Hemos visto que una parte de la crisis de gobernabilidad y de futuro que vive Chile se debe al vaciamiento de su elite política y, como consecuencia de ello, una ausencia de liderazgos. Pero este es solo un fragmento de un cuadro mayor de crisis del ecosistema de las elites chilenas.
En efecto, las elites de diferentes esferas o sectores de la sociedad forman un verdadero entramado de poder y orientaciones; son redes interconectadas que ocupan un mismo espacio en el vértice de la sociedad, cuya orientación, comportamiento y decisiones son determinantes a la hora de asegurar la gobernanza del país.
I
El ejemplo clásico de un ecosistema de elites es el que proporciona C. Wright Mills, sociólogo norteamericano, en su famoso libro The Power Elite (1956). Concluye allí que en los Estados Unidos de su época —de la segunda postguerra mundial— el poder sobre las decisiones más importantes de orientación de aquel país residía en un triángulo de elites: política (gobierno, poder ejecutivo), militar (Fuerzas Armadas) y económica (gran empresa). No solo eso. Sostenía además que esos grupos, con su capacidad de moldear la sociedad, definían las condiciones, tanto materiales como ideológicas, a las que debían adaptarse las demás instituciones como familias, iglesias y la educación.
Sin emplear la noción de hegemonía, Wright Mills entendía que la dominación ejercida por sus tres elites centrales no se limitaba a los recursos burocráticos y de organización pública (política), de la industria y el dinero (poder corporativo) ni de la fuerza y su monopolio (el aparato militar y de la defensa nacional, pues —como señalan sus críticos— no se interesó, por ejemplo, por el poder de la policía y la inteligencia, léase del FBI y la CIA). Más bien, discernía en la sociedad norteamericana de entonces una suerte de poder totalizante, que controlaba todos sus aspectos claves, reduciendo la ciudadanía a una masa conformista y pasiva, subyugada por creencias y el consumo.
Sus escritos, si bien típicos de una fase de expansión del poder de los Estados Unidos, con un creciente dominio industrial y comercial y una fuerte expansión del poder militar victorioso (piénsese en la presidencia del ex general Eisenhower, el rol del general Marshall en la reconstrucción de Europa y el papel del general MacArthur en Asia), marcaron sin embargo una profunda huella en dos sentidos. Por un lado, revivieron el interés por la sociología clásica de las elites (Weber, Pareto, Mosca, Michels), adaptándolo a una nueva época y aplicándolo a la sociedad más poderosa del momento. Por otro lado, prestaron sustento empírico y convergieron con las teorías críticas de base marxista más importantes de los años cincuenta y sesenta, representadas por Adorno, Horkheimer y Marcuse, todos los cuales vieron en la cultura de masas una forma distintiva de dominación por parte de una estructura de poder tecnológico, cultural y de fuerza que vuelve opresiva a la sociedad y aliena a la población sujetándola a disciplinas productivas, de saber y una sublimación represiva.
II
El ecosistema de elites en Chile al comenzar la tercera década del siglo 21 necesita un enfoque más abierto y plural que el de Wright Mills, si se desea obtener su retrato contemporáneo. Además, hace falta agregar un análisis de otras dinámicas de composición y transformación de los diferentes grupos de elite, sus relaciones de competencia y subordinación, apertura y cierre relativos, facilidad de acceso y renovación y, con todo esto, aproximarse al movimiento de rotación de las elites y a los cambios de las constelaciones y orientaciones del poder en la sociedad.
De la observación de la sociedad chilena durante los últimos años —ya en plena consolidación democrática, o sea, en la post transición— puede concluirse la centralidad de las elites política, tecno-burocrática y empresarial, un triángulo algo distinto del que visitamos hace un momento. Y, en un segundo plano, las elites social, intelectual-mediática, militar, eclesiástica, de las profesiones, sindical, de la sociedad civil y artístico-cultural.
El lugar preeminente de la elite política de la Concertación durante el periodo 1990 a 2010 ha sido destacado por diversos estudios y ahora último en un libro de Garrido-Vergara (Palgrave McMillan, 2020). Menos estudiada ha sido la rotación de las elites de derecha (Alianza) y centro izquierda (Nueva Mayoría) durante la siguiente década y su progresivo debilitamiento y deterioro que el estallido del 18-O y luego la pandemia del Covid-19 han expuesto a la manera de una radiografía pulmonar. Ambos circuitos de esa elite transicional están agotados; sus respectivas coaliciones de partidos se han fragmentado, se hallan ideológicamente confundidas, su renovación de liderazgos es lenta y las nuevas generaciones aún no logran legitimar su mando.
En los extremos del espectro político tampoco han logrado establecerse nuevos grupos contendientes, en condiciones de reemplazar a la antigua elite en disolucion. Por el extremo derecho, el pinochetismo simbólico, de la memoria, inhibe la actualización de un potencial de derecha nacionalista, autoritaria y distante del tronco liberal-conservador. Por el extremo izquierdo, si bien se ha constituido un Frente Amplio de partidos, movimientos, cuasi-organizaciones, figuras y eventos, solo parece unirlos una cierta pulsión anti-sistema, pero sin aparecer como una alternativa de gobernabilidad. De modo que por ambos extremos, hasta ahora, no emergen dinámicas auténticas de recambio de la elite política.
III
Tampoco las tecnoburocracias y los tecnopols (académicos involucrados en la actividad del diseño y formulación de políticas) han vuelto a exhibir el mismo peso ostentado durante la transición, al menos en la centro izquierda. Estos dos grupos de elite han sido estudiados en su mejor momento en el caso chileno, por ejemplo, por P. Silva (2009) y A. Joignant (2019).
Se trata, por una parte, de los estamentos superiores del gobierno —ministros, subsecretarios, directores de agencias y servicios y personal que por su posición en el Estado interviene en los procesos de decisión política— y, por la otra, de toda suerte de expertos asociados a las altas esferas públicas pero que cuentan con una base independiente de operación, en la academia, think tanks, oficinas consultoras, fundaciones y organismos no-gubernamentales.
Un estamento para-político, entonces, que, especialmente en el caso de la Concertación, y en grado importante también en la Nueva Mayoría, ha ejercido una cuota significativa de influencia en nombre de saberes especializados, experiencia técnica, evidence-based policies, contacto con redes expertas internacionales y el deseo de estar cerca e incidir sobre el juicio y las decisiones de los principales del poder. Su ídolo mítico es Maquiavelo, el asesor del Príncipe; sus espacios preferentes de acción son los “segundos pisos”, centros de influencia próximos a los partidos, comisiones presidenciales, informes ante comisiones parlamentarias, columnas de opinión, agencias internacionales como la OCDE, el Banco Mundial, FMI, PNUD, BID y otras siglas de la misma familia.
La derecha cuenta con su propio establishment de tecnopols, con menor trayectoria quizá que su contraparte del lado izquierdo del espectro, menos tiempo de interacción con equipos gubernamentales y menos redes de contacto internacional, aunque parecen estar aumentando últimamente. En cambio, el personal tecnopolítico de base académica y orientación de derechas ha sido tradicionalmente fuerte en el campo de la economía, pero corre hoy la suerte de esa triste ciencia (dismal science) que ha perdido su anterior status como la ciencia madre de la política pública.
IV
Por supuesto, la otra elite central de la sociedad chilena es la elite empresarial o corporativa, que tiene a su cargo la propiedad o el control y la gestión de una parte importante de la economía y, desde esa posición, ejerce una importante cuota de influencia sobre la política y la sociedad, en los medios de comunicación y respecto de la mayor parte de las elites del segundo plano.
La historia de esta elite en Chile ha sido estudiada a lo largo del siglo 19 y 20 (Stabili, 2009; Barría y Llorca-Jaña, 2017), igual como se ha investigado su cultura y socialización; por ejemplo, el peso de las familias, los colegios y la religión (Thumala, 2007), así como sus vasos comunicantes con la política, especialmente durante las últimas décadas (G. Arriagada, 2004; D. Matamala, 2016). De esa historia viene su curiosa designación como “poder fáctico”, como si el poder tuviese sólo una fuente en las sociedades capitalistas democráticas —la esfera política-institucional— afirmación que es por completa ajena al enfoque del pluralismo de las elites, cada una con sus variadas fuentes de legitimación de su poder (apellido y matrimonios, dinero, fuerza, carisma, conocimiento, prestigio, status, santidad, etc.).
En cambio, se conoce menos la evolución reciente de esta elite y de sus principales redes —familiares, corporativas, financieras, gremiales, políticas, educacionales, mediáticas, técnicas, profesionales e internacionales— y su situación actual dentro del ecosistema de elites.
Parece claro que tras una fuerte expansión de su poder propio —de base económica e irradiación hacia todas las demás esferas de la sociedad, desde el legítimo cabildeo sobre la política hasta el mecenazgo de las artes; desde un radio local hasta un alcance global—, esta elite, típicamente burguesa, experimentó sucesivos golpes de “marca” y pérdidas de reputación a propósito de escándalos de colusiones anticompetitivas y de tratos monetarios indebidos con la política.
La pérdida de prestigio ha sido mayor que la de poder efectivo, pero también éste se ve sometido ahora a mayores retos y a una generalizada desconfianza, según muestran las oscilaciones de la opinión pública encuestada.
En cuanto a las directivas gremiales de las diferentes ramas y de la CPC, su junta de gobierno, se percibe una clara evolución tanto generacional como de menor compromiso político-ideológico, buscando adaptarse simultáneamente a la caída reputacional y a una nueva relación, no-de-financiamiento, con la política y los partidos, subrayándose, por el contrario, los elementos técnicos y profesionales en el discurso corporativo y las relaciones con las demás elites de segunda línea.
Tampoco puede desconocerse el efecto —sobre esa nueva moderación— de la situación económica por la que atraviesa el país y la pérdida de coherencia global y prestigio del capitalismo, enfrentado a la cuádruple crisis del calentamiento global, la pandemia del Covid-19, la ideología neoliberal y la explosión de las desigualdades. Es probable que al amparo de esta combinación de factores críticos estén produciéndose cambios culturales en esta elite, con un redimensionaniento de su identidad, sus creencias de éxito y sus relaciones con el Estado y la sociedad civil.
V
En suma, el núcleo central del ecosistema chileno de elites —política, tecno-burocrática y económica— se mueve hoy entre dificultades. Internamente esos grupos distinguidos experimentan procesos de descomposición y recomposición forzados por el cambio generacional, la disolución del marco sociopolítico y cultural de la transición y la ruptura de los arreglos de convivencia interelitaria a la que dicho marco había dado lugar.
Además, estos tres grupos han sufrido una progresiva pérdida de prestigio en medio de una opinión pública encuestada que se ha tornado desconfiada, cuando no hostil, frente a los poderes nacidos de las jerarquías y posiciones institucionales, el conocimiento experto y el dinero y la acumulación de capital. Políticos, tecno-burócratas y expertos, y empresarios son percibidos como un establecimiento de poder (el establishment) con decreciente legitimidad, sea ella racional-formal, tradicional o carismática. Al contrario, estas elites son vistas como beneficiarias a la vez que como causantes y principales responsables de un sistema abusivo, que concentra el poder y los privilegios en la cúspide, extendiendo sus redes de dominación desde arriba hacia abajo a través de la política, el control de unos saberes esotéricos, los mercados y las micro-relaciones de poder, distorsionando la voluntad de las mayorías y transformando la democracia en una mascarada.
De allí solo hay un paso hacia la dicotomía tan en boga entre elites y masas, pueblo y poderosos, minorías abusivas y mayorías abusadas, dicotomía que conlleva un conjunto de otras asociaciones conceptuales donde políticos, expertos y empresarios aparecen vinculados a formas de violencia material o simbólica, de explotación de los demás, de altos ingresos y corrupción, de desigualdades de género y étnicas, de cosmopolitismo global y privilegios heredados.
Este cambio de percepción respecto de esas elites es un fenómeno internacional. En todas partes las elites centrales de las sociedades están puestas contra la pared. Son el 1% versus el resto del mundo. Una revista norteamericana hablaba hace poco de que tal vez la dinámica política más importante, y menos comprendida y apreciada de nuestra época, es la revuelta de las clases medias (o sea, de la sociedad que se piensa a sí misma como clases medias) contra las elites y los privilegios que atesoran. De hecho, es posible imaginar que una parte importante de las narrativas del tipo “fin de mundo”, “desplome del capitalismo”, “decadencia de occidente”, “cambio de época”, etc., podría responder a esta percepción de amenaza que recorre a las elites y al cuestionamiento generalizado de sus fuentes de poder.
Las alternativas frente a estas revueltas antielitarias —cualquiera sea el idioma ideológico que empleen: el de un jefe carismático, un partido revolucionario, un movimiento popular, un levantamiento de los pueblos, la sabiduría ancestral o el que fuere— no promete, al fondo, nada distinto que la emergencia de nuevas elites. Tal es la ley de bronce de las sociedades.
(Dejamos para la próxima semana el análisis de las restantes elites -sectoriales- chilenas de segundo plano y sus relaciones con el núcleo fuerte de elites -política, tecnócratica y empresarial- que acabamos de visitar).