Al leer comentarios de algunos destacados políticos e intelectuales de izquierda anunciando que la derecha será el sector más votado en la próxima convención constitucional, advierto en ellos, más allá del reclamo porque la oposición va en lista separadas, una desilusión, un cierto desencanto. Pensaban tal vez que el progresismo pudiera dominar esa instancia deliberativa.

Desde que comenzó a rondar la idea de la Asamblea Constituyente era evidente que su composición no sería tan diferente de la actual Cámara de Diputados. Esto se hizo palpable cuando se estableció que los constituyentes se elegirían de la misma manera que los diputados. Luego vinieron las modificaciones que introdujeron el principio de paridad de género y la presencia de 15 representantes indígenas.

Todos los estudios sobre el comportamiento electoral en Chile desde los años 50 del siglo pasado muestran que las opciones políticas tienen una asombrosa permanencia en el tiempo, pese a que los partidos que las representan hayan sufrido profundas transformaciones. Era, entonces, obvio que ello se iba a reflejar también en la constituyente.

En Chile existe una arraigada derecha conservadora y liberal, una opción social cristiana y de humanismo laico y una izquierda socialista y comunista, más emergentes movimientos generacionales tras agendas sectoriales o identitarias de renovación. No se trata de una foto inmóvil. Por el contrario, esas corrientes van mutando con el tiempo y cambia su expresión política a través de distintos partidos y coaliciones políticas. Por ejemplo, luego de las movilizaciones del 2019 muchas personas se muestran favorables a reformas que antes rechazaban o miraban con desconfianza o indiferencia.

Esta mezcla de continuidad y renovación se reflejará en la convención constitucional. Cuando además se impuso el criterio del quórum de 2/3 para sus resoluciones, era evidente que ningún sector por sí mismo alcanzaría tan alta representación y que, por tanto, para alcanzar éxito serían necesarios acuerdos amplios.

Quienes en la izquierda abrigaron la esperanza de una correlación completamente diversa de fuerzas, hoy se sienten decepcionados. Quienes, en cambio, nos movimos en el ámbito de la realidad, miramos con entusiasmo el desafío que supone lograr una nueva Constitución mediante el aporte de personas muy diversas.

La clave política está en comprender que una Constitución nace de una crisis –que en nuestro caso pudo evitarse si la derecha hubiera tenido una mirada más desprejuiciada sobre los cambios que Chile estaba viviendo– y cuyo propósito no es crear un sistema utópico, ni siquiera resolver todos los problemas que afligen a una sociedad, sino establecer un nuevo marco para que ella pueda desarrollarse mejor. La prueba básica de toda nueva Constitución es su duración, es decir, su capacidad para regular procesos futuros y circunstancias imprevistas.

Sería un error fatal pretender que el nuevo texto constitucional adoptara un modelo político. Algo de eso hubo en la Constitución de 1980, que paradojalmente nunca entró en vigor según su texto original, es decir, no resistió ni la primera embestida que fue el triunfo del No. El sucesivo proceso de reformas la fue alterando profundamente. Sin embargo, permaneció su pecado de origen: fue impuesta por la fuerza; y además adhirió a un esquema de principios y valores que en gran parte han quedado atrás con el correr del tiempo. El desafío de la Convención es mirar al futuro y reinsertar sus deliberaciones en la cultura constitucional del país que se fue desarrollando progresivamente desde los inicios de la república y de la cual se quiso apartar el texto de 1980.

Para lograrlo importa poco las mayorías relativas dentro de la Convención: el quórum de los 2/3 exige que cada convencional se abra al diálogo y busque encontrar las mejores soluciones posibles. Hay esperanzas que esa actitud predomine entre los convencionales cuando se escuchan voces como las de Agustín Squella, Juan Luis Ossa, Patricio Fernández, Pedro Cayuqueo, Patricio Zapata, Patricia Politzer, Cristián Monckeberg, Benito Baranda, Elisa Walker, Miriam Henríquez y Constanza Hube, entre muchos otros. Ellos hablan de la necesidad de una casa común en que todos y todas podamos convivir mejor y que sea capaz de resistir los embates del futuro.

Esta actitud es coherente con el planteamiento que han hecho destacados juristas y profesores de Derecho Constitucional de muy diversas tendencias y que han manifestado sus opiniones en encuentros, seminarios, libros y declaraciones conjuntas. En una carta, 25 de ellos señalaron el 2020 que “el texto constitucional que nos reúna ha de ser fruto de intensos debates y de una disposición al diálogo y a dejarse persuadir, que supone no aferrarse a posiciones ideológicas sectáreas o a intereses irrenunciables e intransigentes”; recuerdan que “Chile posee una larga y seria tradición republicana y democrática desde hace ya dos siglos, la que se ha construido desde vertientes intelectuales liberales, sociales y democráticas… que debe ser asumida como fuente armónica de experiencias plasmadas en instituciones. Tomar en cuenta esas instituciones y experiencias es signo de sabiduría, petrificarla un signo de necedad”.

Ello supone abandonar cualquier actitud de trinchera o de contraposición entre bloques. Ciertamente no será indiferente el reflejo de las distintas fuerzas en la Convención, pero será más decisiva la actitud con que los convencionales enfrenten su tarea. Es probable que el acuerdo electoral entre las fuerzas de derecha se fragmente en la Convención y que la dispersión opositora, en cambio, abra paso a convergencias insospechadas.

La presencia paritaria de mujeres y de 15 indígenas elegidos por un registro de 1.300.000 personas pertenecientes a diversas etnias son factores nuevos que desafiarán a quienes pretendan -por decirlo metafóricamente– replicar la lógica de la Plaza Italia en el hemiciclo. No hay una fortaleza sitiada, ni guerreros armados de retroexcavadoras. Si, por el contrario, primara el espíritu bélico, la Convención fracasaría a poco andar.

Hay múltiples ejemplos históricos en que sectores políticos contrapuestos se han puesto de acuerdo en un esquema normativo. Empecemos por las UN y la Declaración de los Derechos Humanos, sigamos por las constituciones europeas de post guerra en Alemania, Italia, España y Portugal, entre otros países; la arquitectura de la Unión Europea y en América Latina tenemos los casos de Brasil, Colombia, Perú, Paraguay y Argentina, para no mencionar los controvertidos ejemplos bolivarianos de Ecuador, Bolivia y Venezuela, que ameritan una reflexión aparte al no haber podido contener crisis políticas profundas que en el caso venezolano ha derivado hacia una dictadura.

Además, existe un marco internacional de principios jurídicos y normas que los Estados deben respetar y que algunos califican de “constitucionalismo global”, que constituyen un marco para la llamada hoja en blanco, y que Chile se comprometió a reconocer estableciendo expresamente –lo que en rigor no era indispensable– que la futura Constitución debía ser coherente con esas disposiciones. Los convencionales deben partir sus deliberaciones desde ese piso común. Así se facilitaría en gran medida su trabajo.

La clave está en comprender el verdadero propósito de una Constitución y en disponerse a “acuerdos entrecruzados” (Rawls) en el ámbito político. Cada cual seguirá sustentando su ideología, sus creencias y valores, pero lo importante es que contribuya a concordar criterios jurídicos y políticos que a partir de nuestra tradición constitucional permitan dar origen a un nuevo texto constitucional que facilite la convivencia y le facilite al país enfrentar con éxito una nueva etapa de desarrollo y progreso compartidos. Se trata nada más y nada menos que echar los cimientos de una cuarta república.

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