Hace ya un par de décadas se pusieron de moda en nuestro país los reality show, esos extensos programas de televisión que se alimentaban del voyerismo de una audiencia ávida por conocer las intimidades de los jóvenes Protagonistas de la Fama, los reclutas del Pelotón o los habitantes de La Granja.

Este género audiovisual, conocido también como telerrealidad, surgió en los Países Bajos a comienzos de la década de 1990, pero su despegue internacional se produjo casi diez años más tarde, con la exitosa película The Truman Show, protagonizada por Jim Carrey en el que a mi juicio ha sido su mejor papel. La película trata de un reality show que ha trasmitido las 24 horas del día la vida de Truman Burbank -incluso antes de que naciera-, quien ignora que su familia, amigos, vecinos, y en general todo su entorno es una farsa creada por un inescrupuloso productor televisivo aspirante a dios, que controla su vida desde el switch de dirección.

Una de las franquicias de telerrealidad más exitosas ha sido Gran Hermano, la que ha tenido versiones en numerosos países, incluso Chile. Su nombre fue tomado de la novela 1984, de George Orwell, que durante décadas ha formado parte de las lecturas complementarias de nuestra Educación Media, y que también ha sido llevada al cine en un par de ocasiones. La última fue la versión protagonizada por John Hurt antes de dedicarse a la venta de varitas mágicas: su personaje, Winston Smith, trabajaba en el Ministerio de la Verdad, desde el cual manipulaban la información para concientizar a la población, la que está permanentemente vigilada y subordinada al poder estatal. En lo personal, recuerdo especialmente una escena en la que el protagonista encuentra un rincón de su pequeño departamento en el que no puede ser observado por el Gran Hermano, ese televisor-cámara-parlante a través del cual el Gobierno pretende controlar todos los aspectos de la vida de las personas, incluso en sus propios hogares. Es en ese rincón donde Winston Smith cree tener un mínimo espacio de intimidad para poder plasmar de vez en cuando sus pensamientos, sentimientos y temores en un cuaderno que escondía tras un ladrillo suelto. Lamentablemente, era de esas personas que van leyendo en voz alta lo que escriben, lo que le permitió al Gran Hermano enterarse de su atrevimiento de tener ideas propios, distintas a las impuestas por el poder Estatal.

Esa escena deja de manifiesto la necesidad que todo individuo tiene de un espacio de intimidad propio, ajeno a toda injerencia externa, que es indispensable para razonar, sentir, imaginar, crear o soñar. Ese espacio de intimidad es, a mi juicio, el más imprescindible aspecto de la libertad de las personas. En ese sentido, la Declaración Universal de los Derechos Humanos reconoce a todas las personas el derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión.

Muchas veces, y quizá casi siempre, mantenemos nuestros pensamientos, sentimientos, sueños o creencias en nuestro fuero interno. Y tenemos derecho a dejarlos ahí: nadie nos puede obligar a expresar lo que no queremos externalizar. Sin embargo, a veces ese primer e imprescindible aspecto de la libertad requiere de la posibilidad de darse a conocer, cuando el individuo sienta la necesidad de decirle a los demás lo que piensa o cree. Es precisamente a partir de esa manifestación externa del creer o el pensar que las personas tendrán los elementos de juicio necesarios para decidir con quién y cuándo quieren reunirse o asociarse.

Por ello, para poder decir lo que se piensa, la misma Declaración Universal reconoce a las personas el derecho a la libertad de opinión y de expresión. Y para poder expresar lo que se cree, se reconoce el derecho a manifestar la religión o creencias, en forma individual o colectiva, tanto en público como en privado, ya sea a través de la enseñanza, la práctica, el culto, o la observancia de determinados preceptos u obligaciones impuestas por una norma moral.

Como consecuencia de esa libertad de opinión y de expresión, cada persona tiene derecho a no ser molestada o perturbada a causa de sus opiniones; a investigar y recibir informaciones y opiniones, y a difundirlas por cualquier medio de expresión -o de comunicación-. Así, se reconoce a las personas su derecho a decir lo que piensan o creen, a escribirlo, a difundirlo, o a expresarlo incluso físicamente, por ejemplo a través de la forma de vestir, o llevando algún accesorio o distintivo.

Como se comprenderá, hace más de setenta años, cuando se ratificó la Declaración Universal de los Derechos Humanos, las posibilidades de publicar una opinión -como lo hago yo a través de esta columna- eran mucho más escasas que hoy en día, dadas las barreras económicas y tecnológicas para acceder a los medios de comunicación. Y por lo tanto, era mucho más fácil controlar el acceso de las personas a la información o a la opinión de otros. Hoy cualquiera puede publicar un posteo en Facebook, una fotografía en Instagram, o un video en YouTube. Es más: con un teléfono y una cuenta en una red social podemos incluso transmitir en vivo.

Sin embargo, junto con la facilidad de dar a conocer lo que pensamos o creemos, ha surgido una casta de personas que creen ser dueños de la verdad -su verdad-, y que por lo tanto se sienten con el derecho no solo a descalificar a quienes no piensan o creen como ellos, sino que también pretenden proscribirlos: a modo de ejemplo, a fines de noviembre de 2019, la animadora Tonka Tomicic expulsó en cámara a don Hermógenes Pérez de Arce por no estar de acuerdo con sus opiniones. Recuerdo este caso en particular, porque ocurrió en Canal 13, que en el debate de los precandidatos de las primarias presidenciales de la izquierda fue aludido por el candidato Daniel Jadue, calificándolo como un bastión de la derecha.

Eso puso en la palestra las pretensiones del programa de dicho precandidato presidencial sobre los medios de comunicación, lo que me motivó a indagar qué dicen en sus programas sobre la materia los candidatos que competirán en primarias presidenciales legales. Y aunque no lo crean, Daniel Jadue es el único que tiene en su programa un capítulo dedicado a los medios de comunicación. Y es así, porque su interés es que los medios de comunicación entreguen “una información plural, veraz y oportuna”, ya que actualmente estaríamos en presencia de “un modelo de comunicación privatizado que excluye voces diversas y sobre representa intereses de los sectores hegemónicos. Para ello, pretende crear una nueva Ley Orgánica de Comunicación, “estableciendo garantías para la existencia de los tres sectores de la comunicación: medios públicos fortalecidos; privados con regulaciones en su estructura de propiedad, y sociales o sin fi­nes de lucro con apoyo público que les haga sustentables”. Según entiendo, pretende tener una red de medios de comunicación estatales que le sirvan de plataforma de propaganda de gobierno; limitar la posibilidad de que los privados sean dueños de medios de comunicación, y por lo tanto, restringir a quienes puedan tener opiniones disidentes; y por último, mantener medios que respondan al clientismo estatal, que será de quien dependerán para subsistir. No conforme con ello, pretende “la incorporación de una nueva estructura en el Ejecutivo, que analice y estudie el devenir de políticas públicas en materia de comunicación. Se propone evaluar la implementación de experiencias de ministerios de Información o Comunicaciones, existentes en diversos países del mundo.

Parece que el candidato Jadue también leyó 1984 en sus tiempos escolares: quizá quiere convertirse en el Compañero Gran Hermano, y para eso quiere crear su propio Ministerio de la Verdad. A usted, ¿qué le parece? Aproveche de expresar su opinión.

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1 comentario

  1. Me parece que es lo mas parecido a lo que ocurre con la información en los países comunistas en los que la verdad oficial es la única válida y posible de ser difundida. Hay que entender que los comunistas le otorgan significados diferentes a las palabras, llaman «libertad de expresión» al control estatal de ésta, también llaman «democratizar» a ejercer el control, por parte del PC, de una determinada actividad. Es decir el lenguaje para los comunistas es usado como les convenga no en su real significado.

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