Se ha escrito que en Chile se conmemoran más las derrotas que las victorias, como si los sufrimientos colectivos hubiesen templado más el espíritu nacional que los festejos triunfales. Nuestra historia está jalonada de héroes trágicos, que han entregado su vida por la fidelidad a sus ideales.

No es de extrañar entonces que comiencen los aprontes para recordar los 50 años del 11 de septiembre de 1973. Los que vivimos ese día somos un porcentaje cada vez más reducido de la población. La magnitud de la tragedia ha hecho que ese acontecimiento y sus secuelas hayan trascendido las circunstancias para entrar en la dimensión de los arquetipos, es decir, de construcciones narrativas que entregan a los acontecimientos un significado trascendente.

En otras efemérides del 11 de septiembre se ha suscitado un interesante debate entre la necesidad de la memoria encargada de registrar los hechos, principalmente las transgresiones a los derechos de las personas, y la historia que busca desentrañar la lógica de los acontecimientos.

Es probable que esta tensión entre el recuerdo y el análisis se repita el próximo año buscando atribuir responsabilidades en el fracaso de la política y el colapso institucional que abrió paso a la dictadura. No debiera ser el eje central de la conmemoración.

Ese día en la mañana las radios intervenidas transmitían bandos militares, los canales de televisión proyectaban películas animadas para niños mientras la violencia se enseñoreaba del país. Las ráfagas de los fusiles se mantuvieron por varios meses y el arbitrio de la represión se prolongó por 17 años.

El país se dividió profundamente y los ecos de esa grieta llegan hasta el día de hoy, transmitidos de padres a hijos y nietos pese a que han transcurrido largos 50 años y que desde hace más de 30 Chile vive en una convivencia democrática, donde se garantiza el pluralismo y se respeta la libertad, bajo el imperio de la ley.

Como en pocos países, después de una dictadura, se ha logrado establecer la verdad sobre las principales violaciones a los derechos humanos, muchos responsables directos han sido condenados y en gran medida el Estado ha buscado reparar a las víctimas. Chile ha ratificado todos los tratados que garantizan los derechos humanos y ha tipificado en su legislación los crímenes de guerra y lesa humanidad. Pero la herida no cierra, sobre todo para quienes aún no conocen con certeza la suerte corrida por sus familiares que la dictadura hizo “desaparecer”.

La desaparición forzosa es el crimen más cruel y abominable. Basta recordar la tragedia de Antígona en la tragedia de Sófocles, que desafía la ley para enterrar a su hermano, pagando con su vida la trasgresión al arbitrio del déspota.

Quienes fuimos al exilio, también forzoso, somos testigos de cómo el renovado interés por los derechos humanos de la década de los 70 surgió a raíz de los atropellos que acompañaron al golpe de Estado en Chile. Eso explica la variedad ideológica de los movimientos y fuerzas políticas que participaron en la solidaridad con la democracia perdida y la necesidad de recuperarla.

Siguiendo ese impulso a 50 años del quiebre de la democracia -una de las más estables de América Latina- el énfasis debiera estar puesto en la necesidad de renovar y cuidar los principios y las instituciones que le dan vida. Esta efeméride se da en una encrucijada en que la democracia se ve sacudida por múltiples factores y en que crece el distanciamiento de los ciudadanos de la política, cansados de constatar una cierta impotencia por realizar sus esperanzas. Por doquier resurgen movimientos populistas autoritarios que corroen desde dentro los presupuestos de la democracia; en el campo internacional el derecho y el multilateralismo ceden ante la lógica de la geopolítica y el recurso a la fuerza en contravención con la Carta de la ONU.

Por eso es importante fijar bien el foco de la conmemoración de los 50 años del golpe militar. Cuando evocamos hechos históricos, siempre lo hacemos con el propósito explícito o inconsciente de extraer alguna enseñanza para las tareas actuales.

Debe servir esta conmemoración para volver a valorar la actividad política y la convivencia cívica, y desconfiar de los discursos y actitudes rupturistas que alimentan la polarización y el descrédito de la democracia. Ojalá el año 2023 estuviera marcado por una segunda etapa del proceso constituyente surgido de un amplio acuerdo político que podría plasmarse en estos días.

No debiera ser una ocasión para volver a las divisiones del pasado, ni para alimentar reproches inconducentes; por el contrario, es el momento de reafirmar los supuestos básicos de la paz social y del compromiso común por enfrentar los desafíos del futuro habiendo aprendido las lecciones de la historia. Chile debe asumir sus diferencias y vivir con ellas a partir de un estatus de derechos compartidos por todos, sin exclusiones ni discriminaciones arbitrarias.

*José Antonio Viera-Gallo es abogado y ex ministro.

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