Qué más debe pasar, me pregunto, para que finalmente se acabe la impunidad con que actúan violentistas de todo tipo en nuestro país. Esta semana, con total descaro, los miembros de la CAM velaron a Pablo Marchant, el terrorista fallecido en el atentado incendiario al fundo Santa Ana en Carahue, con una guardia armada con fusiles M-16; y posteriormente en su funeral, dispararon ráfagas de ametralladoras y otras armas con el mismo descaro, sin que nadie se los impidiera.

Mientras, lucha por su vida don Celerino González Marabolí, trabajador del fundo atacado, a quien hirieron gravemente a bala durante el ataque incendiario y donde murió Marchant, al enfrentarse con Carabineros.

A raíz de su deceso, en los últimos seis días, en esa misma zona han ocurrido 90 hechos de violencia terrorista. Y entre enero y mayo son más de 350 los atentados. Han asesinado Carabineros y a un oficial de la PDI. ¿Y, cuántos detenidos, juzgados y condenados? Prácticamente nadie, como lo informa el reporte del Observatorio Judicial que publicó El Líbero el jueves pasado, dando cuenta del grave nivel de impunidad que ha existido en la macrozona por años.

Pero la violencia no se limita a la Araucanía, también hay violencia urbana de gravedad extrema, que no respeta ni siquiera la vida humana, como la encerrona del jueves a las 11 de la mañana en Luis Carrera con Av. Kennedy, donde resultó gravemente herido por un balazo en la cara un inocente Sr. Jorge Rivera, que opuso resistencia a sus atacantes y que está grave en la Clínica Alemana.

Y ni hablar de los narcos que asolan los barrios donde ejercen poder territorial o la violencia que quemó iglesias, edificios y el metro, y la que denigró estatuas de héroes patrios y, recientemente, la que profanó tumbas del Cementerio General. Y qué decir de las redes sociales. Las funas y las agresiones sufridas en Twitter, IG y otras tantas aplicaciones son cada día más violentas, amparadas además en el anonimato de los avatares con que se disfrazan cobardes agresores.

Sin embargo, más grave todavía es la violencia ejercida desde la política, pues polariza peligrosamente al país. Y si bien no es física, se ejerce desde la retórica, desde la prepotencia, la soberbia, la discriminación ideológica, o desde la funa hacia quienes piensan diferente.

Un ejemplo lo brinda Jorge Baradit, quien avaló la agresión física sufrida por dos convencionistas de VamosChile, asegurando que “no le parece tan mal que los constituyentes de derecha le tomen un poquitito el gustito” a estos actos que lo han sufrido otros chilenos por parte de las policías. Agregando que le parecía “conveniente que ellos ahora sufran un poquito lo que los chilenos hemos sufrido desde el estallido social”.

A pesar de arrepentirse, el daño ya estaba hecho, porque en lugar de condenar lo sucedido, optó por la ironía para avalar el matonaje. Si alguien que tiene la responsabilidad de colaborar en la redacción de la Constitución tiene esa actitud, ¿qué se puede esperar de sus seguidores?

Y pretender liberar a los violentos de 2019, aduciendo que fue gracias a esa violencia que existe la Convención, igualmente dañina, y lo estimo inmoral, así como considero que es ejercer violencia política no respetar a las minorías, como ocurre diariamente en la Convención, por parte de la mesa de Loncon y Bassa.

Lo lamentable es que toda esta violencia siga aumentando y no pase nada. Si no se enfrenta con decisión, Chile se puede ir por el despeñadero antes de lo que nos imaginamos.

Creo que la única forma de terminar con este flagelo es con una potente acción civil, exigiéndole públicamente a quienes tienen el poder para ponerle fin, lo ejerzan. No más violencia ni impunidad. Chile lo necesita.

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