Como era previsible, luego del contundente triunfo en el plebiscito las fuerzas políticas que estuvieron por el Rechazo han iniciado un debate sobre el mejor mecanismo para continuar con el proceso constituyente.

Algunos rápidamente olvidaron las promesas hechas durante la campaña electoral, otros esgrimen las encuestas para favorecer su opción en favor de que el nuevo texto sea redactado por un grupo plural de expertos. Los dirigentes más representativos de Chile Vamos y quienes provenían del centro izquierda mantienen firme la idea de convocar a una nueva Convención plenamente elegida.

En reiteradas ocasiones -sin mayor éxito- advertí que una victoria del Rechazo nos sumiría, al menos por unos meses, en un debate sin una orientación clara. El itinerario no estaba concordado ni definido con antelación. Por su parte, los senadores del PS y del PPD han formulado una propuesta de camino que podría servir de base para zanjar el tema, dado que el debate ha quedado radicado en el Congreso. 

El Gobierno ha decidido no inmiscuirse en el asunto señalando que se limitará a “acompañar el proceso constituyente”, aunque el Presidente conserva todas sus prerrogativas al momento de tramitarse la reforma constitucional que debiera plasmar la ruta a seguir, entre ellas la del veto. En un régimen presidencial como el nuestro habría sido aconsejable que el Ejecutivo se hiciera presente a través de un Ministro encargado especialmente de cumplir esa tarea. Podría haber sido un factor ordenador.

Mientras transcurre esta ardua discusión, que de prolongarse corre el riesgo de alejarse del sentir ciudadano, estimo oportuno llamar la atención sobre otro elemento que puede ser decisivo para el éxito de esta segunda fase del cambio constitucional. Me refiero a la necesidad de contar con un punto de partida para que el debate pueda llegar a puerto sin dispersarse por las ramas.

Uno de los mayores defectos de la Convención fue la idea de comenzar su trabajo a partir de cero. La experiencia parlamentaria muestra que la discusión de un proyecto de ley o cambio constitucional debe comenzar a partir de un mensaje del Presidente de la República o de una moción parlamentaria, que sirvan de eje estructurante de la deliberación.

Es necesario que los convencionales tengan sobre la mesa desde el primer día una o más propuestas. Así se garantiza la seriedad del debate. Evidentemente, ellos pueden descartarlas por considerarlas insuficientes o que no van en la dirección deseada, pero si esos documentos han sido preparados por expertos de las principales corrientes políticas, es probable que cumplan una función positiva.  

Así ha ocurrido en todas las reformas constitucionales que ha habido desde 1989 en adelante. La del 2005 que es considerada como la de mayor envergadura, se originó en dos mociones parlamentarias: una suscrita por 5 senadores de la Concertación y otra firmada por otros 5 senadores de la oposición de centroderecha. Con esos dos textos a la vista, que fijaban las ideas matrices de la discusión, inició su trabajo la Comisión de Constitución del Senado; luego vinieron numerosos aportes e incluso se amplió su competencia por decisión unánime para reformar los estados de excepción que no estaban considerados en las mociones iniciales. Aprobado el proyecto en el Senado, siguió su tramitación en la Cámara de Diputados. La respectiva Comisión de Constitución tuvo la tarea de revisar un texto ya definido.

Estimo conveniente que en los meses que restan para que se origine una instancia de discusión constitucional las fuerzas políticas prepararan propuestas de nueva Constitución, que sirvieran como punto de partida orientador de los futuros debates. 

Sería ambicioso pensar que pudiera tratarse de un solo texto compartido por un amplio arco de fuerzas políticas, siguiendo en parte el modelo que utilizó Arturo Alessandri para plasmar la Constitución de 1925. Más realista me parece tomar como referencia la reforma del 2005 que, como indiqué, tuvo su primer impulso a través de dos mociones parlamentarias. Ahora podrían ser más de dos. Lo importante es que las corrientes de opinión consolidadas pongan sus cartas sobre la mesa.

Ese trabajo debería aprovechar el significativo esfuerzo intelectual y político que se ha hecho en los últimos años en materia constitucional, desde el proyecto de Michelle Bachelet hasta la propuesta de la Convención y los informes y aportes que diversos centros de estudio y Universidades hicieron llegar a la Convención. Esa deliberación no puede ser ignorada. 

En el trasfondo deben estar los avances constitucionales que se plasmaron en sucesivas reformas a la Constitución de 1980, algunas de las cuales fueron asumidas por la Convención. No en vano el país ha ido progresando durante las últimas décadas y esos avances se han plasmado en preceptos constitucionales. La nueva Presidenta del Tribunal Constitucional ha señalado con precisión, por ejemplo, cuáles aspectos de la actual normativa de esa institución deberían ser cambiados. 

La mirada de los expertos y los convencionales debe ampliarse hacia el campo de las leyes orgánicas que complementan la Carta Fundamental y perfilan la organización del Estado. Es necesario definir cuáles de sus normas deben ser recogidas en el nuevo texto constitucional para determinar luego las reformas a esos cuerpos legales. 

Debe haber un equilibrio entre las normas de una Constitución que fijan el marco del proceso político y las reglas de funcionamiento del Estado, por una parte, y el ámbito de la vida política propiamente tal, es decir, de la deliberación ciudadana sobre los asuntos de interés público, por otra. Lo que se consagra en la Carta Fundamental, en cierto sentido, se sustrae de la decisión ciudadana futura. El nuevo pacto constitucional debe partir por buscar un balance entre ambas dimensiones. La Constitución no puede ser puramente procedimental, pero tampoco puede consagrar un proyecto político excluyente.

Algunos contenidos importantes de la nueva Constitución han pasado a ser patrimonio común, si bien requieren de una precisión normativa, me refiero al concepto de Estado social de derecho, la consagración plena de los derechos humanos y de la dignidad de la persona como principios constitucionales, un mejor respeto de la naturaleza, la igualdad de oportunidades y derechos entre mujeres y hombres, la consagración de los derechos de los pueblos indígenas, los principios de un buen gobierno, el pleno respeto del principio de mayoría que inspiró la reforma constitucional de rebaja de los quórum para las reformas constitucionales y que debería dar origen a otro tanto respecto de las leyes de quórum calificado.

Con estos consensos básicos, cobran mayor importancia las reglas de funcionamiento para determinar cómo se zanjan las diferencias. 

Kelsen (1977), por su parte, era partidario de buscar el consenso más amplio posible en el Parlamento mediante la argumentación razonada, pero si no se lograba, las discrepancias debían ser resueltas por mayoría. Aristóteles se refería a la democracia como una sociedad de personas libres e iguales donde los asuntos públicos se definían por mayoría. Hoy añadiríamos, que siempre respetando los derechos de las minorías. 

Respecto del Reglamento de tramitación de la nueva Constitución, parece conveniente esta vez adaptar el de la Cámara de Diputados. Si bien las diversas materias pueden ser analizadas por distintas comisiones, es importante que sus informes una vez sancionados en general por el plenario, conformen un todo sistemático y sea revisado por una comisión revisora de carácter general, para ser sometido a consideración de los convencionales, que debieran emitir su parecer definitivo del texto. 

Es importante consagrar en el Reglamento una instancia revisora y que el plenario pueda pronunciarse en definitiva sobre un texto completo y no por capítulos o artículos como ocurrió en la Convención. 

También podría prepararse desde ya un anteproyecto de Reglamento.

Sin un punto de partida bien definido y un Reglamento adecuado, la nueva instancia constitucional corre el riesgo de extraviarse en el camino. Así se podría al menos contrapesar el riesgo proveniente de la ausencia de liderazgos políticos fuertes y de las oscilaciones del electorado, sobre todo cuando está llamado a pronunciarse sobre materias que por su complejidad escapan a las definiciones políticas dicotómicas.

*José Antonio Viera-Gallo es abogado y ex ministro.

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