Muchos se escandalizaron por la presentación de un candidato estadounidense al BID, dado que se rompía la regla de oro de que este organismo financiero era dirigido por un latinoamericano. Este reclamo, esparcido por doquier, se basa en dos premisas falsas. La primera, que la política internacional la manejan tecnócratas y que el BID es un organismo técnico, en donde las vicisitudes del momento quedan fuera del análisis. Pero si se estudia su génesis, la de un pilar del panamericanismo durante la Guerra Fría, nos daremos cuenta de que la voluntad norteamericana de financiar a la región se basó en la demanda de su otro gran socio de este pilar, Brasil. En efecto, fue el gobierno de Juscelino Kubitschek que con su iniciativa, llamada Operación Panamericana, impulsa a los Estados Unidos a reaccionar para impulsar el desarrollo de Latinoamérica y, de este modo, evitar la potencial desestabilización regional por el accionar del comunismo. Por ende, el BID nace por una necesidad geopolítica, no únicamente técnica ni menos altruista.

La segunda premisa es pensar que el gobierno de Trump actúa como cualquier gobierno periférico, en base a los caprichos e intereses circunstanciales de su líder, como si fuese un caudillo más. No es así. Que el BID esté presidido por un convencido anticastrista y antichavista como Claver-Carone no es pura casualidad, sino que responde a las necesidades de una región sin brújula ni capacidad alguna de los latinoamericanos de ponerse de acuerdo entre sí para afrontar los retos de la actualidad. Es el resultado de un diagnóstico acertado desde Washington, en cuanto a que el hemisferio está carente de dirección y mostrando signos de ingobernabilidad. La OEA ya no está cumpliendo su papel a cabalidad, cual es la de contribuir para la estabilidad democrática del continente. Lo cierto es que el BID no puede darse el lujo de financiar a chavistas ni a sus aliados, y responde a la firme convicción de Washington, en conjunto con un buen puñado de países, que la fragmentación regional sólo está conduciendo al descalabro, como se ve reflejado en la compleja problemática venezolana.

El imparable proceso de cubanización de Venezuela ya es un hecho tangible y palpable, que con más de veinte años de implantación ha dado sus resultados; por lo que hoy el chavismo es bastante más que la simple corriente política de un grupos de fanáticos marxistas o la mera expresión de un caudillo autoritario como Maduro que se aferra al poder a costa de su propio pueblo, el cual padece la segunda mayor crisis humanitaria del orbe después de la de Siria. En realidad lo que está aconteciendo allí no es ni circunstancial ni voluntarista, sino que constituye un fenómeno político de carácter sistémico. El chavismo es de hecho un régimen político, bien asentado y coherente en sí mismo, que con su «revolución bolivariana», inspirada en la experiencia cubana, está teniendo éxito en su objetivo principal: sobrevivir. Y su sobrevivencia ha permitido que se profundicen las reformas internas que están moldeando a este país según los parámetros castristas. Es decir, el legado soviético de la Guerra Fría ya está siendo expandido hacia América del Sur; con la pandemia sólo contribuyendo a acelerar el proceso, como se manifiesta con la férrea voluntad chavista de destruir el único reservorio simbólico que le va quedando a la oposición democrática por medio de otro fraude electoral, que transforme en oficialista a la Asamblea Nacional.

Si se analizan las iniciativas chavistas de política pública, como Misiones Barrio Adentro, Carnet de la Patria o los CLAP, se podrá inferir que no sólo la cooperación cubana ha sido esencial, sino que todas las iniciativas están por sobre todo destinadas al control de la población, en cuanto a sus preferencias políticas y su acciones en sociedad. Es decir, el paraíso para cualquier régimen socialista de antaño, pero versión siglo XXI. Y esto quiere decir entonces que el régimen ha tenido éxito, tiene estructura interna, apoyo de las fuerzas armadas, y ya ha socavado cualquier creíble disenso que desafíe seriamente su proyecto político «revolucionario». Su existencia se corresponde bien con los tiempos de la Guerra Fría, con milicias, grupos paramilitares y constante movilización en contra de la amenaza omnipresente del «imperio», pero que tiene en Cuba no sólo a un gran aliado en la actualidad, sino que a un modelo, a un ejemplo de resiliencia y construcción político-social.

La experiencia de la revolución cubana es exitosa en el sentido de que, contra viento y marea, sigue en pie, pese a todo. La política exterior aquí juega un papel crucial, y el castrismo lo sabe muy bien. Hoy la presencia de Cuba es extensa e intensa en la región, y nadie puede desconocer el aporte cubano al acuerdo de paz colombiano ni su influencia en gobiernos como el nicaragüense, ni en diversos grupos políticos latinoamericanos afines con su ideario. Lo realizado en Venezuela es simplemente notable, porque hay que reconocer, por lo menos en términos teórico-conceptuales, cuando una política exterior es exitosa, y los «frutos» de la injerencia cubana están a la vista; por lo que en el fondo no queda más que asumirlo, y trabajar en conjunto con los cubanos para la mejora de la situación política y económica en el país petrolero.

Si se entiende el carácter del éxito chavista, se comprenderá entonces que cualquier solución pacífica a esta grave crisis sudamericana no pasa sólo por negociar directamente con Maduro, como habría ya intentado hacer el propio gobierno norteamericano, sino que cualquier camino que conduzca a una suerte de transición democrática con algún grado de viabilidad pasa necesariamente por entablar diálogos también con La Habana, capital de un país que se toma su política exterior muy en serio, y he ahí sus resultados.

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