues, finalmente, ella se ha hecho cargo estructuralmente del todo y nos ha invadido simbólicamente (la escuela, los sermones, los relatos, la televisión, los discursos públicos, el padre, la ley, etc.), sin dejarnos la posibilidad, siquiera, de percatarnos que hemos sido atrapados.

Casi podría pensarse que es preferible ser golpeado por una primitiva fuerza hobbesiana que agrede y daña, pero frente a la cual se puede reaccionar. Aquella otra violencia, en cambio, nos controla a la distancia, invisiblemente, sin que nos percatemos, extendiendo su fuerza silenciosa y cada vez más sutil, bajo la forma insidiosa de un nuevo Leviatan llamado “sistema”.

Así, la violencia imaginada, que entre nosotros ha estado circulando activamente, viralmente podría decirse, contagiando la autocomprensión de la sociedad con la escena  del 18-O, se ha instalado de la manera más peligrosa posible.

Aparece com un factor definitorio de la escena política que repele y seduce, a la vez que está en vías de convertirse en un modo de ser casi ‘natural’ de las estructuras económicas, sociales, políticas y  culturales que nos rodean.

Una vez que se acepta eso, pasan dos cosas igualmente perversas.

Por un lado, todo desajuste, asimetría, abuso, postergación, insuficiencia, brecha entre lo dado y las expectativas, lo deseado y lo disponible, puede de inmediato ser entendido en clave de violencia.

Por el otro, si el sistema entero, hasta en sus más cotidianas manifestaciones microscópicas de poder aparece subsumido bajo la forma de violencia, entonces la única alternativa es echar abajo el edificio completo que nos mantiene violentados, aún si no nos damos cuenta.

La política—sobre todo la política democrática basada en la palabra y el pacto hobbesiano—se vuelve imposible; da paso a una reacción antisistémica, comop volvimos a ver anoche, que busca ir al fundamento estructural del ordenamiento cotidiano de la sociedad y proceder a su completo desmantelamiento, única forma de restituir, en esa imaginación embriagada, una vida sin violencia. Es la utopía del antisistema a la que solo se accede previa destrucción del sistema; después, el diluvio.

La revuelta del 18-O del año pasado, prolongada en el imaginario social como una latencia que en cualquier momento podía volver, volvió anoche,  a su vez como un anticipo de la posibilidad  de ese desmantelamiento.

He ahí la forma como está operando la violencia—imaginada y real—en este nuevo 18-O.

 

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