I
La arena política, o sea, aquel espacio en el cual diversos agentes disputan el poder para orientar a la sociedad, está constantemente cambiando. Cambian las ideas-fuerza en competencia, algunas a ritmo lento, de un siglo o más —como liberalismo, socialismo, democracia, nación, Estado—, otras, en tanto, aceleradamente, casi todos los días, al ritmo de las noticias, como iniciativas de ley, acusaciones constitucionales, polémicas entre dirigentes partidarios, enunciados del gobierno.
Pero, además, muda la propia estructura de esa arena; es decir, la organización del campo político. Sus límites se mueven, surgen nuevos agentes y otros desaparecen o se debilitan, muda el vínculo entre este campo y otros (por ej., económico, religioso, militar, técnico, intelectual, etc.) y sus relaciones con la sociedad, léase: clases sociales, élites, masas, ciudadanos, consumidores, etc.
En momentos de crisis y turbulencias, como hoy atraviesa nuestro país, las transformaciones de la arena política se vuelven más frecuentes, activas, intensas y también más interesantes desde el punto de vista del análisis. Considérese el cuadro emergente tras el reciente plebiscito constitucional del 25-O, a la siga de un año de convulsiones sociales (18-O, protestas, Covid 19, confinamiento y semi parálisis de la economía + alteraciones de la vida cotidiana) y dificultades de gobernabilidad.
Para decirlo sobre la base de un dispositivo gráfico, la arena política del postplebiscito puede representarse esquemáticamente como un heptágono; una figura de siete lados y siete vértices, en cada uno de los cuales situamos un actor clave del momento, su dinamismo y proyección.
II
Primero, el gobierno, que venía desde antes y hasta ahora sigue mal parado en esta arena de siete esquinas. De todos los actores de la arena política es el más importante por su gravitación en la administración del Poder Ejecutivo y su papel de colegislador dominante; su legitimidad de origen, fundada en la voluntad popular, y su manejo de ingentes recursos materiales, burocráticos y simbólicos. Por lo mismo, sin embargo, un manejo poco eficaz de esos recursos —sobre todo del poder de comunicación gubernamental y de la fuerza pública— resulta especialmente dañino para un gobierno.
El presidente Piñera, jefe del gobierno, ha estado expuesto a grandes desafíos y su gestión política ha sido débil y con abundantes errores, la peor de las combinaciones imaginables. El propio presidente devaluó tempranamente su capital político. Su popularidad en la opinión pública encuestada es baja; sus equipos políticos han resultado poco robustos; su capacidad de orientar a la sociedad y dotar de sentido la acción de su gobierno (relato) ha sido particularmente deficitaria; la administración de la imagen presidencial ha carecido de inteligencia y sensibilidad; la relación presidente/coalición oficialista es vacilante y el trato de la oposición errático y falto de astucia. Si a pesar de todo el presidente ha logrado sortear sucesivas tormentas es porque ha mostrado resiliencia, lleva con responsabilidad el mando y Fortuna le ha tendido una mano en los momentos más dificiles.
Segundo, en el vértice contiguo al anterior se sitúan los actores oficiales de la política—partidos y sus coaliciones y agrupaciones—a ambos lados de la línea que divide el campo entre fuerzas oficialistas y de oposición, las cuales coinciden, aún en medio del fluido cuadro actual, con las fuerzas de derecha e izquierda. Estos son los jugadores formales del juego político y cumplen teóricamente el papel de estructuras de intermediación entre el Estado y el pueblo, ciudadanía o electorado. Son, asimismo, organizaciones semiburocráticas que disputan la atención y preferencias de ese electorado con sus ofertas ideológicas y programas y reclutan personas dispuestas a acometer una carrera política profesional.
Actualmente se hallan en su momento más bajo de prestigio y popularidad, a ambos lados de la frontera ideológica. Carecen de ideas fuerza, no poseen ofertas distintivas, su militancia es escasa y su radio de influencia estrecho, su rol intermediario se ha vuelto disfuncional y, sobre todo, no despiertan confianza alguna en la población. Lo mismo ocurre con las coaliciones que forman y con el principal órgano del Estado donde se expresa su poder, el Congreso Nacional.
La coalición oficialista muestra tendencias a la dispersión, frustración frente a su propio gobierno, inseguridad en el plano de las ideas y escasa influencia en el curso de los acontecimientos. Sus divisiones internas y temor ante el plebiscito terminaron por retratarla como perdedora neta, al quedar identificada con el Rechazo y confinada en tres comunas del sector oriente de Santiago (¡menos del 1% de las comunas del país!). En suma, una imagen letal.
Por su lado, la oposición aparece fragmentada en dos bloques igualmente confusos; una centroizquierda que se pretende socialdemócrata pero aparece más bien como heredera de un pasado que ella misma ha desprestigiado, y una izquierda aparentemente radical donde se mezcla lo más antiguo, el PC, con lo más reciente de la política generacional, el FA.
Ambas coaliciones carecen de consistencia por el momento; sus planteamientos ideológicos y programáticos son borrosos, sus estrategias vacilantes y su respaldo en el seno de la sociedad civil escaso, cuando no completamente ausente. Su intento por subirse a la ola del Apruebo fue mal recibido en general. Y su principal foro y expresión ante la gente, el Parlamento, no es valorizado por la opinión pública encuestada, pues transmite una imagen de guerrilla verbal inconducente, nula efectividad en resolver los problemas y escasa contribución a construir acuerdos y al entendimiento con el gobierno.
Tercero, los liderazgos políticos —dentro y fuera del gobierno, en el congreso y los partidos— brillan al momento por su ausencia. El presidente de la República, figura natural de liderazgo en nuestro régimen político, tiene escaso carisma y ha cultivado, en sus dos administraciones, la imagen de un empresario político más que un líder, remarcando sus habilidades de gestión y su preocupación por la eficiencia y la efectividad. En breve, aparece como un hombre de medios más que de fines; con vocación gerencial más que política.
Desde dentro del gobierno tampoco han surgido figuras líderes ni se encuentran en el actual equipo ministerial. Blumel antes y Briones ahora emergen como promesas. Lo mismo ocurre en la oposición; ni siquiera hay candidatos al liderazgo. Ricardo Lagos se mantiene, solitario, como líder emérito frente a la sociedad.
Lo que existe, por ahora, son pretendientes a liderazgos —viejos y nuevos— bajo el contorno de precandidatos (frecuentemente autoproclamados) a la presidencia para 2021. En número superior a diez aparecen por ahora más bien como semblantes (rostros, se dice en la TV) con reconocimiento de nombre, que como personalidades con atributos extracotidianos capaces de movilizar masas de gentes y envolverlas en un clima de entusiasmo y esperanza. Algunos, como Allamand, Insulza, Lavin, Matthei , ME-O, Muñoz y Vidal se hallan en fase de rutinización de su carisma, cuando resulta difícil creer que despierten pasiones, mientras que otros como Desbordes, Jadue, Sánchez, Sichel y Siches son por el momento nada más que contendientes cuyo carisma es una apuesta.
En cambio, un grupo interesante de potenciales liderazgos ha surgido en este tercer vértice de nuestro hexágono al calor de los sucesos —desde el 18-O hasta el plebiscito del 25-O— entre los alcaldes de diversas comunas, cuyo rol ha destacado localmente y se proyecta a través de la TV. Es un fenómeno intersante pues representa una promesa de descentralización de la elite política y la emergencia de una nueva estructura de intermediación, el municipio.
Otra fuente adicional de liderazgos potenciales, especialmente valorizada de cara a la elección de constituyentes y como parte del proceso de circulación y renovación de las élites, son los dirigentes de organizaciones de la sociedad civil, ONGs, fundaciones sociales, agrupaciones ciudadanas y movimientos sociales que—con gran diversidad—surgen en distintas áreas de la acción social, humanitaria, jurídica, de identidades y estilos de vida, locales y regionales, ligados a las áreas de la salud, educación, tercera edad, alimentación, capacidades diferentes y en el terreno de los derechos, la discusión constitucional, el medio ambiente, la naturaleza, el consumo, la defensa y promoción de causas, el patrimonio cultural, las artes, los pueblos ancestrales, las comunidades morales, etc.
Por ahora, estos canales de socialización y formación de liderazgos microsociales aparecen confrontados con la “vieja política”, ofreciendo un sentido de proximidad comunitaria, de cultivo de valores compartidos, de vínculos y procedimientos no-burocráticos, de lealtad a principios altruistas, de vocación ética y de relativa no-contaminación con las prácticas ‘impuras’ de la política o egoístas-lucrativas del mercado. Representan, por lo mismo, una posibilidad de aggiornamento de la desgastada política; el riesgo es que su promesa—atribuida o asumida—sea excesiva y tarde o temprano sus portadores se revelen como jugadores de ligas menores.
III
Cuarto, en una de las esquinas de la base del hexágono que venimos explorando, se sitúa la opinión pública encuestada que, lo sabemos bien, se ha transformado en una fuerza decisiva de la arena política, en la misma medida que logra posicionarse—a través de los medios de comunicación y las redes sociales—en el órgano más directo de expresión de la voluntad de la gente. Mezcla de preferencias individuales y de corrientes colectivas de opinión, registra y exhibe continuamente la voluntad del soberano (mayorías y minorías) y los sentimientos de la población frente a los tópicos de la agenda política.
No importan las serias limitaciones metodológicas de estos sondeos y su carácter inevitablemente guiado por el sesgo de las preguntas y el peso de la doxa —el peso (de la noche) de las ideas recibidas y creencias masticadas por los media y las redes sociales— sino las respuestas de este popular oráculo transformadas en ‘evidencia científica’ cotidiana. De esta forma la opinión encuestada y procesada mediáticamente aparece como el único espacio público donde las opiniones anónimas valen todas lo mismo, en un plano de igualdad, casi como un mercado de las opiniones individuales trasmutadas en roussoniana volonté de tous.
Por ejemplo, gran parte del proceso de formación de las candidaturas presidenciales se halla entregado hoy a las encuestas y al infinito juego de espejos que ofrece la esfera de la comunicación pública. En conexión con esto, el periodismo político y sus voces más reputadas adquieren un rol cada vez más importante, igual como los programas de discusión política de la TV y los opinólogos que desde sus columnas escritas o habladas analizan y comentan los hechos del día y buscan enmarcar su interpretación. En la actualidad, estos jugadores desempeñan un rol clave en la arena política. Han pasado a ocupar un lugar crítico junto a la élite política, cuya existencia cuestionan y someten a examen, al mismo tiempo que se incorporan a ella como su segmento evaluativo. En medida importante, éstos diferentes grupos —desde encuestadores hasta periodistas-ancla y opinólogos de diversa especia— han pasado a llenar el vacío de representación política causado por el decaimiento de las instancias y mecanismos tradicionales de representación.
Quinto, los ideólogos, intelectuales y empresarios/administradores de ideas políticas, en el quinto vértice de nuestra figura heptagonal, son otro grupo de actores que han seguido la suerte de la crisis de las (grandes) narrativas que dominaron el horizonte cultural del siglo 20. La guerra fría ideológica —comunismo soviético versus liberalismo democrático a ambos lados del Atlántico— ha dado paso a un mundo ideológico multipolar con una gran cantidad de nuevas formulaciones y narrativas de alcance medio o local, donde coexisten diferentes formas de nacionalismos, populismos, socialdemocratismos, liberalismos, autoritarismos, estatismos, comunitarismos, globalismos, parroquialismos, etc. De manera que la historia de las ideologías no concluyó con el fin de la guerra fría, como pensaba Fukuyama; sólo se desordenó, descentró y pobló con nuevas mixturas: democracia iliberal, capitalismo de Estado comunista, socialismo capitalista, neoliberalismo de Estado, populismos de izquierda y derecha, valores asiáticos y derechos colectivos, etc.
En nuestro propio espacio ideológico hay expresiones de este desorden de ideas y un activo debate dentro de la República de las letras, con participación de académicos, centros de pensamiento, dirigencias políticas, autores de ensayos, investigadores sociales, editoriales y editorialistas, con decreciente influencia de economistas y sacerdotes y una renovada expansión del influjo de juristas constitucionalistas, psicólogos y psquiatras, sociólogos, politólogos y comunicólogos. Interesantemente, esta activación de las ideas corresponde al pensamiento de derecha e izquierda, laico y católico, científico y humanista, tecnocrático y crítico-social, latinoamericano y global. Es de esperar que esta efervescencia intelectual—visible en revistas culturales y académicas, suplementos dominicales de la prensa, documentos de think tanks, ensayos, presentación de libros, coloquios, webinars y otras formas de activismo intelectual—se mantenga durante los próximos meses, sirva de alimento para la discusión constitucional y, sobre todo, ayude a la renovación de las élites, su movilidad intergeneracional y a la recomposición de los partidos políticos.
IV
Sexto, en este lugar aparece ‘la calle’, término que representa aquí a un actor distinto de la gente, de la opinión pública encuestada o de la ciudadanía, que puede definirse como muchedumbres movilizadas en protesta, las que desde octubre pasado pasaron a ocupar un lugar destacado en el imaginario nacional, con su despliegue de masas en las ciudades, desde mega manifestaciones hasta reuniones de cientos o miles de protestantes. Se compone de manifestantes individuales, familias y todo tipo de colectivos y movimientos: de estudiantes, mujeres, etnia mapuche, pensionados, LGBT, pobladores, profesores, ciclistas, veganos, animalistas, ambientalistas, pescadores artesanales, deudores, sin vivienda, gentes en situación de calle, migrantes, barras bravas y movilizadores de diversas otras causas, agravios, reivindicaciones y derechos.
Su condición común es la de manifestantes; o sea, personas que forman parte de una manifestación pública; esto es, una reunión pública, generalmente al aire libre y en marcha, en la cual los asistentes reclaman y expresan su protesta por algo. Hoy ‘la calle’ es un agente infaltable de la arena política, al menos en Santiago, con una composición etarea joven, en su mayoría personas que cursan estudios secundarios o superiores, o bien son graduados de la enseñanza terciaria técnica o universitaria, con un amplio y variopinto arco de motivaciones e intereses, que ocupan las calles para transmitir el peso simbólico de su número y el fervor de su determinación. Su presencia física en la ciudad es reforzada por el lugar que ocupan en el imaginario social.
Expresan pues un fenómeno social inconfundible, distinto de un movimiento de clase, o de la ciudadanía electoral que concurrió a Aprobar o Rechazar en el plebiscito del 25-O, o una agitación esporádica y puntual, o una congregación conmemorativa (como la del 1 de mayo cada año), o una estampida masiva o una reacción frente a un hecho concreto. ‘La calle’ es un actor multiforme con una identidad propia, contestataria, irreductible a una sola causa o reivindicación, de naturaleza colectiva, que se constituye y reproduce en la protesta a través del contagio de la copresencia, que se vuelca a las calles con la expectativa de ser escuchada en la la esfera política, dispuesta a afirmar su presencia mediante la reunión de sus cuerpos (un cuerpo biopolítico). Integra una masa sin organización de cuadros ni vanguardia, sin representantes o voceros. Afirma su derecho a existir por la propia presencia de su fuerza y desafía de mil maneras el orden cotidiano, la normalidad del tránsito, las reglas de urbanidad, las jerarquías normativas, el control policial, los permisos de autoridad y la convenciones y restricciones impuestas por la cultura dominante. ‘La calle’ expresa pues una conducta social transgresora, de quebrantamiento del orden establecido e infracción de preceptos, normas o estatutos, como queda registrado en su estética plasmada en inscripciones y grafitis, cánticos y pancartas, bailes y pantomimas, memes y mensajes virales.
Séptimo, la revuelta que se desencadenó el 18-O cual estallido social de violencia callejera ocupa la última esquina, contigua a ‘la calle’ y al gobierno (amiga y enemigo, respectivamente), dirigida contra la policía, estaciones del metro y señalética pública, establecimientos comerciales y hostales, comisarías e iglesias, farmacias y bancos, junto con la interrupción del tráfico mediante barricadas de fuego y la vandalización y saqueo de locales comerciales, que se desarrolla en los márgenes (espacio y tiempo) de las manifestaciones de protesta, sus zonas oscuras, a la sombra del movimiento de la muchedumbre, aprovechando su despliegue y el clima de quebrantamiento normativo que crea, ejerciendo la violencia en diferentes lugares de la ciudad o ‘institucionalizándola’ como rito celebrado repetidamente en un mismo lugar. Esa violencia se vio estimulada, además, por la inefectividad de las fuerza policiales y sus tácticas plagadas del empleo ilegítimo de la fuerza que, en muchaos casos, resultó en claras violaciones de los derechos de protestante pacíficos.
La revuelta no es propiamente una expresión de ‘la calle’—a veces las autoridades políticas y policiales se equivocan en este punto–ni busca o promueve la violencia; más bien, la mayoría la rechaza pero tolera. Ambas, ‘calle’ y revuelta, interactúan fatídicamente sin embargo: aquella expande el poder simbólico y la amenaza de la protesta y obliga a que se le escuche al aparecer acompañada por una fuerza irresistible; ésta oculta su carácter anárquico y deja de ser percibida como desnuda fuerza destructiva al confundirse con ‘la calle’.
Los principales logros de la revuelta hasta aquí, si así puede hablarse, han sido desestabilizar al gobierno y correr el umbral de aceptación de la violencia. Lo primero lo consiguió al poner en jaque, a la sombra de ‘la calle’, a las fuerzas de orden y seguridad y mostrar la fragilidad del monopolio estatal de la violencia e imponer así una salida de la revuelta consistente en un plan de paz cuyo eje fue la convocatoria a un plebiscito para abrir paso a una redefinición política de la República (nueva Constitución). Lo segundo, al provocar la creencia de que los cambios en profundidad sólo pueden resultar de la violencia y, de paso, que ésta se halla motivada (y justificada) por la ‘violencia estructural’ o ‘sistémica’ de la sociedad. La cubre de esta manera con un manto de legitimidad ideológica a cuyo tejido pueden concurrir cómodamente anarquistas, marxistas de cátedra, feministas, católicos de teologías liberadoras, lectores tardíos de Galtung, Marcuse y Bourdieu, socialistas académicos hastiados del reformismo e, incluso, liberales igualitarios de talante radical.
Frente al proceso constituyente la revuelta se propone, otra vez a la sombra de ‘la calle’, la tarea de ganar espacios al interior de la Convención para desde allí, en combinación con la presión ejercida por la violencia al amparo de la protesta movilizada, desbordar a dicho organismo constituyente y transformarlo de facto en una asamblea soberana destityuente del orden establecido y capaz de provocar una ruptura democrática.
V
En suma, nuestra arena política se halla así conformada para los meses que vienen, en torno a siete agentes o actores principales con sus respectivas dinámicas: gobierno, clase política, liderazgos, opinión pública encuestada, ideologías, ‘calle’ y revuelta. Las interacciones posibles dentro y en torno de este heptágono entre los vértices contiguos a lado y lado, y a lo largo de las diagonales entre vértices no contiguos, son numerosas. Y se multiplican exponencialmente si además consideramos los efectos dinámicos de esas interacciones y su desenvolvimiento a lo largo del tiempo que viene. Baste un solo ejemplo para concluir.
Resulta evidente que la suerte de la administración Piñera, que ocupa el lugar del gobierno en el vértice superior de nuestra Figura, depende de sus interacciones con todos los demás vértices: dos contiguos, los restantes indicados por las diagonales de este gráfico.
En lo más inmediato, por el lado de sus relaciones directas con el vértice adyacente a la derecha, aparecen los lazos con la clase política y sus segmentos oficialista y de oposición, los cuales se prolongan más allá hacia el vértice de los liderazgos. La manera como se desplieguen esas relaciones incidirá decisivamente en la mayor o menor capacidad dirigencial del gobierno y su proyección futura, igual como condicionará el futuro de la oposición y sus liderazgos. A su turno, por el lado izquierda, las reacciones del gobierno frente a nuevos estallidos de la revuelta —posibles aunque no podemos saber cuán probables— y en la siguiente esquina frente a ‘la calle’, serán claves para la precaria estabilidad del gobierno. Sobre todo, dado que la revuelta es parasitaria de la protesta en las calles, mucho dependerá del comportamiento de esta última y de la capacidad gubernamental para reducir su intensidad, a pesar de los límites del presupuesto nacional, en especial mientras vayamos acercándonos a la convención constitucional.
En efecto, quien conduzca a ésta determinará el curso de la historia en esta etapa: si se impone la conducción de la clase política y los nuevos liderazgos sociales emergentes, podrá existir continuidad institucional y concretarse la posibilidad de una redefinición de las bases jurídico-políticas de la República. Aquí el papel de los juristas, actuando en la primera línea o en la retaguardia, será crucial. Por el contrario, si se imponen el movimiento de protesta y las fuerzas de la violencia anómica, neutralizando a una clase política fragmentada y desbordando fácticamente la Convención, se crearían condiciones para un poder dual —Duma (parlamento) contra soviets (agrupaciones de agitación de los trabajadores), breve digresión para los amantes del folklore revolucionario— abriéndose así, a la chilena, las puertas hacia una ruptura democrática.
Ideológico-programáticamente el gobierno se percibe desarmado en la actual fase, luego de que las tormentas sepultaron su programa y que su base política se disgregó entre diversas propuestas, hasta arribar dividida al plebiscito. Podría recuperarse si contara con una planificación y un relato coherentes para lo que resta de su período. Los ejes de acción y discursivos para esa iniciativa son de suyo evidentes: plan sanitario 2021, reimpulso de la economía y el empleo, medidas de apoyo social para los sectores más expuestos, proceso constitucional y nueva Constitución, y correcta administración del ciclo electoral como cauce de continuidad institucional hasta la próxima elección presidencial. Allí hay material más que suficiente para un guion gubernamental ambicioso pero preciso, sin mayor elaboración ideológica pero pragmático. Por el contrario, si la administración se deja llevar por la tentación de dar golpes de efectos, multiplicar iniciativas sin ton ni son, hacer maniobras hostiles frente la presión opositora y de ‘la calle’, la declinación seguirá adelante y el desenlace será más negativo para el país.
Sería interesante seguir indefinidamente explorando los restantes vértices y las demás diagonales posibles de nuestro heptágono. Pero eso deberá quedar para un próximo futuro, cuando termine de asentarse la configuración de la arena política surgida del 25-O.